Hace unas semanas, otra ópera de Salieri fue traída de vuelta a la vida de la mano de Christophe Rousset, el coro Les Chantres du Centre de musique baroque de Versailles y Les Talens Lyriques. Les Horaces (1786), uno de los mayores fracasos de la carrera operística del compositor, tiene hoy una segunda oportunidad. Esta labor de rescate, una constante en Rousset desde hace algún tiempo, en ninguno de los casos está exenta de riesgos o de alguna dosis de expectativa no cumplida. La particularidad de éste rescate concreto va más allá de todo peligro conocido hasta ahora, o por lo menos habría que ponerse a pensar un rato para encontrar algún caso comparable en la historia del canon musical. Temerarias o no, el volver a poner sobre la mesa temas como los factores que hacen exitosa una producción, su recepción antes y ahora o la dualidad crítica-público; convierte a muchas de estas recogidas de supervivientes en generadoras de sana reflexión.
Después del éxito de Les Danaides (1784) los directores de la Ópera de París encargaron a Salieri dos dramas más, Tarare y Les Horaces. Tras finalizar otros tres encargos para la compañía de ópera buffa vienesa, Salieri decidió componer en primer lugar Les Horaces (1786) -según él, por expreso consejo de su amado Gluck-. El libreto, de Nicolas-François Guillard, está basado en la conocida Horace (1640) del dramaturgo Pierre Corneille. La trama se enmarca en una Roma naciente, donde la familia romana de los Horacios y la familia albana (Alba Longa) de los Curiacios, unidas desde siempre por lazos parentales, ven su paz perturbada por una guerra entre aquellas ciudades. Para decidir la suerte de ambas y acabar con el conflicto, son escogidos tres campeones por cada bando -entre los que casualmente están nuestros protagonistas- que deberán luchar en un combate a muerte. Este cruel destino permite mostrar, por un lado la ciega exaltación patriótica del Horacio, que acepta su cometido por amor a Roma, y por otra la visión melancólica y afligida del Curiacio, que no puede asumir ese deber funesto.
Después de su costosa victoria en el combate, el Horacio protagonista regresa a Roma y es colmado de elogios y alabanzas por todos. Sin embargo su hermana Camila, ex-prometida del ya muerto Curiacio protagonista, le reprocha iracunda el asesinato de su amado. La obra termina -agárrense a los asientos- con la muerte de Camila a manos de su propio hermano, que la acusa de falta de patriotismo. Por si no pudiera ponerse peor la cosa, el Horacio es llevado a un juicio del que sale absuelto tras una defensa del honor frente al amor. La actualidad de esta obra y su “moraleja” en la Europa actual no es pequeña, aunque más alarmante aún es pensar que nunca ha pasado de moda. La multitud de óperas con esta temática en la Francia prerrevolucionaría y su influencia en los sucesos de 1789 es también una materia casi inagotable y aún hoy en estudio. Aunque en este caso en concreto el ser humano mostrara su potencial -o total ausencia del mismo- frente a muchos de estos estímulos.
Trás las varias sesiones, el fracaso de la ópera a todos los niveles no tuvo discusión. A pesar de las fuentes contradictorias a propósito de la fecha exacta de su estreno, las pocas representaciones no contaron con aplausos. “Una ópera demasiado oscura para París” diría Beaumarchais, cuya crítica parece ser la más tibia. Tanto el libretista como el compositor sufrieron crueles comparaciones con sus trabajos anteriores -en este sentido, el gran éxito cosechado dos años antes por Les Danaides supuso también un catalizador-. Quizás lo más ilustrador del público francés de esos años sea la anécdota sobre el término Curiacios, en francés Curiaces. Tras enterarse del demoledor fracaso, el propio José II escribió a su embajador en París en estos términos:
Estoy enojado por lo que me escribiste sobre el fracaso de la ópera de Salieri. A veces puede ser demasiado cohibido buscando la expresividad musical. Pero lo que nunca hubiera pensado es que el nombre de los héroes de la obra pudiera afectar a la recepción de su composición, y que las personas se burlaran de la primera sílaba de un nombre propio que no era ni su elección ni la del poeta, sino un nombre tan bien conocido en la historia.
