Parece que nunca hemos visto hacia el futuro con tanta angustia e incertidumbre como el día de hoy. El nuevo museo berlinés Futurium, que tiene como tema ese complejo tan lleno y tan vacío del futuro, parece que lo ve sorpresivamente todo muy claro. La exposición está acompañada por una sonrisa constante, un optimismo ingenuo que no logra esconder su trasfondo ideológico. Para decirlo de una buena vez, el Futurium es una de las expresiones más espectaculares y explícitas del green washing alemán, es el espectáculo político de cómo la incertidumbre y el desasosiego actuales encuentran su paliativo en su comercialización, en su consumo.
El futuro, con su pintarrajeada oscura cara, se muestra como consumible, espectacularmente consumible: una exposición abierta sin paredes, columpios gigantes, estructuras en madera de grandes proporciones, robots de distintas formas y tamaños, simulaciones de visitas médicas del futuro, un brazalete como acompañante en el que se puede guardar la información para llevársela a la casa, encuestas que se manejan con la sola mano en el aire y sin pantalla, y muchas otras atracciones que parecen expresar lo que el filósofo Robert Pfaller en Erwachsenensprache llama la infantilización contemporánea de los adultos. Los adultos consumen, disfrutan de una idea de futuro maquillada de atenuada apocalipsis, para cuidar sus nervios, sus infantiles cabezas.
El museo sobre el futuro berlinés es gratis, como deberían serlo todos los museos, solamente que en este caso la democratización de la “cultura” tiene una doble función: pensándolo de otra forma, lo único que consumimos hoy en día de forma gratuita es la propaganda y la publicidad, y si no lo pagamos al ser precisamente consumidores de la misma publicidad (como en Facebook, Twitter, etc.). El cobro de las entradas a un museo garantiza, en nuestro contexto capitalista, de cierta forma su independencia de las políticas y negocios del estado. El hecho de que este museo sea gratuito, es decir que sea subvencionado en su totalidad por el estado, ya introduce una cierta desconfianza al pensarlo dos veces, tomando en cuenta que se trata de un tema de evidente importancia política (¿no es pues el futuro el tema principal de toda teoría política, de toda teoría de la justicia?). Esta desconfianza se ve corroborada al comienzo de la exposición en un segundo plano de un edificio magnífico de metal y vidrio, una fantasía hípster anacrónica del futurismo de los años 60. A la entrada, y a manera de contextualización, el vistante se ve arrinconado hacia el presente con datos socioeconómicos que contextualizan la entrada al “futuro”. Uno de estos datos asegura que el estado alemán ha podido abastecerse desde comienzos de año (no dice cuál tampoco) íntegramente de energías renovables y naturales. Por medio de la evasión de información pareciera que Alemania desde el primero de enero de este año solo se estuviera abasteciendo de energías renovables – sin embargo, buscando un poco en internet, fueron realmente solo unas horas, un solo día, el feriado primero de enero.
Es evidente que en uno de los países más industrializados del planeta, en uno de los centros del problema del calentamiento global, en una potencia en la industria automotriz el hecho de presentarse como héroes en un momento en el que el point of no return ya ha sido dejado atrás, pareciera ser una evidente evasión de culpa y responsabilidad política ante la catástrofe. El museo presenta varios descubrimientos científicos –claramente todos hechos en Alemania y subvencionados por industrias alemanas – que parecen ofrecer el paliativo que las personas necesitan a la pregunta: ¿podremos seguir consumiendo igual (que para muchos es «vivir igual») sin destruir al planeta? Se trata de la exposición de soluciones acrobáticas de la invención de materiales nanotecnológicos, carne in vitro, etc., que parecen desplazar la pregunta fundamental y política de cómo cambiar nuestros hábitos, sí, de cómo cambiar nuestra vida, de cómo cambiar nuestro consumismo, de cómo salir de la máquina al parecer devoradora de todo y sin alternativa llamada capitalismo. Las preguntas políticas y filosóficas que están inevitablemente implícitas en el problema que trata de evaluar el Futurium no aparecen por ningún lado. Es el sueño tecnócrata y positivista alemán, uno que se imagina el futuro como proyección de la producción en el que la vida parece solamente ser eso que los visitantes ven por todos lados: robótica y por ende ausente.
El museo hace la pregunta a manera de slogan: ¿cómo queremos vivir? («Wie wollen wir leben?») y su respuesta es desoladora y al mismo tiempo la más alemana de todas: «queremos vivir alemanamente» parece decir el museo. Por esto mismo es que el Futurium puede ser visto también como el más alemán de los museos en Berlín, sumándosele al Technisches Museum. Si hay algo que ha constituido la cultura y la identidad federal alemana ha sido su positivismo cientifico-indistrial que ahora viene a construir también los propios imaginarios del futuro. El Deutsches Museum en Múnich, al llevar el adjetivo de “deutsch” (alemán) y al tratarse de un museo sobre la historia de la industria y la tecnología, parece corroborar lo que digo: no hay nada más alemán que la excesiva industrialización (su paisaje por excelencia son las chimeneas de la Región del Ruhr). Ahora bien, hay algo más que persigue la política alemana a toda costa y es evitar la pesadilla de la mala consciencia (sus políticas internacionales frente al ultraje israelí contra los palestinos es otro ejemplo) que sigue cargando desde la segunda guerra: el Futurium trata de asumir la tarea de lidiar con la mala consciencia de una responsabilidad ineludible con el futuro que carga Alemania al ser potencia industrial. La solución es presentar un fantasma ideológico de un planeta deshumanizado, robótico, industrial completamente: una sola Región del Ruhr.