Para responder a esta pregunta, deberíamos poner sobre la mesa una definición de ciencia.
Para algunas personas, la ciencia se podría entender como un sinónimo de disciplina o área de conocimiento. De esa guisa, la filosofía, politología, historiografía o teoría de la literatura serían ciencias, puesto que constituyen todas ellas una serie de métodos, estudios, reflexiones y análisis que tienen el propósito de alcanzar ideas sólidas y también –podríamos añadir– de acercarnos a lo verdadero. Dicha búsqueda de la verdad, por lo demás, no excluye –antes lo contrario– la presencia de debates, contradicciones, refutaciones, del aporte continuo de evidencias, del uso de la lógica, de la taxonomía ni del inevitable enfoque y estructuración de esos conocimientos con arreglo a nuestros prejuicios y al tamiz del entorno social. De la misma manera todos ellos, también este último, aparecen en las ciencias naturales.
Sin embargo, cuando desde las ciencias naturales se habla de ciencia se suele hacer referencia al estudio de fenómenos naturales (ententidos como aquellos que respondan a un mecanismo que los humanos no podemos controlar) mediante el método científico. El método científico es un proceso que abarca: la observación de dichos fenómenos naturales; la subsiguiente postulación de reglas y leyes con carácter universal que los expliquen; y el atento cotejo del comportamiento que predicen estas leyes con la realidad empírica, hasta que se observa otra cosa y hay que cambiar el modelo por otro mejor. En adelante, asumiremos esta como definición de ciencia (que no, atención, de conocimiento).
Las asunciones que se hacen en el método científico pueden parecer obvias, pero no lo son tanto. Para empezar, estamos partiendo de la base de que nos fiamos de nuestros sentidos. No pasa nada, yo también lo hago. Cada vez que veo a un cocodrilo en mi salita de estar asumo que es real y que los sentidos no me engañan. Pero no deja de ser una asunción. Además la ciencia, como la estamos definiendo, presupone que si dos hechos se suceden con mucha frecuencia no es casualidad: uno causa al otro; y de ahí extrae una ley universal. Así, si vemos salir el sol por el este cada día, se asumirá que no es casualidad y que hay una ley más general (la rotación de la Tierra) que lo explica. Aun así, un filósofo podría argüír que no se lo cree y que, a pesar de haberse cumplido hasta la fecha, no hay nada que garantice que mañana veamos salir el sol por el este (escribí el artículo ayer y, por suerte, se ha seguido cumpliendo. Veremos mañana).
Esta condición de causalidad exige poder repetir la observación muchas veces en las mismas condiciones. Y puede acabar conduciendo a separar ciencias naturales de ciencias sociales. El estudio de las disciplinas sociales y humanísticas es más difícil de abordar desde el punto de vista científico, por varias razones.
En primer lugar, porque hay muchas variables. Por ejemplo, un/a economista puede afirmar que si los precios bajan la demanda sube: es un mecanismo lógico y predice bastante bien la realidad; pero habrá muchas excepciones que son resultado de la existencia de multitud de variables que no controlamos y tal vez ni siquiera conocemos: puede que no siempre suba la demanda al bajar los precios si se da alguna circunstancia que no conocemos o no controlamos. Si los precios bajan demasiado tal vez el comprador tenga miedo de ese producto (un vuelo demasiado barato), o puede haber un boicot del que no tengamos noticia, o alguna variable desconocida, como la tradición de una marca predominante que la gente sigue comprando (aunque sea más cara) y no hayamos reparado en ello.
En segundo lugar, porque es muy difícil repetir el experimento: no podemos saber qué habría pasado si, por ejemplo, las Brigadas Rojas no hubiesen matado a Aldo Moro, si no hubiese habido 23-F o si Lehman Brothers no hubiese quebrado. Simplemente no podemos repetir la observación cambiando alguna variable, con lo cuál no podremos sacar ninguna ley universal.
En tercer lugar, porque en las ciencias sociales los humanos somos sujeto y objeto de estudio a la vez, y eso condiciona nuestro conocimiento. Ello no significa que al estudiar los fenómenos naturales y pretender extraer modelos no afloren prejuicios, condicionantes sociales, intereses, etc. Pero si estamos estudiando una reacción química, el sesgo social que tendrá nuestra cognición será probablemente menor que si estudiamos la historia de nuestro país, de nuestra política o de nuestra economía, de los que formamos parte activamente.
