Como cada año desde 1880, el pasado día 14 de julio se llevó a cabo en Francia la celebración de su Día Nacional. A pesar de que popularmente se lo conoce como el Día de la Bastilla por coincidir en fecha con el inicio de la Revolución de 1789, lo que ese día se conmemora es la celebración que el año siguiente se realizó en París con el nombre Fiesta de la Federación. Este tipo de eventos no se caracteriza, precisamente, por la innovación y suele reducirse a un desfile de las Fuerzas Armadas por las avenidas emblemáticas de las distintas capitales de los países en los que tales conmemoraciones siguen celebrándose, como un reducto irreductible del pensamiento decimonónico que aún hoy impera en la vieja Europa. Sin embargo, este año las celebraciones del Día Nacional han tenido en París dos importantes focos de atención personificados en los protagonistas que ocupaban el palco institucional: por un lado, el recién estrenado Presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, y, por otro, el también novato en su puesto de Presidente de los EEUU, Donald Trump. La visita de este segundo polémico personaje estaba justificada por la conmemoración del centenario de la intervención de EEUU en la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, hubo una pequeña anécdota en el cierre del desfile que ha eclipsado, en parte, semejante pompa y circunstancia, y ha captado gran parte de la atención mediática. Atención que quizá habría sido más interesante enfocar a un análisis serio sobre el buen rollo que estos dos dirigentes han querido visibilizar puede que hasta de manera un tanto exagerada -basta con leer el tuit que Macron le dedicó a su amigo Trump-. Algunos ya habréis alcanzado a adivinar que la pequeña anécdota no es otra que la escenificación musical y coreográfica que la banda del ejército realizó sobre un popurrí de temas del grupo discotequero francés Daft Punk. La decisión de incluir esta innovación en el tradicional desfile militar ha sido aplaudida por la mayor parte de la opinión pública y se ha entendido como un pequeño triunfo del sonriente Macron frente a un desconcertado Trump. Sería conveniente, no obstante, dejar de mirar el dedo y enfocar la mirada en la luna.
Lo primero que hay que analizar es el mensaje que se quiere enviar con esta canción en cuestión. Soy muy dada a pensar que en asuntos políticos no hay detalle azaroso, y, por tanto, no creo que la decisión de tocar la música de Daft Punk -y no otra- pueda considerarse tal. ¿Qué tiene esta música que no tienen otras y la opinión pública acepta de tan buen grado en un desfile nacional militar? Pues que es, precisamente, una música sin importantes implicaciones políticas. Las letras de Daft Punk hablan, repetitivamente, de pasarlo bien, de bailar toda la noche y de ligar, y sus recursos musicales son igualmente simples. Nos encontramos así ante una decisión que difícilmente se puede rechazar porque no dice nada. El mensaje de Macron es, por tanto, vacuo y banal, y podría querer decir que con él se inaugura una nueva política despreocupada y superficial. No sé yo si son éstas las mejores características para una política en los tiempos que corren. Macron parece querer retratarse también como un líder moderno, fresco y atrevido, que es capaz de saltarse el protocolo, que se divierte y que quiere que nos divirtamos. En este sentido, la música de Daft Punk funciona exactamente igual que un vals en el siglo XIX, es decir, como una música de puro entretenimiento de las clases acomodadas, una especie de Marcha Radetzky del siglo XXI, en la que las instituciones tradicionales se permiten el lujo de soltarse la melena y aplaudir más o menos acompasadamente al son de la música y mostrarse así más humanos y en contacto con la sociedad en la que viven. Una estrategia de marketing que, hasta ahora, parece haberle funcionado al líder francés.
Nos encontraríamos, pues, ante un simple guiño que hay quienes han querido ver como un acto heroico, como una demostración de la resistencia francesa frente al líder estadounidense. Nada más lejos. Pretender “americanizarse” en estas cuestiones de atrezzo apolítico y venderlo como un intento de modernización pone, más bien, en evidencia lo perdidos que andamos. Una no puede evitar acordarse de ese “Americanos, os recibimos con alegría” de la película Bienvenido Mr. Marshall de Berlanga al ver bailar torpemente a los músicos de la banda militar francesa como cheerleaders, y empatizar con el rostro desconcertado de Trump mientras su indomable flequillo se deja llevar por la emoción del momento. Se trata, sin duda, de una escena fascinante, pero más por lo esperpéntico que por lo épico. También sería fascinante ver sonreír a Rajoy un 12 de octubre al son de la Macarena de Los del Río, aunque, en este caso, poco tendría de irreverente.
La música en este tipo de eventos no tiene un papel meramente ornamental y quedarse en esa lectura supone siempre una simplificación de sus implicaciones. La de Daft Punk puede que no sea una música especialmente política, pero, precisamente por ello, el hecho de que haya sido elegida para un evento de estas características es lo que la convierte en un hecho político. Entender la música house como algo irreverente y moderno es un grandísimo error y una muestra de que las viejas fórmulas funcionan aún muy bien. Así, lo único que se consigue es que la política quede alumbrada por una bola de luces de discoteca y se convierta en una política de filtros en la que la modificación de las formas se venda como un cambio de fondo. Un desfile militar en la celebración de la Fiesta Nacional es lo que es. Pretender modernizarlo a base de la inclusión de música pop es la mejor prueba de no querer modernizar nada. El 14 de julio de 1789 se tomó la Bastilla, pero dudo que se hiciera al ritmo de Daft Punk.