Ayer se publicó en los medios de comunicación un vídeo que capta una intervención de Pablo Iglesias hablando sobre la feminización de la política en un debate sobre Donald Trump organizado por eldiario.es que ha creado mucha polémica y ha dividido a la opinión pública. Están, por un lado, los que apoyan a Pablo Iglesias y han entendido el mensaje y estamos, por otro lado, quienes creemos que lo que dijo no son más que atrocidades y no hemos entendido nada. Es curioso cómo enseguida oyes eso de “tú es que no lo has entendido” cuando te muestras en desacuerdo con Iglesias, cualquiera diría que una no puede estarlo. También se te puede tachar de lerda por haber caído en la manipulación mediática y la caza de brujas a las que continuamente se le está sometiendo a Unidos Podemos. Porque claro, Pablo Iglesias nunca se equivoca, lo que pasa es que, o no se le entiende, o se tergiversan sus palabras. Pues bien, sí, he entendido lo que dijo y, no sólo no estoy de acuerdo con él, sino que me parece que Iglesias se metió en un lodazal. Y no, no soy lerda ni he caído en la manipulación. De hecho, ya le he pillado el truco a Pablo Iglesias: hablar mucho, muy rápido y decir muchas palabras de más de tres sílabas, esdrújulas y adjetivos sustantivados, para que, después de cinco minutos, el oyente no tenga ni idea de lo que ha escuchado, pero tenga claro que era algo muy importante.
Hay un único punto en el que estoy de acuerdo con Pablo Iglesias: hay que repensar los valores de la política. El problema viene cuando comienza a explicar cómo la solución pasa por feminizarla, que no es otra cosa que llenarla de valores femeninos como el cuidado, la protección o el amor maternal. No se trata sólo de que las mujeres ocupen puestos de alta alcurnia, “que es importante y está bien”, sino que es necesario introducir en el papel del Estado ideas maternales como la de cuidar, limpiar y alimentar al desfavorecido, y crear asociaciones culturales o de vecinos, que, parafraseando a otro feminista, “de todos es sabido” que son cosas que hacemos las mujeres. Sin embargo, y he aquí el truco, Pablo Iglesias habla de unos valores femeninos que no todas las mujeres tenemos, no vayamos a pensar que sólo por ser mujeres vamos a ser femeninas o que ellos, por ser hombres, no puedan liderar este movimiento. No, no, no. Hay mujeres que son hombres en valores y esas a Pablo no le sirven. Supongo que quería sacar de la ecuación a mujeres como Margaret Tatcher, Rita Barberá o Esperanza Aguirre, que luego se le llena el partido de marimachos y a ver quién arregla eso. La cuestión entonces es, ¿cómo puede hablarse de “valores femeninos” si no son un rasgo universal y común a todas las mujeres? Y aparece de nuevo el cisne negro de Popper. Basta con encontrar a una Tatcher o una Hannah Arendt (no vayamos a ideologizar más la cosa) para falsear la afirmación de los valores femeninos que, en realidad, no convence ni al propio Iglesias.
Aquí se abren varias cuestiones. La primera de ellas, y a la que creo que no se le ha dado la importancia suficiente, es la reflexión sobre el papel que debe jugar el Estado en la vida de los ciudadanos. ¿Es tarea del Estado cuidarnos y protegernos, como si fuéramos menores de edad? ¿O su tarea es simplemente la de gestionar los recursos y garantizar un marco de justicia y libertad en el que la ciudadanía pueda vivir dignamente? ¿Debe el Estado intervenir en mis horas de sueño, mi alimentación o mi tiempo libre, como una madre interviene en la vida de sus hijos? ¿O hasta qué punto debe hacerlo? Son estas cuestiones difíciles de definir, pero sobre las que merece la pena hacer una reflexión, aunque no creo que este sea el espacio ni que disponga del espacio suficiente para hacerlo. La segunda cuestión es la de la feminización y la manera condescendiente en la que se plantea en este discurso. Por un lado, se nos atribuyen a las mujeres (o a algunas mujeres, ya no lo tengo muy claro) unas características innatas que, a priori, son positivas -la protección, el cuidado, la solidaridad o la empatía-, en contraste con las características masculinas que se plantean en el discurso de Iglesias como negativas -la agresividad, el individualismo o la fuerza bruta-. De esta manera, se consigue el favor de las mujeres, a las que se nos retrata como personas “mejores” que los hombres. Por otro lado, dice Iglesias que la virilidad es burguesa. Y yo me pregunto, ¿no es burguesa también esa idea de la figura de la mujer-madre-cuidadora que hace el bien y que funciona como pilar de amor y comprensión en el núcleo familiar? ¿No es esa visión de lo femenino algo que se ha enquistado en la sociedad como consecuencia de, precisamente, la idea burguesa del hogar familiar como algo cuya estabilidad depende del papel de esa mujer-madre-cuidadora? Porque, si algo queda claro en el discurso de Iglesias es que son esos atributos de la mujer los que “valen” y los que la mujer debe tener para ser mujer. Gracias, Pablo, por iluminarnos el camino.
En este batiburrillo de ideas, Iglesias no duda en hablar, por surrealista que parezca, de la dimensión maternal y, por lo tanto, femenina, de las Panteras Negras. Y, ¿cuál es esa dimensión maternal? Pues, nada más y nada menos, que la construcción de comedores sociales para dar de comer a los suyos. Más allá, claro, de la parte violenta del movimiento (que deducimos aquí que es masculina), pero que no vamos a tener en cuenta. Habría que preguntarle a Pablo Iglesias qué opina del Hogar Social Madrid, esa asociación de ultraderecha liderada por una mujer-varón, supongo, que se dedica, en un alarde de feminidad, a dar comida y ropa a los españoles, y sólo a los españoles, que lo necesiten, más allá de nimiedades como la quema de mezquitas o las palizas a homosexuales y que colabora en lo que Iglesias llama en el vídeo “la construcción de una identidad plebeya”.
Yo creía que la feminización de la política consistía, más bien, en hacer visibles cuestiones relacionadas con la mujer que, precisamente por ello, habían estado invisibilizadas en el panorama político. Aunque no estoy segura de que el término “feminización” encaje ni siquiera en esta visión del asunto. Puede, incluso, que la cosa sea aún más sencilla y el proceso consista en llevar a cabo unas políticas inclusivas, en las que los colectivos menos favorecidos, no sólo se tengan en cuenta, sino que formen parte de la materialización de esas políticas y que el Estado se dedique a crear un marco de justicia y libertad en el que todos los ciudadanos estén incluidos. Puede que dentro de ese proceso sea, además, importante dejar de institucionalizar ciertas iniciativas y abrir el concepto de “lo político” a otras dimensiones de la sociedad, revisando, incluso, el propio concepto de “política”. El hecho de dejar en manos de papá o mamá Estado las herramientas de cuidado y protección, por seguir utilizando la misma terminología, puede que no sirva sino para quedarnos desamparados en otros muchos aspectos de mayor índole. Me refiero a aspectos como la libertad de pensamiento y de acción para, precisamente, cuestionar ciertas creencias que han ido poco a poco institucionalizándose. Y dejar a un lado de una vez, si no es mucho pedir, estos clichés que hacen más daño que otra cosa.