Ahora dice el Tribunal Constitucional (el mismo que ha ido en los últimos años apuntalando el desmantelamiento de los derechos sociales) que los toros son una suerte de derecho cultural y que, por tanto, Cataluña ha menoscabado la competencia del Estado para la “preservación del patrimonio cultural común”. Cuántas cosas terribles e importantes condensadas en un solo párrafo de apariencia banal: uno pensaba que solo el Mundo Today lograba cosas parecidas por la menos amarga vía de la reducción al absurdo. Al hilo de esto, yo no he podido dejar de acordarme de aquellos que, antes de que el franquismo cerrara toda discusión a balazos, dieron precisamente la batalla cultural contra la tauromaquia, por considerarla un rasgo terrible de la cultura española. Y la dieron dignamente, la batalla cultural, aunque la perdieran, en diferido, a manos de la misma violencia que ellos veían hipostasiada en las plazas de toros. Una batalla la suya que se echa un poco en falta ahora que el debate gira más en torno al eje (sin duda fundamental) de los derechos de los animales.
Recuerdo que hace unos años, a un buen amigo mío que se dedica a la cultura (de la que no está amparada ni de lejos por el Tribunal Constitucional, no se equivoquen), alguien anónimo le donó un generoso montón de periódicos viejos, que quizás no se animaba a tirar. Entre ellos había varios ejemplares del maravilloso semanario antitaurino “El Chispero”, que se publicó apenas durante un mes de 1914. Me acuerdo de leer una noche, de casualidad, un artículo, republicado allí por partes, titulado “Sobre nuestro matonismo”, escrito por Pedro Dorado Montero, todo un señor catedrático de derecho penal de Salamanca. Quien lo lea hoy encontrará referencias a nuestros días, incluso, quizás, la descripción de algunos fenómenos (el matonismo, la guapeza, la chulapería, el pandillaje político) precursores crudos de términos que hoy nos parece que describen bien cierto presente: cuñadismo, cipotudismo, etc. “En España todo conspira, hoy por hoy, a mantener el culto a la violencia”, decía Dorado, que opinaba que una de las características a erradicar de lo español era efectivamente “la omnímoda confianza en la fuerza”. A Dorado le enterraron en 1919 en el cementerio civil de Salamanca, ya que solo por los pelos se había salvado de la excomunión: al parecer casi todo lo que enseñaba en sus clases atentaba contra las «santas doctrinas» de la iglesia. En ese artículo, Dorado decía sobre los toros, por ejemplo, que “no cabe hacer con razón aspavientos porque ocurran los crímenes que a diario nos refiere la prensa, ni tampoco porque en nuestras relaciones ordinarias sea siempre la violencia, la arrogancia y la valentía lo que predomine. Obramos conforme somos. Y si hay tantísimos influjos, los toros entre ellos, y con mucha eficacia, que están conspirando para hacernos brutales ¿qué de particular tiene que brutalmente nos portemos? Lo obligado sería combatir a toda hora, sistemática y persistentemente, la brutalidad.”
Me acuerdo del editor del semanario, Eugenio Noel, republicano, antitaurino y ‘antiflamenquista’, admirador de Dorado, un tipo cuyas ideas parecían una curiosa mezcla del regeneracionismo de Joaquín Costa y de lecturas de la antropología criminal de la época. Noel era un personaje fascinante, una especie de antecedente del tertuliano mediático de hoy, que se pasó la vida escribiendo y dando charlas contra los toros, alguna de las cuales le valió una buena paliza a la salida del auditorio. En su revista poblaban el mismo universo de papel ilustraciones de la cultura helenista y fotografías y grabados de todo tipo, con textos, a menudo humorísticos, contra el folclore rancio de la época, artículos donde por ejemplo Unamuno o Azorín se despachaban contra las corridas de toros. Debe ser un ejercicio estético curioso poner una de esas efervescentes páginas lado a lado con una de las que componen la sentencia del Tribunal Constitucional.
Terminaba Noel uno de sus textos en esa revista, diciendo “Necesitamos que España se vea, se observe a sí misma hasta con crueldad para que pueda definirse como nación y como carácter.” Hubiera estado bien poder organizar esa mirada colectiva antes de que se acordase, esta vez por ley, que los toros son un “patrimonio cultural” merecedor de tal nombre. Haber podido recordar y desempolvar a Dorado, a Noel, a otros. Lamentablemente Noel murió en abril de 1936 en la miseria, en una cama alquilada de un hospital de Barcelona, y hasta se extravió su cuerpo en una carretera de Zaragoza mientras lo trasladaban a Madrid.
En fin. Toca ya que sean ellos y tantos otros los señalados como el patrimonio cultural históricamente menoscabado que merece la pena reivindicar, por mucha sentencia del Tribunal Constitucional que venga a intentar retrasar lo inevitable.