Un servidor temía que la temporada teatral actual del Teatre Lliure , uno de los referentes imprescindibles del teatro barcelonés contemporáneo, no fuera tan excitante y estimulante como la de otros años. No obstante, al echar una ojeada a la programación y ver dos nombres imprescindibles del teatro del siglo XX fue un bálsamo reparador de cualquier miedo. Krystian Luppa, uno de los grandes directores actuales, al cargo de un montaje al catalán (con un intérprete del polonés al catalán incluido para los ensayos) de una pieza dramática del no menos descomunal Thomas Bernhard. La conclusión rápida y precipitada que inferí fue que tenía todos los números para ser un espectáculo digno de presenciar. Inferencia que, afortunadamente, se ha visto más que confirmada.
Aviso para posibles confusiones que pueda sugerir este título: no se trata en absoluto de alguien que afronta una jubilación tras años de trabajo dedicados a alguna profesión más o menos amada. La jubilación opera como mera ocasión para confrontarnos con aquello sucio y oscuro que se esconde detrás de la cotidianidad, aquellas pulsiones agresivas y mortíferas que, si se las acoge sin mayor miramiento, pueden engendrar los monstruos más horripilantes, tal y como lo aseverara Hannah Arendt en su crónica del juicio contra el general de las SS Adolf Eichmann. En efecto, con una escenografía que introduce al espectador en una escena cotidiana donde tres hermanos se disponen a conmemorar una celebración (nada menos que el aniversario de Himmler), Krystian Luppa ofrece una labor de orfebrería teatral que se apoya en tres espléndidas interpretaciones de Marta Angelat, Pep Cruz y Mercè Arànega, tres actores con trayectorias más que consolidadas y con un talento trabajado incansablemente. De hecho, la dirección de Luppa nos recuerda que una de las piezas más importantes para hacer funcionar la magia teatral es el manejo preciso del ritmo y de los tempos. La sensación de pesadumbre que impregna gran parte del primer acto es de una precisión casi enfermiza, dominado por las cuchilladas que se propinan dos hermanas enclaustradas en un caserón donde el tiempo se quedó pegado a un trauma que, a día de hoy, retorna sin cesar: el nazismo, su caída y esos restos que se propagaron a través de diversos pólipos que han sobrevivido al paso del tiempo.
Con la irrupción de Pep Cruz en el segundo acto – después de una breve pausa de 15 minutos que podría haberse suprimido y reducir las dos pausas a un total de media hora -, la caja de Pandora que se anunciaba en el primer acto en los rencores, decepciones y fijaciones enfermizas de las dos hermanas se abre del todo. Entonces la escena se transforma en una mueca grotesca donde el espectador fácilmente experimenta un asco irremediable ante esos personajes. Cruz está espléndido como juez a punto de jubilarse tras haber sido en su juventud cómplice de esa matanza tecnificada que fue la Shoah. Cada una de sus frases, maravillosamente escritas por la mordaz pluma de Bernhard, nos confrontan con la violencia que no cesa de repetirse en nuestros días, señalando cómo el totalitarismo no precisa de grandes aspavientos para triunfar, tal y como el perverso personaje de Mercè Arànega se lo sugiere con crudeza a su inválida hermana, una fantástica Marta Angelat que sabe aprovechar al máximo el silencio y contención de su personaje.
No obstante, lo mejor de este montaje, que por momentos deviene obsceno en exceso al confrontar el ojo del espectador con aquello reprimido que uno desearía que dejara de retornar sin cesar, es el malestar generado entre el público, testimonio de aquella oscuridad para la cual no hay una vela que la difumine, como ya nos advirtió Sigmund Freud en El malestar en la cultura (1930). Lo que nos pertoca es responsabilizarnos para que algo cambie y no siga repitiéndose como puro automatismo, a no ser que prefiramos asumir el rol de testigo inválido – aguda metáfora para el personaje de Angelat – que, pese a deplorar lo que ve, no se mueve de su sitio. Un montaje incómodo, provocador y necesario, más si cabe tras la toma de posesión de Donald Trump, auténtico síntoma de nuestro presente.