Al socaire de los últimos simulacros de espasmo que aparentan minimizar la trombosis electoral —por limitarnos a un adjetivo— de la España actual, nadie podrá tachar de extemporánea la decisión de inaugurar la Temporada 2019/2020 del Teatro Real (a pesar, naturalmente, de la anticipación de la planificación de ésta en varios años con relación a la fecha de ejecución, como dicta la temporalidad de la programación operística) con el estreno de la versión de Módena de Don Carlo, la adaptación a cargo de Giuseppe Verdi —en esta ocasión liberada del corsé impuesto por las exigencias parisinas previas— del schilleriano Dom Karlos, Infant von Spanien. El reconocimiento y el interés por este hecho, sin embargo, no gozan de una distribución tan igualitaria como la que René Descartes presumía con respecto al «buen sentido» en el célebre inicio de su Discours de la méthode: una rápida y aleatoria mirada al patio de butacas bastará para percibir la no generalizada pero evidente impostura de maniquí, ora encarnada —hasta donde funcione la metáfora— en el ritual de la selfi, ora en el anodino scroll que recorre catálogos web de ropa alla moda incluso con el telón alzado.
Frenesí y curiosidad se contraponen, por tanto, a la abulia de quienes dos horas después, en el ansiado intermedio, comprobarán espantados que el auto de fe no sólo tiene lugar sobre el escenario: Don Carlo representa un estandarte de la denominada grand opéra, y a su duración debe añadirse la espesura de una trama que avanza con densidad directamente proporcional al carácter proceloso del conflicto interior de los protagonistas. Un dilema que, por lo demás, es tan antiguo como L’incoronazione di Poppea de Monteverdi: la contradicción entre pasión y poder, entre amor y deber; el mismo enfrentamiento que constituye el núcleo dramático de Idomeneo de Mozart, Oedipus Rex de Stravinsky, o de Aida y Simon Boccanegra, si nos ceñimos al propio corpus verdiano.
Dolor ante el desgarro existencial de ambas pulsiones, no obstante, es un término inadecuado si con él se pretende cubrir lo que expresan un correcto pero mejorable (especialmente en lo referido al pathos de su timbre) Marcelo Puente (Don Carlo) o, más notoriamente, Maria Agresta (Elisabetta de Valois) en no pocas de sus intervenciones: dinámicas por debajo de los requerimientos del texto (un déficit que, por otra parte, se acusa más que en ningún otro rol en el paje Tebaldo de Natalia Labourdette, inaudible durante numerosos momentos), énfasis ausentes y una presencia escénica perceptiblemente atenuada cuando la acción no se desarrolla ni en dúo ni en solitario. Ello también responde, huelga decir, a la evolución del lenguaje musical de Verdi, que en esta partitura aboga por frases más cercanas a la armonía y melodía de autores como Schumann que al estrépito percutivo, metálico y efectista de títulos anteriores. Pero, fundamentalmente, las limitaciones (eventualmente superadas) que se interponen entre ambos personajes y la Einfühlung del público obedecen a la posición equívoca de los primeros dentro de la narración como tal: su devenir parece demasiado sujeto al móvil de lo que han de ilustrar, y en esa medida la dramaturgia central que se les presupone ve mermada su potencia, invirtiendo los papeles y depositando el mayor interés en las figuras de Rodrigo (Luca Salsi, lo más acertado de todo el elenco), Filippo II (un inmenso Dmitry Belosselskiy) y el Gran Inquisidor (Mika Kares, voz sobresaliente y no menor capacidad actoral).
Anverso y reverso de las tensiones entre la Corona, la Iglesia y el pueblo de Flandes encuentran, en cambio, una lograda sinopsis en la dimensión escenográfica al cuidado de David McVicar. La estructura transformable que enmarca cada uno de los cinco actos tiene la virtud de acentuar los elementos dominatrices que monarca e inquisidor comparten, más allá de sus particulares enfoques y ambiciones. Así, transitamos de Fontainebleau al claustro del monasterio de Yuste, los jardines de la reina en Madrid, una plaza frente a la basílica de Nuestra Señora de Atocha, los aposentos de Filippo o la cárcel en la que Rodrigo arriesga y da su vida por la de Don Carlo únicamente a través de modificaciones mínimas, como la elevación o el ocultamiento de columnas y promontorios, que no requieren ni propician, en cualquier caso, la interrupción o la desconexión con el desenvolvimiento de la historia (algo sin duda encomiable, que la sencillez y eficacia de Robert Jones no ha de impedirnos reconocer). Es evidente que todas las dramatis personae son prisioneras (aquello que coarta sus correspondientes libertades se manifiesta mediante las alteraciones del espacio), pero McVicar no se contenta con señalar este hecho, sino que invita al espectador a descubrir tras las variaciones de superficie un substrato común (¿el fundamento místico de la autoridad postulado por Jacques Derrida?). En este sentido, la simetría entre los cuadros vinculables a la fuerza regia y aquellos que remiten al dominio eclesiástico casi siempre es perfecta, por eso el recurso de la enorme cruz en llamas con la que cae el telón antes del receso se antoja un desmán conceptualmente más excéntrico que sorpresivo, enturbiando ligeramente una dirección de escena pulcra e inteligente.
Cimientos igualmente basales resultan en esta producción la iluminación de Joachim Klein y los excelsos figurines de Briggite Reiffenstuel, que demarcan respectivamente y con certera agudeza la transformación psicológica y la matriz jerárquica del reparto completo. En último lugar, pero intencionadamente, dado que son orquesta y coro el apartado que encabeza e insufla vida a todo lo precedente, hay que aplaudir la elección de Luisotti como batuta para la apertura de este nuevo curso. Una colocación próxima al proscenio permitirá contemplar cómo aquel conduce de manera elegantemente plácida, con gesto preciso pero amable, y una sonrisa permanente. La seguridad y el empaste que emanan desde el foso se advierten asimismo en la atención que el italiano dispensa a solistas y coro (convenientemente preparado por Máspero, y que inicia la presente temporada con un nivel a la altura del final de la pasada), marcando entradas infatigablemente, guiando la dicción y el fraseo sin fricciones y obteniendo, en definitiva, un resultado extraordinario que no hace distingos entre cantantes e instrumentistas.
Llora, así pues, Elisabetta el rapto del infante a manos de un espectral Carlos V, pero la conclusión de este Don Carlo ofrece, sobre todo, motivos para la alegría.