El Premio Nobel de Física 2017 no ha sido ninguna sorpresa. Desde que la colaboración LIGO (Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory) anunció el 11 de febrero de 2016 la detección por primera vez de ondas gravitacionales, estaba cantado que el hallazgo se llevaría el ansiado galardón. Solo faltaba saber cuándo.

Pero empecemos por el principio. La existencia de las ondas gravitacionales es una consecuencia de la teoría general de la relatividad formulada por Einstein en 1916. Según esta teoría, la interacción gravitatoria se puede describir matemáticamente mediante variaciones en la curvatura del espacio-tiempo. La presencia de materia (una estrella, un planeta, o qualquier objeto cotidiano) deforma el espacio-tiempo, lo que a su vez provoca que dicha materia se mueva siguiendo trayectorias definidas por esa curvatura (Fig.1). En la mayoría de situaciones (campos gravitatorios moderados y velocidades bajas) esta teoría se reduce a la más familiar ley de gravitación universal de Newton, pero cuando nos desviamos de estas condiciones la teoría de Einstein nos reserva varias sorpresas. Por ejemplo, predice que no solo la materia interacciona con el espacio tiempo, también lo hace la luz. Esta revolucionaria predicción fue espectacularmente confirmada por el experimento de Eddington en 1919, en el que se midió la desviación de la luz de las estrellas producida por el campo gravitatorio del Sol, coincidiendo plenamente con los valores predichos por la relatividad general. Otra consecuencia es que cuando la materia se acelera produce perturbaciones en la curvatura del espacio tiempo que se propagan como ondas (Fig. 2). La existencia de estas ondas no era obvia ni siquiera a nivel teórico. No fue hasta 1950 que se demostró con todo el rigor matemático que efectivamente eran una solución de las ecuaciones de la teoria de la relatividad general. A partir de entonces no había lugar a dudas: si la relatividad general era un modelo válido de la interacción gravitatoria, entonces las ondas gravitacionales debían existir. El problema era cómo detectarlas.

 

Fig. 1: La interacción gravitatoria según la relatividad general. Los cuerpos deforman el tejido del espacio-tiempo y, a su vez, esta deformación determina la trayectoria que estos siguen. El cuerpo grande podría ser una estrella, y el pequeño un planeta orbitando a su alrededor. Al principió de la animación el objeto se mueve a lo largo de las lineas que parten de la esquina superior izquierda. Sin la presencia de la estrella el planeta mantendría una trayectoria rectilínea, pero la deformación producida por la estrella hace que el planeta se desvie y «caiga» hacia ella. Nótese que el planeta también deforma el espacio a su alrededor, pero no lo suficiente como para alterar visiblemente el movimiento de la estrella. Es importante tener en cuenta que esta visualización en dos dimensiones es solo una simplificación. La deformación de las cuatro dimensiones del espacio-tiempo no se puede representar en una imagen bidimensional.

Fig. 2: Visualización simplificada del paso de una onda gravitacional. Los puntos azules representan puntos del espacio que se encuentran en reposo entre ellos. La onda gravitacional comprime/ensancha el espacio entre ellos y los acerca/aleja. Es importante remarcar que los puntos no se desplazan, simplemente cambia el tamaño del espacio que les separa. Sería parecido a imaginar un mapa en el que la escala va oscilando a medida que la onda gravitacional lo traviesa.

 

En 2016, los medios hicieron eco de la detección de las ondas gravitacionales como si se tratara de una confirmación de la teoría de la relatividad de Einstein. Esto no es tan solo irrelevante, sino que además falso. Es irrelevante porque la relatividad general es una teoría validada por múltiples experimentos. De hecho, el funcionamiento de dispositivos tan habituales como los navegadores GPS depende de la validez de los cálculos realizados con las ecuaciones de dicha teoría. Aunque las ondas gravitacionales no se hubieran detectado nunca, eso no disminuiría ni un ápice la validez de la relatividad general [footnote]De hecho, no hay ninguna teoría científica definitiva, y la relatividad general no es una excepción. Se sabe que la teoría de Einstein no es una descripción válida de la gravedad por lo menos en dos escenarios extremos: cuando el espacio-tiempo se rompe (en el centro de un agujero negro) y cuando se estudian regiones microscópicas, en las que los fenómenos cuánticos cobran importancia. Sin embargo la relatividad general es totalmente válida para cualquier otro escenario.[/footnote] . Es además falso porque tenemos evidencias indirectas de la existencia de las ondas gravitacionales desde hace mucho tiempo. Concretamente desde 1974, cuando Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor descubrieron un púlsar binario (Fig. 3) que experimentaba una perdida de energía que solo se podía explicar como resultado de la emisión de ondas gravitacionales, tal como la relatividad general predice para este tipo de sistemas estelares. Entonces, si la comunidad científica no tenía ninguna duda sobre la validez de la relatividad general ni sobre la existencia de las ondas gravitacionales, ¿por qué tanto barullo?

