Cuando se termina la película, nadie se mueve de su asiento. La frágil música de Pascal Gaigne sigue sonando mientras por la pantalla pasan los títulos de crédito. Ninguno de los que hemos acudido al cine parece tener la intención de abandonar la sala.
Handia cuenta la historia de Miguel Joaquín Eleizegi Arteaga, que vivió entre 1818 y 1861, y su hermano Martín. Ambos nacieron en un caserío aislado en la montaña gipuzkoana, en el seno de una familia rural en la que un estómago más que alimentar sólo dejaba de ser un problema si venía acompañado por unos brazos que trabajaran duro desgranando el maíz y arando la tierra. Martín fue reclutado por el bando carlista para luchar en la guerra contra los liberales isabelinos, hecho que determina su vida psicológica y físicamente, al perder la movilidad de su brazo derecho y quedar incapacitado para el trabajo. Al volver de la guerra, Martín se encuentra con que él no es el único que ha cambiado. Su hermano pequeño Joaquín tampoco es el mismo. Durante los años que ha estado ausente, Joaquín ha crecido hasta superar los dos metros veinte de estatura. Y no dejará de hacerlo hasta el día de su muerte. A partir de entonces, pues, ante las dificultades de subsistencia en el caserío debidas a los cambios físicos de ambos hermanos, Martín, con la ayuda de un empresario de espectáculos, comienza a hacer de manager de su hermano, a quien expone por los teatros de toda Europa. Joaquín sólo mantendrá su nombre de pila dentro del núcleo familiar. El resto del mundo lo conocerá desde entonces como “el gigante de Alzo”.
Más allá de la fábula que late tras esta historia real, cuya excepcionalidad habría sido suficiente para dedicarle un largometraje, Jon Garaño y Aitor Arregi llevan a cabo con maestría una película llena de sensibilidad, emoción y delicadeza, que les sirve para ahondar en lo que hay de universal en la vida de todo ser humano. Y esa dimensión humana universal no es otra que la necesidad de adaptación de las personas al cambio y la tensión que se crea por la imposibilidad de hacerlo. El cambio no se elige. Es imparable, sucede poco a poco, sin aparente agresividad, sin que uno se dé cuenta. Pero el cambio es también un deseo que choca frontalmente con la realidad.
Las vidas de Martín (Joseba Usabiaga) y Joaquín (Eneko Sagardoy) representan esa tensión entre el Antiguo Régimen y el liberal, esa inevitabilidad del cambio histórico que cada uno vive atrapado en su propia realidad inmutable. Joaquín reza angustiado cada noche para que sus huesos dejen de crecer. “Que pare, que pare”, grita, pero su cuerpo no deja de crecer. Él sólo quiere que las cosas se queden como están, volver a Alzo, comprar el caserío con su hermano y vivir como siempre lo ha hecho, en paz. Martín, por su parte, no crece por fuera, pero sus ambiciones se hacen más y más grandes. Su cuerpo lisiado, sin embargo, refleja la imposibilidad de realizarse y de escapar de un destino que siempre le hace volver al inicio. Martín abraza el cambio, desea salir del caserío, hacer dinero a través de su hermano para irse a las Américas. Pero no puede. Día tras día, en su cama, Martín le pide a su brazo derecho que se mueva, pero no le hace caso. Una vez más la realidad se impone y los deseos no son más que voluntad irrealizable. Por mucho que Joaquín rece, no dejará de crecer. Por mucho que Martín sueñe, no dejará de ser un campesino manco que utiliza a su hermano porque él no puede trabajar. Y ambos personajes se nos presentan atrapados, evidenciando, por un lado, una tensión entre ellos y, por otro, la tensión más angustiosa, si cabe, de cada uno dentro de sí. Ambos deben adaptarse al cambio, pero ninguno es capaz de hacerlo. Uno, porque no lo desea; el otro, porque, aunque lo desee, quizá hasta demasiado, no lo logra.
Las propias imágenes de la película, con una fotografía exquisita, reflejan esta tensión: las montañas con su falso estatismo; el paisaje nevado, siempre igual y siempre distinto; el leitmotiv del lobo como figura desestabilizadora ante la que Joaquín se acobarda y que Martín abraza valiente; el caserío que aparece intermitentemente con su vida monótona y cíclica. Joaquín muere joven a causa de su enfermedad. Martín sigue vivo recordando las hazañas con su hermano, manteniendo viva la memoria y alimentando así lo que su vida pudo haber sido y no fue. Resignado como propietario del caserío familiar, sigue pidiéndole a su brazo derecho que se mueva. Los huesos de su hermano descansan en el terreno del caserío del que jamás quiso salir. Pero, cuando Martín va a enterrar en el mismo lugar a su padre, se da cuenta de que han desaparecido. No queda ni rastro de su hermano, sólo su recuerdo. “Inor ez da etengabe hazten”. Nadie crece eternamente.
Las luces de la sala se encienden y ya no queda otra que abandonarla, con la extraña sensación de no saber si se ha asistido a algo extraordinario o completamente familiar. Una vez en la calle, la lluvia sigue estando ahí. Nada parece haber cambiado. Habrá quien rece para que pare. Habrá quien implore que no pare jamás. Pero la lluvia cae ajena a nuestros deseos.