Ser algo, a menudo, implica no-ser otra cosa. Es decir, uno se pretende definir para decir aquello que no es. Al menos, esto es bastante así en la cultura occidental. Puede que esa sea, tal vez, una razón fundamental para entender el porqué uno es llamado a disimular los afectos hacia aquello no-humano. Hablo, esta vez, de mascotas. Y, en concreto, de perros.
Me haría un flaco favor a mí y, seguramente, a toda persona que me pueda leer, si hago un repaso sobre la historia de la convivencia, la domesticación, adaptación… de los perros. Pues es largamente conocida. Y quién quiera, puede recabar toneladas de información en pocos segundos. Tampoco creo que sea oportuno discutir, ahora, sobre si el perro puede querernos de una manera que ningún otro animal podría o si esto no es así. Tengo mi opinión formada sobre ello pero no es éste el momento de ensuciarse las manos. Ha habido y habrá momentos más propicios para el choque de trenes. Me limitaré a decir algo: los perros marcan un hecho diferencial en la cultura humana. Esto es incontrovertible.
Sería difícil conocer a alguien a quién no le haya cambiado la vida tener un perro como mascota. Toda persona con la que he hablado sobre ello ha manifestado una alegría inmensa, una emoción indescriptible, algo que es fácil de sentir y complejo de explicar. No obstante, pareciera haber algo de «feo» en todo ello. Parece haber un mensaje: no es «racional» amar a quién no es de tu especie. Pero, otra vez, adentrarse en ese debate sería estéril porque, antes de todo, deberíamos ponernos de acuerdo en qué entendemos por racional. Y ahora no tengo tiempo para ello. A decir verdad, haya o no algo de «feo» en esto, no se podrá evitar que cada uno sienta ese vínculo como algo íntimo. Los canes no se lo cuestionan: sienten. Y, en este caso, es de ser agradecido tratar de hacer lo que ellos hacen: sentir.
Así que, cuando faltan, cuando ya no están, se siente también. Se les echa de menos. Pero, de nuevo, hay un imperativo que lleva a disimular (o, cuanto menos, a atenuar) ese sentimiento. Nadie comprendería que uno no fuera a trabajar por su luto. Pero ese luto está ahí. Y está porque debe estar.
¿Por qué deberíamos ocultar nuestra tristeza ante su muerte, si pudimos mostrar tanta alegría gracias a ellos? Quizás, aquellos que se nieguen a comprender estas emociones no lo sepan: pero si fuimos más amables, si comprendimos mejor los problemas, si llegamos al trabajo más contentos y animados, si fuimos más generosos… sí, en definitiva, nos convertimos en mejores personas fue, queramos o no, porque estábamos influidos por nuestras mascotas. Porque su compañía, su afecto y su forma de ser nos transformó para siempre.
Nos duele que se vayan porque tenemos la sensación de que han dado mucho más de lo que han recibido. Y esto será siempre así, por mucho que hayan recibido. Así que todo duelo será pequeño en el tiempo si entendemos que, gracias a ellos (nuestros perros), nunca volveremos a ser iguales. Porque gracias a su amor, se simplificó todo. Sólo nuestra gratitud hacia ellos nos puede sanar: y afortunadamente, hay mucho por lo que estar agradecido.
Nunca podremos olvidar tu negro azabache y, por encima de todo, tu cariño sanador.