 

Fig. 3: El sistema binario PSR B1913+16 descubierto por Hulse y Taylor proporcionó evidencia indirecta de la existencia de ondas gravitacionales. Consiste en dos estrellas de neutrones orbitando alrededor de un centro común. Las orbitas se van contrayendo con el tiempo debido a una pérdida de energía que solo se puede explicar debido ala emisión de ondas gravitacionales.

 

El verdadero interés de ser por fin capaces de detectar directamente ondas gravitacionales es la revolución que ello supone en la forma que tenemos de explorar el universo. Hasta ahora la información que éramos capaces de recolectar del espacio exterior nos llegaba casi exclusivamente en forma de ondas electromagnéticas en todo su espectro (luz visible, ondas de radio, rayos X y rayos gamma)[footnote]Recientemente contamos también con la observación de rayos cósmicos y neutrinos que nos llegan del espacio exterior, aunque en menor medida.[/footnote].  Sin embargo la radiación electromagnética no basta para explorar todos los confines del universo, y solo nos proporciona información indirecta de sus habitantes más misteriosos: los agujeros negros, que no emiten radiación electromagnética y por lo tanto eran invisibles hasta ahora. Las ondas gravitacionales generadas por cuerpos estelares en movimiento (principalmente agujeros negros y estrellas de neutrones, por su gran masa) nos permitirán «ver» lo que pasa en regiones muy lejanas del universo, y también nos permitirán entender mejor qué pasa en el interior de un agujero negro. Precisamente la primera onda gravitacional detectada correspondía a un proceso de fusión de dos agujeros negros, tal como muestra la animación siguiente:

 

 

Todo cuerpo que orbite alrededor de un punto emitirá ondas gravitacionales, ya que todo movimiento circular es un movimiento acelerado [footnote]La aceleración es un cambio en la velocidad de un movimiento. Esto incluye tanto cambios en la rapidez, como en la dirección, como sucede en el caso de un movimiento circular.[/footnote] . En la mayoría de ocasiones estas ondas serán indetectables por su baja intensidad, pero al tener una masa enorme, dos agujeros negros orbitando alrededor de un centro común generaran ondas gravitacionales de gran energía. Esta pérdida de energía provoca una disminución progresiva del radio de la órbita, con lo que ambos agujeros negros están condenados a colisionar y fusionarse en un nuevo y más grande agujero negro. Al final del proceso el movimiento de ambos cuerpos es cada vez más rápido, y la fusión sucede en una fracción de segundo, acompañada de la emisión de enormes cantidades de radiación en forma de ondas gravitacionales. De las características de las ondas detectada en 2015 pudo deducirse que se trataba de la colisión de dos agujeros negros con una masa equivalente a 29 y 36 soles respectivamente (Fig. 4). El agujero negro final tiene la masa de 62 soles. Eso significa que en el proceso de fusión se perdió una masa equivalente a 3 veces nuestro Sol, que fue desintegrada y emitida en forma de ondas gravitacionales. Durante unas centésimas de segundo la colisión de estos agujeros fue el suceso más radiante de todo el universo.

 

Fig. 4: En amarillo la señal detectada en el LIGO, que corresponde a las oscilaciones del espacio producidas por la llegada de ondas gravitacionales. En la parte superior se muestra el proceso que generó las ondas: dos agujeros negros orbitaban alrededor de un mismo punto, aproximándose en órbitas cada vez más pequeñas y rápidas. Las últimas vueltas suceden en fracciones de segundo casi a la velocidad de la luz (primeros dos tercios de la señal). Finalmente los agujeros chocan (esta es la parte más violenta, en la que se liberó una energía equivalente a la masa de tres soles) y se funden en uno solo (las ondas emitidas muestran un descenso drástico de amplitud y cesan rápidamente). Imagen: ©Johan Jarnestad/The Royal Swedish Academy of Sciences.

