En este mundo occidental de la posverdad y de los “alternative facts”, del tráfico compulsivo e indigerible de información, de la inmediatez de twitter, de las intensas ráfagas de sobreactuada indignación en forma de meme que se desactivan en décimas de segundo, de los filtros de instagram que edulcoran las miserias de vidas propias y ajenas, en este mundo, en suma, líquido, como lo definió el gran Zygmunt Bauman, el discurso que Meryl Streep pronunció al recoger su premio en los pasados Globos de Oro y que inmediatamente se hizo viral en las redes sociales no ha dejado ni un hilo de estela. La industria que vitoreó a la actriz por su discurso anti Trump, impulsó la marcha de las mujeres el día después de la “inauguración” y graba vídeos al ritmo de I will survive como protesta frente a la que nos viene encima es la misma que ahora se arrodilla ante una película edulcorada y nada comprometida, que apela a una emotividad individual frente a los valores colectivos. Una película que encumbra los pequeños sentimientos en este siglo del selfie y funciona como un filtro más de ese gran instagram en el que se ha convertido la realidad. Porque, por mucho que pretendan engañarnos, la verdad es que La La Land no habla de nada ni oculta ningún mensaje. Es, simplemente, una pobre historia de amor, como pobre es también la manera de contarla. Y escribo como simple espectadora, sin pretensión alguna de crítica.
La película comienza con un número musical excesivamente colorista que funciona como carta de presentación con la que Damien Challeze parece querer decirnos dos cosas. La primera, que lo que viene a continuación es una película superficial -se agradece la honestidad- y, la segunda, que se trata de un musical. Sin embargo, esta última es un engaño en toda regla. La La Land no es tal cosa. Los números musicales no forman parte sustancial de la trama, sino que funcionan, más bien, como algo auxiliar. Después de tres números muy seguidos en la primera media hora, nos encontramos con un desierto de una hora en el que la música no tiene una función distinta a la de la banda sonora al uso de cualquier película de otro género. Por lo demás, el nivel artístico de estos números, sobre todo el de las coreografías, es más bien mediocre. A un musical se le puede perdonar la simplicidad argumental si a cambio cuenta con espectáculos musicales y coreográficos de alta calidad. Pero La La Land no ofrece ni lo uno ni lo otro. La historia es floja y la parte musical no dice nada. Lo mejor de la película son las evidentes y numerosas referencias a los clásicos del género como Cantando bajo la lluvia, Grease o Todos dicen I love you. A través de estas reminiscencias, Challeze consigue transportarnos a esas otras películas. Sin embargo, este recurso le juega una mala pasada, ya que deja en evidencia que La La Land no alcanza el nivel de las películas que homenajea.
El filme es, en definitiva, una sucesión de tópicos trillados y aburridos. La narración está dividida en cuatro capítulos que llevan por título las estaciones del año: la primavera como metáfora del nacimiento del amor; el verano, la de la plenitud; el otoño y la caída de las hojas nos dejan ver cómo la cosa empieza a torcerse; y con el invierno la relación termina. La idea puede ser buena, pero original, desde luego, no. Y de una película con 14 nominaciones a los Oscar y 7 Globos de Oro ya conseguidos se espera cierta originalidad, si no en la estética y el lenguaje, sí, al menos, en la manera de narrar los acontecimientos. Sin embargo, la historia de amor entre los protagonista no se sale ni un ápice de los clichés de la típica comedia romántica norteamericana. Con la única excepción, quizás, de que no tiene el final feliz que cabría esperar. Evitando ser un spoiler, me limitaré a decir que, Challeze ha elegido un punto medio entre el drama y la comedia, llevando así la historia a un punto completamente insípido en el que nos quiere inculcar una especie de moraleja pop muy siglo XXI que viene a decir algo así como que cada uno debe perseguir sus sueños, a pesar de los sacrificios que ello conlleva. Aunque, bien visto, no se sabe si es esto lo que quiere decir o justamente lo contrario.
Otro de los tópicos de la película es, precisamente, la idea de éxito personal que transmite y que tiene un tufillo sexista más que evidente. Mientras se nos muestra a un Ben (interpretado por Ryan Gosling) que, cinco años después de que la relación con Mia (Emma Stone) haya terminado, alcanza el sueño de abrir el bar de jazz que tenía en mente desde el comienzo de la película, a ella, pese a que durante todo el metraje se nos deja claro que lo que quiere es ser actriz y escribir obras e interpretarlas, lejos de presentarla como profesional al final de la película, se la deja en el papel de la típica esposa y madre subida a unos altos tacones de aguja.
Por último, están, aunque bien podrían no estar, los personajes secundarios, ya que las intervenciones de todos ellos son completamente ridículas. Desde las compañeras de piso de Mia, que aparecen en un número musical al comienzo de la película (para solo volver a hacerlo hora y media después aplaudiendo en un teatro), hasta la única intervención de la mujer del bollo con gluten o la del jefe del piano bar. Mención especial merece el primer novio de la protagonista, que quizá tenga el papel más prescindible de la historia del cine, junto con la hermana del protagonista, que interviene unos treinta segundos sin añadir tampoco nada en absoluto a la historia (ni a la de la película ni, por supuesto, a la del cine).
El éxito de La La Land refleja los deseos y las aspiraciones de una sociedad en busca de momentos de luz, de entretenimiento y de evasión. Es comprensible que una película así triunfe en taquilla. No resulta nuevo que una pieza de estas características, incluida la agresiva campaña de marketing que la ha lanzado como imprescindible, llegue a romper cualquier estadística en cuanto a beneficios económicos se refiere. Lo que sí resulta, en cambio, sorprendente es que la Academia haya elevado a categoría de obra de arte una película como La La Land. Porque esto no va de subjetividades y resultan ciertamente sospechosas esas 14 nominaciones a los Oscar. Más allá de los intereses comerciales que pueda haber, y que habrá, tras esta decisión, resulta penoso que una institución como la Academia del cine, que tanto prestigio tiene en EEUU y en todo el mundo, haya querido, precisamente este año, poner el foco sobre una película blanda, falta de ambición y, con perdón, bastante tonta. Habría sido de agradecer que hubiera aprovechado la privilegiada posición que tiene conquistada para hacer visibles otras películas más comprometidas y menos ñoñas, esas que hablan de lo que sus miembros con tanto fervor aplaudieron cuando tomó la palabra Meryl Streep en la reciente ceremonia de los Globos de Oro.