Chéjov puede resultar un autor sumamente aburrido y tedioso si, como a veces ocurre, la tarea dramatúrgica de la puesta en escena pretende elaborar un espectáculo naturalista de corte convencional, pretendiendo levantar un montaje de uno de los dramaturgos que supuso un giro irreversible para el teatro contemporáneo. En el teatro chejoviano ya no hay lugar para las tramas clásicas divididas en tres actos, con una unidad temporal aristotélica, sino que el espectador y/o lector se enfrenta a una falsa simplicidad poblada por voces cuyas motivaciones devienen opacas, sin personajes estereotipados que sean fácilmente captables. En otras palabras, las obras chejovianas, mucho más cómicas – no sin ciertos amargos sinsabores – de lo que comúnmente se cree, el individuo se ha desplomado ante su incapacidad de estar a la altura de sus propias circunstancias.
Partiendo de esta aclaración, el ecléctico montaje hilvanado por Àlex Rigola, quien realizó una espléndida labor como renovador artístico del Teatre Lliure del 2003 al 2011, nos mete de lleno en la tesitura chejoviana. De hecho, es de agradecer volver a presenciar el músculo teatral de Rigola tras sus erráticas puestas en escena de tragedias shakespearianas, sumamente hostiles para un creador cuyo leitmotiv reside en el espacio escénico, la distribución espacial, la hibridez artística y la concepción de cada montaje como espectáculo innovador. En este sentido, para quien nunca haya presenciado la puesta en escena de una pieza del maestro Anton Chéjov, este montaje es una delicia. Ubicando a los espectadores en dos gradas para poder presenciar la desidia de unos personajes que han adoptado el nombre de los actores, zambulléndonos de lleno en las vidas de seres incapaces de asumir sus responsabilidades tras el disfraz del narcisismo de la culpa. En este ámbito, el trabajo actoral de Joan Carreras, actor fetiche de Àlex Rigola, es espléndido. Meláncolico y apático, es incapaz de asumir la verdad – tema chejoviano por excelencia – que le suelta en su lenta y penosa agonía la actriz Sara Espígul: ha preferido dejarse arrastrar por los ideales de la codicia y la acumulación de riquezas a enfrentarse al reto de preguntarse qué desea realmente.
Los espectadores se hallarán con un trabajo exquisito del espacio escénico, cohabitando en él durante poco menos de hora y media música en vivo, grabación audiovisual y la recreación de la vida como un ir y venir apático, con entes espectrales que se pasean ante los espectadores fingiendo ser honestos, cuando, en realidad, su vida psíquica está plagada de boicots, chantajes y otras «maravillas» humanas. Para resaltarlo, el trabajo dramatúrgico es sobresaliente, modulando el texto para mostrar que Chéjov es hoy rabiosamente actual para aquellos que se llenan las palabras de buenas intenciones y autocomplacencias, incapaces de ver más allá de su ombligo.
No obstante,alguna pega sí que hay. Una que se repite en todos los montajes de Rigola: una exigua e irregular dirección actoral. Joan Carreras, actor descomunalmente preparado, es capaz de afrontar el reto de ponerse en las manos de un director poco interesado en trabajar matices interpretativos, lo cual se observa en la atmósfera desangelada que caracteriza el trabajo del resto de actores, a excepción de momentos en estado de gracia de Espígul y Pep Cruz. El resto intenta sobreponerse como puede, aunque con poca fortuna.
Resumiendo: no se pierdan una de las mejores puestas en escena de una pieza de Chévoj de los últimos años, para celebrar el retorno de un creador contemporáneo imprescindible, a pesar de que trabajar con los actores no sea su fuerte.