 

La revolución de la astronomía de ondas gravitacionales acaba de empezar. El ejemplo anterior demuestra la increíble cantidad de información que podemos extraer de una señal de pocas décimas de segundo de duración. Pero llegar hasta aquí ha costado muchos años de esfuerzos y colaboración internacional. El artículo publicado en febrero de 2016 con el anuncio y el análisis de la primera detección de ondas gravitacionales está firmado por nada menos que 1004 científicos de 133 centros de investigación. Todos ellos forman parte de la colaboración LIGO/VIRGO, aunque solo tres de ellos se han llevado el Nobel, «por sus decisivas contribuciones al detector LIGO y a la observación de ondas gravitacionales«. Rainer Weiss y Kip S. Thorn (conocido recientemente por ser el asesor científico del film Interestellar) se han llevado la mitad y un cuarto del premio respectivamente, por su desarrollo pionero de detectores basados en interferómetros láser. Ya en 1967 Weiss logró desarrollar un instrumento con una sensibilidad sin precedentes. Pocos años después, el equipo de Thorne desarrolló prototipos similares. Ambos científicos siguieron trabajando durante décadas en la mejora del diseño de los instrumentos y en el análisis de los datos. En los años ochenta Weiss propuso la construcción de aparatos de varios kilómetros de largo, que culminó en la construcción en 1999 del observatorio LIGO. En 1994 se designó a Barry Barish como director del proyecto. Su habilidad para gestionar con éxito una colaboración internacional de tal magnitud le ha valido ser el tercer premiado este año junto a Weiss y Thorne, con una cuarta parte del premio.

 

Fig. 5: Esquema del interferómetro del interior del LIGO. Un laser envia al interferómetro un rayo de luz con una frecuencia e intensidad constantes. Al llegar al divisor de haz (beam splitter, en la figura) el rayo se divide en dos: la mitad de la luz atraviesa el divisor y sigue recta por el brazo horizontal, y la otra mitad es reflejada hacia el brazo vertical. Ambos rayos son reflejados de vuelta por un espejo situado al final de cada brazo (end mirror). Para incrementar la sensibilidad del instrumento manteniendo la «razonable» longitud de 4 km, cada brazo contiene una cavidad de Fabry-Pérot, en la que la luz se queda rebotando entre el espejo final (end mirror) y otro intermedio (input mirror, en la figura). Después de un determinado número de rebotes, la luz de los dos haces se dirige de nuevo al divisor (beam splitter), que los mezcla y los manda al detector. Allí se analiza la intensidad de luz recibida, que depende de la diferencia de camino recorrido por los haces en cada brazo.

 

La dificultad para detectar ondas gravitacionales se debe a lo ínfimas que son las perturbaciones del espacio-tiempo que nos llegan a la Tierra, después de que la enorme energía inicial de las ondas se haya esparcido en todas direcciones. La estructura del espacio se expande y comprime imperceptiblemente con el paso de las ondas. Por ejemplo, la longitud entre dos puntos separados por una distancia de 10 años luz sufre una variación comparable al grosor de un cabello humano, y eso es lo que el detector LIGO debe ser capaz de medir. Para ello se ha construido una gigante y sofisticada versión de un instrumento bien conocido por los físicos, el interferómetro de Michelson, cuyo principio de funcionamiento es muy sencillo (ver Fig. 5). Un haz de luz se divide en dos por medio de un espejo especial, y los haces resultantes se dirigen hacia espejos situados al final de sendos brazos perpendiculares. La luz reflejada de regreso es recogida por un detector que mide las interferencias entre los dos haces. Estas interferencias dependen de la diferencia entre los caminos recorridos por ambos haces: si los dos haces recorren exactamente la misma distancia no hay interferencia. Si uno de los caminos es ligeramente distinto, aparecen interferencias en forma de franjas oscuras en el haz de luz recibido. El tamaño de estas franjas permite calcular con mucha precisión la diferencia de longitud entre los caminos de cada haz. Y en esto consiste, ni más ni menos, el detector LIGO. El paso de las ondas gravitacionales altera la longitud de los brazos del interferómetro (al ser perpendiculares, uno se expande y el otro se contrae) y modifica los patrones de interferencias en el detector. Lo que pasa es que cuanto más pequeña es la diferencia de caminos que queremos detectar, mayor debe ser el interferómetro. Los brazos del LIGO tienen 4 kilómetros de longitud, y eso todavía no es suficiente. Para lograr un detector realizable económicamente el LIGO esconde un truco en sus brazos: la luz reflejada por el espejo al final del brazo no regresa directamente al detector, sino que es reflejada varias veces adelante y atrás, rebotando en un espejo intermedio. Con eso se logra que a pesar de que cada brazo mida «solo» 4 kilómetros, el recorrido de la luz sea de unos 1000 kilómetros.

