Hacía semanas que quería escribir este texto. De hecho, mi plan inicial era tenerlo listo antes de que, ya hace casi más de un mes, Antonio cumpliera los 90. Ahora, como era de esperar, los muros de muchos de mis colegas se han llenado de artículos, columnas o podcasts en su homenaje, pero eso no me desanima.
En realidad, lo que ha provocado que por fin desenfunde el ordenador ha sido una coincidencia topológica. Mientras escribo estas líneas estoy sentado en un AVE de vuelta de Zaragoza (atestado) recorriendo por primera vez exactamente el mismo camino que hace 6 años cerraba una etapa que comenzó hace 10. Mis estudios de Grado Superior. Si soy completamente honesto, no recuerdo ningún momento en el que me cuestionara el porqué de encontrarme viviendo allí, el porqué de estudiar en el Conservatorio Superior de Aragón, ni siquiera en los peores momentos en los que simultanear los grados de Composición y Oboe me puso al límite de mis fuerzas. Esos 4 años fueron, como quien dice, una flecha hacia delante. Estaba feliz por lo que el centro y la ciudad me ofrecían pero también es cierto que tampoco tenía tiempo para cuestionármelo.
Estaba reservado a este trayecto, tras obligarme a mí mismo a pasar por secretaría y recoger esos dos títulos, que ya estarían en la morgue de los papeles, el acordarme de algo que llevaba desde entonces dormido: el miedo que sentí entonces, cuando me monté en ese tren cargado de maletas. Tras el subidón de los recitales finales el porqué era pasado. Ahora no tenía ni idea del para qué. Tenía la sensación de que podía orquestar el sonido de un matasuegras, el motor de un Ferrari o unos señores tomando chatos en un bar para orquesta a 3 sin ningún problema, pero me resultaba imposible posicionarme frente a ese conocimiento.
El estrés y la falta de tiempo habían dejado solo una carta sobre la tapete para el siguiente año: la beca de la Fundación Antonio Gala en Córdoba, la cual había descubierto a través del compositor Raf Mur Ros (V Promoción), quien había residido allí justo antes de mudarse a Zaragoza. Tuve la suerte de ser elegido y de las primeras semanas recuerdo la constatación de dos hechos:
1- Ninguna de mis compañeras, a excepción de mi colega compositor, Javier Perez Albaladejo, había asistido jamás a un concierto de música clásica contemporánea o música que pudiera ser comúnmente considerada como «experimental».
2- El número de proyectos presentados por la especialidad de música había sido completamente marginal en relación a las demás disciplinas.
La primera de ellas me dejó bastante extrañado, con una ingenuidad que ahora percibo de manual. ¿Cómo era posible que en el transcurso de los últimos meses, y a pesar de los agobios, yo hubiera acudido a varias exposiciones en galerías y museos de arte contemporáneo, al cine o hubiera leído poesía, novela y ensayo de autores vivos y que mis compañeras no se hubieran siquiera planteado ir a un concierto de la música que nosotros hacíamos? