En Las auras frías (Anagrama, 1991) Jose Luis Brea suavizaba el diagnóstico de Walter Benjamin sobre el efecto de la reproductibilidad técnica en la obra de arte. La tesis que abre el libro sostenía que el aura, contrariamente a la desaparición diagnosticada por Benjamin, seguía flotando «vaporosamente en torno a la obra» aunque su constitución era la de un halo frío cuya electricidad actuaba precisamente como el nuevo origen de todos los flujos simbólicos que van desde el objeto hasta su ámbito representativo. La implicación más importante de este nuevo régimen mediático de reproducción, continuaba el autor, era la estetización difusa pero patente de todos los ámbitos reales y virtuales de la existencia. Hoy en día, veintiséis años después del texto de Brea y con ejemplos como la posibilidad de mostrar contenido efímero de las redes sociales, parece evidente que esta colonización estética sigue completándose y que uno de sus espacios principales es el escenario digital.

La música digital, entendida como aquella cuya recepción está mediada por un dispositivo o elemento digital, está especialmente sujeta, por su propia existencia desde la reproductibilidad técnica, a la circulación y los efectos de estas auras frías. Uno de los procesos favorecidos por esta condición es el de la intensificación y atenuación de la presencia, tanto material como simbólica, de  músicas no siempre nuevas pero sí envueltas por nuevas categorías musicales. La presencia puede entenderse como el acto de mostrarse, hacerse presente, representada por dos tipos de recepción: oír y escuchar. Esta distinción, hecha por Barthes en Lo obvio y lo obtuso: imagénes, gestos, voces (Paidós, 1986), considera que oímos cuando nuestra atención no se orienta hacia lo percibido como ente concreto, por lo que no tratamos de descifrar sus códigos ni realizamos una reelaboración intersubjetiva explícita. La música que se oye pero no se escucha y por tanto no entra en el juego de las significaciones, es aquella musique d’ameublement de Satie que dota de ambiente sonoro un centro comercial o aeropuerto pero cuya presencia podríamos llamar negativa, es decir, material pero no simbólica.

Una de las nuevas categorías que puede entenderse mejor desde las auras frías es el vaporwave, establecido como género a partir de 2010 desde tendencias como el seapunk. Aunque musicalmente es bastante dispar y ha mutado en multitud de microgéneros, en general podemos decir que proviene de músicas con presencia negativa como el ambient, smooth jazz o new age, que samplea y repite con la aplicación de diversos procedimientos (compresión, pitch shifting, distorsión…) para, en definitiva, intensificar la presencia de una música tradicionalmente ausente de la escucha. La intención y el efecto de este hacer presente lo velado ha tendido a leerse en el vaporwave como una reapropiación subversiva de elementos del capitalismo a modo de détournement situacionista —como sugiere Grafton Tanner en Babbling Corpse (Zero Books, 2016)— aunque esta interpretación ha sido objeto de críticas tanto formales como de contenido. Al margen de este debate, interesante en sí mismo, es importante señalar que su condición digital —la circulación de las auras frías de las que hablábamos— ha sido central para su crecimiento en redes como Tumblr o Reddit y el desarrollo de su discurso visual, basado sobre todo en la cultura pop de las décadas de 1980 y 1990 a través particularmente de la animación informática de ese momento (Windows 95, videojuegos de 16 bits o la Web 1.0), en lo que podríamos considerar un acto paralelo de (re)presentación, esta vez desde lo iconográfico.

リサフランク420 / 現代のコンピュー (Lisa Frank 420 / Modern Computing) de Vektroid, uno de los temas clásicos del primer vaporwave

Otro caso paradigmático es el llamado chill hop o lofi hip hop. En lo musical no es, en ningún sentido, una novedad y puede relacionarse sin problemas con productores actuales como Freddie Joachim y Damu the Fudgemunk o el lado más amable del sonido conocido comercialmente como trip hop —sellos como Ninja Tune o Mo’Wax— hasta el punto de que hay quien lo considera un subgénero, previa eliminación de cualquier factor experimental y acentuación elemento jazzístico. Sin embargo, un cambio interesante que opera en su forma de representación es que sitúa en primer plano un elemento inicialmente secundario, el fondo musical para la melodía o el recitado rítmico de un rapero. Simultáneamente, en un juego de presencias y ausencias, a la vez que rescata este soporte como protagonista sonoro invierte su presencia ofreciéndolo como música de fondo, por lo que en los títulos de sus listas y mixes aparecen palabras como ambient, cafe, study, relax o afterhours.

Además de esto, plataformas como Youtube han posibilitado un fenómeno que añade otro tipo de presencia a la mediación de esta música, el streaming musical. Por ejemplo, el canal Lofi Hip Hop 24/7  Chill Study Beats Radio emite «en directo» ininterrumpidamente desde hace meses música encuadrada en este género a través de una lista de reproducción que suena junto a la imagen de un animeWolf Children, Summer Wars y similares— convertida en un loop infinito. Este canal suele rondar los 4.000 oyentes simultáneos, que además interactúan entre ellos a través del live chat de la aplicación. La gente escribe acerca de lo que hace mientras suena la música. Hablan de lo que estudian, comen o pintan —un examen de arquitectura, la mejor pizza de San Francisco, una mala imitación de Renoir— con alguna mención a la música, que se oye más que se escucha. A la presencia de la música se suma por tanto la de las personas que forman, en cierto modo, la sociedad de emisores con la que Barthes fantaseaba en su autobiografía Roland Barthes por Roland Barthes (Paidós, 2004).

La emisión en directo de Lofi Hip Hop 24/7  Chill Study Beats Radio

Los cambios que la reproductibilidad técnica introduce sobre la música y sus prácticas sociales van, en definitiva, mucho más allá de una pérdida o metamorfosis en su aura. Las auras frías, en términos de Brea, determinan flujos simbólicos cada vez más complejos desde y hacia el medio digital como régimen de representación. Puede que a la música digital se le haya incorporado un valor diferente tanto al ritual como al exhibitivo, un valor que podríamos llamar congregativo y que genera presencias y comunidades virtuales. El hecho de que la presencia y la interacción con otros pueda ser tan importante como la de la música misma nos obliga a recordar que, a pesar de visiones apocalípticas y simplistas sobre una red anónima o líquida, como sugirió Eloy Fernández Porta en Homo sampler (Anagrama, 2008) la red también es capaz de consolidar cosas etéreas tales como amistades, vínculos o deseos a la vez que las articula en estructuras sólidas a pesar de su condición digital.

 

* Sobre las relaciones entre sujeto y dimensión mediática es interesante leer el texto de Ernesto Castro contenido en Redacciones (Caslon, 2011), de donde he tomado las referencias a Barthes y Fernández Porta.