La similitud del comienzo de la palabra Curiaces con el término francés cul (culo) fue la sentencia de muerte definitiva. Sin embargo reducir el fracaso de la obra solo a esta anécdota no deja de ser injusto y un tanto condescendiente con nuestros antepasados. Muchas veces el humor es un escape cuando lo que vemos no nos gusta, y eso parece no tener época. Ciertamente gran parte de las críticas coetáneas son asumibles en la actualidad si escuchamos esta grabación de Rousset. A favor también resaltan muchos aspectos que casi se han obviado en muchos análisis, como el vertiginoso ritmo de la obra. Desde el primer minuto, con la poderosa obertura, hasta el final del primer acto no hay respiro. Cada acto e intermedio se siente como una densa unidad, gracias en parte a otra de las grandes virtudes de esta ópera: las innovaciones formales. Arias que terminan en tonalidades distintas, coros que irrumpen en medio de los recitativos y pasajes de transición envolventes, hacen de la narración un todo que se mueve, que avanza -si bien, esta flexibilidad entre los números es llevada a un extremo casi prewagneriano en Tarare (1787), la tercera del tríptico francés-. Momentos como el final de primer acto o el dúo Par l’amour -primo hermano del aria Soave luce di paradiso del Axur re d’Ormus (1788)- brillan con fuerza en medio de un torrente que embiste siempre hacia delante.
A la hora de indicar las carencias de la obra, no puedo por menos que citar la frase del venerado maestro de Salieri, Gluck: “nuestra ópera -la francesa- apesta a música”. La ideología defendida por el mismo Gluck, pero también por muchas otras figuras relevantes en el panorama artístico del Paris de finales de siglo, sobre la verdadera función de la música en el drama como “embellecedora de palabras”, lastra este trabajo más que a sus otros dos hermanos. Cada inflexión cromática, cada adorno, todo está reducido al mínimo en una especie de retención creativa que evita en todo momento estorbar a la historia y a sus personajes. Cualquiera que haya oído La grotta di Troffonio (1785), compuesta para el público vienés solo un año antes, lo entenderá. Esta fascinante capacidad camaleónica de Salieri para adaptar su estilo al gusto de cada plaza, si bien denota maestría, también se salda con obras tan faltas de carisma y tediosas como esta. A esta falta de sustancia melódica se le suman muchas fórmulas hechas, al más puro gusto francés, que se sienten casi como marcos a un cuadro poco estimulante. A veces demasiado enrevesadas, otras veces incluso incómodas. La mencionada falta de números cerrados en muchos casos aumenta esta sensación de corriente hacia ninguna parte, sobretodo cuando ninguna de las arias que contiene ese arroyo es en verdad atractiva a nivel vocal u orquestal. El desenlace es un sentimiento compacto de unidad y de imparable impulso, que luego no se concreta en nada que merezca la pena.
La dirección impecable de Rousset poco puede hacer. Si bien su versión de Les Danaides no acabó de mejorar las precedentes y a veces parece abusar de tempos acelerados, el director demuestra tratar con mimo extremo esta ópera. Entre los cantantes, todos realmente a la altura, resalta la Camille de Judith Van Wanroij, cuyo fraseo es pura sensibilidad. El coro Les Chantres du Centre de musique baroque de Versailles demuestra también pura precisión en cada intervención y sorprende sobretodo la firmeza y seguridad de la sección de tenores en los momentos sobreagudo. Hablar, por último, de la orquesta Les Talens Lyriques es hablar de fuego controlado. Cada uno de sus atriles demuestra una vez más su dominio con este tipo de repertorio, destacando más esta vez quizás el papel del viento metal -lo cual no deja de sorprender en una grabación en vivo-. Puede ser que Les Horaces (1786) no se mereciera una versión con este nivel de compromiso. Aunque algo es seguro, vuelve a la vida de la oscuridad y el olvido en el que quedó sepultada hace más de dos siglos. Tener la oportunidad de que no me lo cuenten, de valorar con mis propios oídos y prejuicios actuales; y sobretodo de revivir un morboso fracaso operístico -quizás el culmen en la lista de fracasos del propio Salieri-, era un privilegio al alcance de nadie, hasta ahora.