Yo, como casi todos los que me estaréis leyendo, no enciendo esa máquina del demonio que se llama televisión. Ahí no echan más que basura y a mí la basura no me interesa. Quienes me conocen ya saben que yo soy una intelectual y que, de ver algo, sólo es Saber y Ganar y las películas que echan en La 2 a altas horas de la madrugada. Mejor si son bielorrusas, en blanco y negro, con pocos diálogos y en V.O. A veces, sólo a veces, me doy un paseo por las cadenas mainstream, pero siempre con una visión crítica y para sentirme moralmente superior a esa masa homogénea que consume esa televisión basura. De vez en cuando hay que mezclarse con el pueblo, si no, una pierde la perspectiva. En ocasiones veo First Dates mientras ceno, para ver un poco el percal que se mueve por el mundo. Algunos viernes, para desconectar, pongo Tele 5 y me trago el polideluxe de Jorge Javier, pero sólo para criticar a la gentuza que se pasea por ahí y disfrutar, por qué no decirlo, del circo, con sus payasos, sus malabaristas, sus tigres y sus tigresas (creo que es el único circo en el que aún están permitidas las fieras). Gran Hermano no me convence, sólo veo de vez en cuando la versión VIP, con el único objetivo de saber qué ha sido de Irma Soriano o ver lo bien que está envejeciendo Ivonne Reyes. Pero bueno, que no me gusta esa basura. Yo soy más de leer a Kierkegaard.
Entre las muchas cosas que no veo está el recientemente terminado concurso Got Talent. Se trata, para vosotros que tampoco veis estas cosas, de un talent show. No es un concurso de talentos. No, no, no. Eso era Lluvia de Estrellas de Bertín Osborne. ¡Que estamos en 2017! Este concurso cala en los espectadores a través de un mensaje muy sencillo: tú, que cantas en la ducha, que cuentas unos chistes de troncharse, que quedas con los colegas cinco horas a la semana para echar unos bailes; tú, que siempre has soñado con salir de tu miserable vida, puedes subirte a este escenario que te catapultará a lo más alto del panorama artístico nacional, como a David Bisbal. Esta es tu oportunidad y nosotros, unos jueces de gran prestigio internacional, haremos la primera criba. Pero la última palabra la tendrá el público soberano, que con su sapiencia y criterio decidirá quién se merece el apartamento en Torrevieja, el coche, la Ruperta o los 25.000 euros.
Pero claro, puede ocurrir, y de hecho ha ocurrido, que el público vote mal. Y la gente decente se indigna. ¡Como para no! Hay que ser un psicópata para que no le afecten a una las injusticias sociales. “Con lo bien que cantó el chico ese aquella canción de esa ópera tan famosa. El nombre no me lo sé, pero lo tengo en un CD que regalaban con Cambio 16, Momentos estelares de las más grandes óperas de todos los tiempos creo que se llamaba. Y encima fue con su abuela al programa, porque sus padres no le apoyaban en eso de cantar, decían que era de maricas. O aquellos que iban vestidos con chándal blanco, camisetas demasiado grandes y gorra. Sincronizados, lo que se dice sincronizados, no iban. Pero, ¡madre mía, qué energía! Hasta Risto se levantó para aplaudirles. Con todo el talento que hay en este país, va y gana un mindundi que dice bailar rock. ¿Pero tú le has visto? ¡Si eso lo hago yo cuando me tomo una cerveza de más!”. Y empatizamos, vaya si empatizamos, con la gente que se lo ha currado de verdad. Y empatizamos también con Risto Mejide, que, en un alarde de dignidad profesional, dejó su silla vacía para no tener que ser testigo de la gran tragedia que ya se veía venir.
Pero vayamos por partes. Intentaré analizar aquí las distintas cuestiones que entran en juego en este acontecimiento o Spanish shame, como lo ha calificado el propio Risto en un artículo al respecto. Lo primero que deberíamos intentar entender es el propio medio en el que se lleva a cabo el melodrama: la televisión, ese medio de comunicación de masas cuyo primer objetivo es entretener. No voy a entrar a valorar aquí si este objetivo es el más adecuado, si debería tener otros o si se podría conseguir ese mismo de otras maneras. “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio” dijo Serrat y, de un tiempo a esta parte, concretamente desde que se emitió la primera edición de Gran Hermano allá por el año 2000, la verdad de la llamada telerrealidad ha inundado el panorama televisivo nacional. El prefijo tele no significa otra cosa que “a distancia”, “desde lejos”. Por tanto, cuando hablamos de telerrealidad, nos referimos a una realidad vista desde la distancia, dejando de ser, en la misma medida, la realidad. Así pues, lo que este tipo de programas pretende transmitir no es más que la ilusión de una realidad, por lo que sería un error asumirlas como una captación no intervenida de la nuestra. La diferencia que hay entre Gran Hermano y Got Talent es, básicamente, que en el segundo la gente “hace cosas”. Y es precisamente esa idea de esfuerzo personal, del “hoy puedes ser tú”, la que convierte este tipo de programas de talento en supuestas plataformas de oportunidades. La voraz industria cultural que hay detrás de estas producciones disimula su último y único objetivo, el monetario, poniendo al servicio del gran público una plataforma en la que podrá hacer realidad sus sueños. Es imposible no acordarse de la película Requiem por un sueño (2000), de esa madre hundida que vive a través de la televisión con la ilusión de que su vida cambie cuando es invitada a participar en su concurso de cabecera y comienza a obsesionarse con adelgazar para entrar en su vestido rojo de estrella. Y resulta también imposible no acordarse de McLuhan y de su célebre frase “el medio es el mensaje”. No seamos ingenuos: es televisión y es audiencia.
Después está el tema del jurado, una muestra fantástica que nos hace aún más fácil comprender de qué va esto. Una ex Operación Triunfo en horas altas, que hace anuncios de Cola Cao, representa a España en Eurovisión y que dignifica el propio medio al ser el claro ejemplo de que este tipo de concursos funciona (o puede funcionar); el presentador del programa de chascarrillos que llena más horas de televisión; una humorista; y un licenciado en Administración y Dirección de Empresas y publicista que escribe libros de autoayuda sobre cómo triunfar en la vida siendo molesto, un tío hecho a sí mismo, vamos. Estas cuatro personas son las responsables de juzgar actuaciones de diversas ramas artísticas de las que no tienen demasiada idea. Por esto, la reacción tan impostada que tuvo Risto Mejide resulta un tanto vergonzante. Supongo que le ocurre como a Groucho Marx, que no quiere pertenecer a un club en el que le acepten a él como socio. “Tenemos el país que nos merecemos”, publicó en su página de Facebook, elevando a categoría nacional un simple programa de televisión e intentando mantener intacto su autoadjudicado prestigio profesional. Pocas veces estoy de acuerdo con este personaje televisivo, pero he de reconocer que esta vez no puedo estarlo más. Tenemos el país que merecemos y a Risto Mejide hasta en la sopa. Porque lo que nos gusta es ser jueces y sentarnos a opinar lo que está bien y está mal en los demás, dárnoslas de saber reconocer el talento de los otros y participar del espectáculo alzando o bajando el dedo pulgar para salvar o condenar a los gladiadores. Y ciscarnos en este país, lo que se está convirtiendo ya en deporte nacional, porque El Tekila gana un concurso de la tele y vivimos en un país de ignorantes. Todo esto mientras se cierran salas de cine, se vacían los teatros y los auditorios se llenan de calvas y canas. Y esta sí que es la realidad, sin distancias.