 

Fig. 6: Los dos observatorios gemelos LIGO, con sus brazos de 4km en forma de L gigante. A la derecha las instalaciones de Hanford (Washington, USA) y a la izquierda las de Livingstone (Luisiana, USA). Estan separados por una distancia de 3002 km, tal como muestra el mapa central, y las ondas gravitacionales tardan 0,010 segundos en llegar de uno a otro.

 

Mientras Thorne estudiaba como distinguir la señales del ruido de fondo, Weiss trabajaba para refinar el dispositivo experimental y reducir al máximo el ruido externo. No es de extrañar que a él le toque la mitad del premio, pues es una verdadera hazaña eliminar los efectos del entorno en un instrumento de este tamaño, y en un experimento en el que la simple caída de una hoja en un bosque cercano o el paso de un coche en una carretera lejana pueden tener un efecto en el aparato mayor que el propio fenómeno a estudiar. La luz emitida por el láser debe tener una intensidad lo más estable posible, los espejos de 40 kilogramos se encuentran suspendidos mediante péndulos y dispositivos para atenuar los movimientos del terreno, los efectos cuánticos de los átomos de los espejos y del láser deben corregirse, y todo el dispositivo tiene que estar en el vacío y completamente aislado térmicamente. Después de casi cincuenta años de esfuerzo el experimento estaba listo. Pero no bastaba con un solo interferómetro: se construyeron dos observatorios gemelos, uno en Hanford y otro en Livingston, separados por 3000 kilómetros (Fig. 6). Ello permite confirmar las señales detectadas y descartar posibles falsas alarmas. A pesar de todas las precauciones, vibraciones indeseadas en el LIGO podrían producir una señal idéntica a la que correspondería a las ondas gravitacionales. Si la misma señal no se detecta en los dos observatorios en un margen de 10 milésimas de segundo (el tiempo que tardaría una onda gravitacional en recorrer la distancia entra ambos observatorios) se descarta como falsa (Fig. 7).

 

Fig. 7: La famosa señal GW150914 (Gravitational Wave, detectada el 14 del 9 de 2015) que revolucionó el mundo científico. En el panel superior izquierdo tenemos, en rojo, la señal detectada en Hanford y a su derecha, en azul, la señal detectada en Livingstone (se le ha superpuesto la señal de Hanford, en rojo, para compararlas). En los paneles inferiores tenemos la forma que debería tener la onda según las ecuaciones de la relatividad general. Las discrepancias se deben a las vibraciones indeseadas que no pueden eliminarse por completo (por ese motivo las señales de Hanford y Livingston no son exactamente iguales, ya que las vibraciones son aleatorias).

 

De momento los dos LIGO’s han detectado cuatro señales compatibles con ondas gravitacionales. Tres de ellas corresponden a colisiones entre agujeros negros. La última señal, detectada el pasado 27 de septiembre, podría corresponder a la esperada observación de la colisión entre dos estrellas de neutrones. El próximo lunes 16 de octubre está previsto que se anuncien todos los detalles. Los observatorios iniciales se están ampliando con la colaboración LIGO/VIRGO, que dispondrá de un tercer observatorio en Italia, cerca de Pisa. Cuando entre en funcionamiento, la detección de ondas gravitacionales en los tres observatorios permitirá triangular la posición de la fuente y situarla con precisión en el espacio. Es el siguiente paso en una carrera para ampliar nuestro conocimiento del cosmos, que ya cuenta con proyectos futuros para construir nuevos interferómetros en el Japón y la India, e incluso uno en el espacio, que evitaría gran parte de las vibraciones que limitan la capacidad de detección de los observatorios terrestres.