Ante esas dificultades, las disciplinas sociales tienen dos posibilidades (o una combinación de ambas). O bien pueden seguir con el método científico, esto es, observando fenómenos empíricos e intentando extraer leyes que expliquen esos fenómenos (aunque sea de forma necesariamente más aproximada y menos rigurosa, puesto que hay muchas variables y se enfrenta a mucha más complejidad) o bien pueden emprender métodos que no sean científicos. Cuidado con el excesivo prestigio que ciertos sectores hayan conferido a la ciencia, porque la ciencia es una forma de conocimiento, pero no todo el conocimiento es científico. Así, muchas disciplinas sociales pueden abordar sus problemas con otras metodologías sin el yugo de la observación, la ley universal y la predicción.
Después de toda esta perorata, vamos a hablar de la lingüística. La lingüística es el estudio del lenguaje y las lenguas. Sin duda todo lo que tenga que ver con la comunicación y las lenguas es un constructo social, sujeto por tanto a nuestros prejuicios, a nuestra cultura y a nuestra historia, y por ello difícil de aislar, repetir experimentos y sacar leyes universales. La vertiente más sociológica, antropológica, literaria, normativa… se podrá abordar con el método científico, pero con ciertas reservas y precauciones por tratarse de disciplinas humanísticas. Pero hay muchas evidencias de que el lenguaje es también un fenómeno natural, es decir, con una base biológica que no depende exclusivamente de nuestra voluntad. Nuestra capacidad de hablar tendrá múltiples condicionantes sociales (psicológicos, sociológicos, culturales…) pero una lesión cerebral en el área de Broca mermará nuestra capacidad de emitir lenguaje pase lo que pase. Lo mismo se podría decir de nuestra comprensión con respecto de las lesiones en el área de Wernicke. Por tanto, hay un fundamento físico y tangible que afecta el lenguaje. Este se encuentra en el cerebro, así que la lingüística es, también, patrimonio de la neurología y la medicina.
Es más, el uso del lenguaje exige unos mínimos biológicos: se ha intentado enseñar a hablar a chimpancés y a otros simios y no se ha conseguido jamás, lo cuál constata que no todo depende del entorno. Conviene aquí aclarar que lenguaje no es cualquier tipo de comunicación: el lenguaje es un tipo específico de comunicación que tiene como característica fundamental la disociación entre significado y significante. Al número 5 le llamamos cinco en español, cinc en catalán, khamsa en árabe, five en inglés, cinq en francés… En ninguno de estos ejemplos repetimos cinco veces un sonido que representa la unidad, ni nada parecido que se pueda relacionar la cantidad que expresamos. Esta arbitrariedad es la piedra filosofal: sin ella no habría lenguaje. Podríamos hacer el sonido de un mono para decir mono, o imitar el maullido de un gato para decir gato, y gruñir para decir ruido. Sería muy divertido expresarse así (yo a veces lo hago) pero ello nos impediría expresar conceptos abstractos. Con los conceptos abstractos podemos referirnos a contextos que no son los del emisor o receptor: podemos hablar del pasado o del futuro, podemos hablar de realidades posibles y hacer hipótesis. Podemos incluso mentir, y podemos referirnos al propio lenguaje. La danza de las abejas es un sistema de comunicación asombroso y complejísimo para informar de la dirección y distancia de la fuente de polen, pero las abejas no tienen lenguaje porque, entre otras cosas, las abejas no pueden cambiar de tema, ni mentir, ni cambiar las reglas de ese código.
El estudio del lenguaje requiere esquemas, modelos lógico-matemáticos, hipótesis y, sobre todo, observaciones empíricas. Las lesiones cerebrales son, tristemente, una fuente muy interesante de conocimiento empírico. Otra fuente muy interesante son los sordos de nacimiento. Dos buenos amigos, peces gordos de Cultural Resuena, me han regalado para mi cumpleaños el libro Veo una voz, de Oliver Sacks (Editorial Anagrama), una lectura muy recomendable. Sacks cuenta como los sordos, cuando se les ha enseñado un lenguaje de señas con todos los matices y contenidos abstractos, han sido capaces de desarrollar su inteligencia sin ningún problema. Cuando los sordos, sin la debida enseñanza, eran confinados a señalar con el dedo o a hacer gestos rudimentarios, sin abstracción ni sintaxis ni estructura de tipo alguno, su inteligencia no se desarrollaba y se quedaban sin memoria ni sentido del tiempo.
Ya habrá –esperemos– ocasión para hablar de psicolingüística y de lengua de signos. Por el momento, concluimos con que el lenguaje es una capacidad humana que tiene una base biológica, que se puede estudiar (entre otras cosas) a partir de la neurología y la medicina, su estudio consiste en la formulación de hipótesis, requiere la experimentación y la observación de una realidad del mundo natural, y acaba con la formulación de modelos (como los de Chomsky, o los de Lakoff) que se intentan comprobar y ajustar a la realidad.
Por todo ello la respuesta a la pregunta es sí (ya sé, podríais haber empezado el artículo por aquí y os ahorrábais el resto. Mala suerte).