Aquellos que disfrutamos de la cocina, sabemos que no siempre el trabajar con los mejores ingredientes asegura un resultado de primer nivel. Se puede contar con ingredientes de inmejorable calidad, que, al momento de combinarse, por algún pequeño descuido, se malogre aquello que estábamos seguro derivaría en un plato más que afortunado. Por el contario, con humildes elementos, muchas veces se puede obtener platillos de esos que solo recordarlos, logran ese involuntario saliveo, que no es otra cosa, que la añoranza de ese mágico momento en que se probó aquel platillo que parecía estar destinado solo a mitigar el hambre del momento. Ah, nada está escrito en el buen y noble arte de la cocina. Tanto hay que se escapa y que no puede ser consignado en ningún recetario y que hace que ese toque final, dependa de una extraña alquimia que se transmite casi por ciencia infusa. Algo parecido nos pasa a los músicos y a los conciertos. Se puede tener una espléndida orquesta, un gran violinista solista de talla mundial interpretando un programa sobrio y lleno de gran música y, finalmente, no lograr ni por aproximación, aquello que se esperaba vivir en el concierto antes descrito. Un querido maestro, hace años me dijo que la mejor música no siempre se hace en las grandes orquestas, solo se espera que eso suceda y el pasado 19 de junio esto me quedó claro.
Como final de temporada, Ibercamera presentó el pasado 19 de junio en el Auditori de Barcelona, un programa sumamente atractivo; la Sinfónica de Viena, dirigida por el violinista griego Leonidas Kavakos interpretaron dos obras del romanticismo alemán: de F. Mendelssohn su Concierto para violín y orquesta en Mi menor, op. 64 y de J. Brahms la Sinfonía núm.1 en Do menor, op. 68. Todo parecía perfecto, la noche prometía y el público que estuvo a punto de abarrotar el Auditori así lo entendió, pues parece mentira, pero obras que han sido tantas veces programas y de las que existen tantas y tan buenas lecturas, en memorables grabaciones, continúan atrayendo a un público que sigue prefiriendo la magia de los conciertos en vivo.
Tras de un caluroso aplauso, Leonidas Kavakos hizo su aparición y en su doble condición de solista director, inició la ejecución de uno de los más célebres conciertos para violín del siglo XIX. La estatura artística de Kavakos es algo que está totalmente fuera de discusión, es seguramente, uno de los mejores violinistas vivos en la actualidad y en parte lo demostró la noche del 19 de junio, luciendo una amplísima gama de colores en el violín. Su control del arco, y la manera en que administra cada centímetro de este, para obtener un determinado color en un específico lugar es realmente impresionante. Como violinista, se me ocurren muy pocos nombres que logren tal nivel de control técnico, aunado a una musicalidad natural y siempre viva. Otra cosa es lo que logró como director, ya desde este concierto. La Orquesta Sinfónica de Viena es una agrupación con una solera y un prestigio indudables, y a mi parecer, tiraron de ella en la cita aquí reseñada, pues se concretaron a seguir en la medida de lo posible a un Kavakos que quizás en un afán de sorpresa, realizó una lectura del concierto llena de arbitrariedades, que en más de una ocasión trastocaron el verdadero sentido de la obra. Articulaciones que no se justificaban mucho, fraseos que no conducían a nada o que directamente era contrarios al sentido de la música, entre otras genialidades, se vieron envueltas en medio de una muestra de solvencia técnica que las disimuló y les dio carta de verdad, ante un público que premió una lectura que a muchos desconcertó, por su alto nivel de luces y sombras.
Con la Sinfonía de Brahms, las cosas solo se agudizaron. Kavakos es sin duda uno de los mejores violinistas del momento, pero sus dotes como director, pueden depreciar a la larga su estatura final como músico. Contando con una orquesta de primer nivel, la sinfonía sonó por momentos descuidada y llena de ocurrencias que bien a bien, no sabemos la justificación para llevarlas a efecto. Comenzando por un evidente descuido en los balances de las secciones de los vientos, que nunca terminaron de sonar compactos y en relación al resto de la orquesta y continuando con algo que algunos han llamado “la bailarina intrusa” y que es cuando el director en los conciertos, no guía ni mantiene bajo su control a la orquesta, si no que más bien, simplemente realiza algunos ocurrentes movimientos con los que decora el devenir de la música.
La velada muy celebrada por el público en general, en tanto que en términos totales aquello sonó con cordura, logrando exaltar algunos ánimos, concluyó con una propina más que conocida y que desconcierta en tanto que es la antítesis de una obra tan potente y “heroica” como lo es la sinfonía en Do menor de J. Brahms. Me refiero a la danza húngara Núm. 5 del mismo compositor alemán.
L. Kavakos agradeció sobradamente al público congregado en el Auditori por el caluroso aplauso que estos le brindaron, pero quizás, agradeció aun más a los músicos de la Sinfónica de Viena, y cuando ves a un director agradecer tan sobradamente a una agrupación orquestal, es imposible no pensar hasta qué punto su agradecimiento no proviene de saber que fueron ellos, los músicos, los que verdaderamente sacaron adelante ese concierto. Lo que antes hemos dicho, tener los mejores ingredientes, no siempre nos garantiza el mejor cocido. Seguimos.
Existe una frase en el argot del viejo rockero que dice que los experimentos se hacen «con sifón y en casa».
Y con ello te doy la razón. Ni Proust toleraría que le cambiaran los ingredientes de las magdalenas de su mamá. Cada cosa tiene su alternativa sensorial en su ubicación ad hoc.