Llevemos nuestras miradas de vuelta al norte del mundo. Pasemos una vez más el paralelo 69 y permitámonos volver a soñar con Auroras Boreales, expediciones de conquistas y descubrimientos, glaciares, osos polares y… que nadie diga pingüinos. Así como en la Antártida no hay osos polares, en el ártico no hay pingüinos. Pasemos sobre Oslo mientras sobrevolamos los bosques noruegos y encaminemos nuestro destino, siguiendo esa eterna y sinuosa costa, hasta llegar, como una vez al mes, a nuestra tan querida ciudad boreal, la París ártica. Una vez allí, fijémonos en esos intrépidos investigadores que ya navegan por las aguas del fiordo rumbo a mar abierto. Como breve inciso, decir que la sensación de surcar un fiordo es bastante curiosa. La primera impresión es la de ir navegando por un río muy ancho. Esta se debe, y tarda mucho en desaparecer, a las montañas, que cual talud, rodean el fiordo a ambos lados. Una vez salvada esta impresión, uno se tiene que hacerse a la idea de que ya estamos en el mar, y que aunque sea pequeño, el oleaje hace que el barco se mueva. Más de un marinero de agua dulce (también conocido como turista cuñao) se ha mareado a pesar de haber jurado minutos antes “pues yo he navegado mucho y nunca me mareo”.
Pero no caigamos en la ensoñación y las divagaciones, centrémonos en nuestros aventureros y veremos que les queda mucho trabajo por hacer. La actividad es frenética a bordo en las primeras horas de navegación. Dentro de todas las actividades, la más relevante es la inspección de material. Y como los noruegos no dejan ningún cabo suelto, se realizan varias inspecciones con diferentes niveles de escrutinio. El capitán, que va acompañado por Roger (el jefe de la expedición) comprueba que todo esté asegurado y conforme a la regla (ley y orden del barco). El jefe de ingenieros, seguido por el subjefe de ingenieros (siendo así representada la totalidad de los ingenieros a bordo) acompaña a Ivan (nuestro italiano favorito y mano derecha de Roger) para comprobar que el espacio que ocupa el material no entorpezca las actividades del barco, esto es, que no esté en medio. Cabe decir que durante toda esta inspección, ambos ingenieros miran con suspicacia todo el material instalado, como si les molestase, para después asentir y continuar. Se puede decir, que nuestros ingenieros (Carsen y Anders) son una especie de Hernández y Fernández, Y finalmente, todos los anteriormente citados, juntos y en armonía, y aquí es donde la presión aumenta, acompañan al ayudante y biólogo de a bordo, esto es, a su humilde autor, para comprobar que todo esté en orden y correcto en los laboratorios. Estas revisiones, que pueden parecer relajadas y fáciles, al imperar el buen humor y los comentarios jocosos, son en realidad certeras y precisas y los errores nunca son pasados por alto. Hay que tener en cuenta, que la más mínima pieza de material suelta, puede, en el menor de los casos, perturbar el sueño de toda la nave, al rebotar contra el casco repetidamente en su devenir, llegando en el peor a causar algún serio accidente si fractura alguna pieza o equipo de importancia.
De repente, nuestra nave empieza a moverse más, nuestros cuerpos se balancean más fácilmente y notamos esa emoción en el estómago de tener oleaje bajo el casco. El mar nos mece obligando a nuestros pies a seguir su baile. Esta pequeña adaptación, este continuo balanceo rítmico, si bien parece banal, es de vital importancia, ya que durante el tiempo que dure la expedición, andar derecho va a ser un recuerdo. Las miradas cruzadas entre los “inspectores” junto con las sonrisas de camaradería que se dirigen mientras subimos de vuelta a cubierta indican algo importante. Hemos dejado atrás las montañas, que empequeñecen al fondo, y hemos entrado en mar abierto. Los motores rugen fuerte mientras establecemos velocidad de crucero (12,5 nudos = 23.15 km/h)) y las últimas y perezosas gaviotas alzan el vuelo para marchar al son de sus graznidos de reproche (y que gusto da perderlas de vista). Nos adentramos en las frías aguas (6º C de máxima) con el destino fijado y las expectativas altas.
Volvemos a caer otra vez en contemplaciones idílicas (y esto no es una novela romántica) cuando sigue habiendo mucho trabajo por hacer. No obstante, retrocedamos un párrafo hacia atrás, a esas miradas y sonrisas cruzadas. Añadamos a esa imagen el ligero aroma de un café muy cargado (estándar Noruego, por lo tanto ni de lejos como el café cargado de España y mucho menos un espresso italiano), negro como el carbón, que mezcla su humo con el de los cigarros. Terminemos de subir a cubierta, donde toda la tripulación disfruta de su primer café de la travesía. Este acto, que parece cotidiano, es un hecho curioso, ya que puede que no se vuelvan a juntar todos en las 3 semanas siguientes. Este café, por lo tanto, no solo es una celebración, la salida al mar, sino el último acto social que todos los integrantes de la tripulación compartan a la vez. A partir de este momento, la tripulación se regirá por los sagrados turnos de 6 horas, los ingenieros, por turnos de 6+2 (en los cuales se trabajan 6 horas solo, uno descansa, y se hacen dos horas juntos) y los investigadores, que trabajan sin horarios, y acabamos haciendo jornadas de hasta 10 con 6 de descanso entre medio en un complejo sistema de rotaciones. Estos turnos marcan por lo tanto tu grupo social. Esto es, las personas con las que vas a convivir, trabajar, comer y sobre todo, a las que vas a tener que aguantar durante la travesía. Y en ese momento, con su purito de vainilla en la mano acompañando al café, es en el que Roger, con una media sonrisa torcida, mira a Ivan y jocoso le dice: “El chico es tuyo, cuídamelo bien”. Y así, sin más ceremonia, nuestro querido italiano pasa a ser nuestro jefe, maestro y guardián. Un amigo que nos enseñará y sobre todo, nuestro medio de comunicación con los pescadores al ayudarnos con el noruego. ¿Volveremos a ver a Roger? Sí, pero serán momentos fugaces entre turnos, entre comidas y siestas. O en esos tiempos muertos en los cuales no se pesca y todo el mundo intenta conectar con el mundo real fuera del barco. Los turnos son importantes, los turnos, marcan todo. Y sobre todo, para Ivan y el que escribe, que como siempre cubrimos el turno “nocturno”, el que menos se parece a la vida real. Este “temido” turno, está fraccionado entre las 2 y las 8 de la mañana y las 2 y las 8 de la tarde. Durante él, trabajas de noche, duermes de día, te levantas a desayunar (pero a la hora de comer) y comes/cenas para irte a dormir a las 8 de la tarde. Se tarda entre un día o dos en adaptar el cuerpo a levantarse a la una y media de la mañana, pero una vez cogido el ritmo, y más en el Febrero polar donde casi no se ve el sol, ya no se cuentan las horas, sino los turnos y las mareas que van bajando del contador.
Y mientras intentamos adecuar nuestros ritmos al nuevo turno, bajamos a nuestro camarote e intentamos, seguramente por primera vez en nuestras vidas, quedarnos dormidos a las siete y media de la tarde, por qué claro, el despertador ya está fijado para la 1:30.
Retirémonos por lo tanto en silencio, sin molestar a la tripulación y dejemos que el Helmer Hanssen navegue firme y veloz hacia su destino. ¿Qué pasará en la navegación? ¿Llegarán a su destino? ¿Cómo será la vida a bordo? Hasta la próxima entrega de: Diario de expediciones pasadas: Cómo se experimenta en el Ártico.
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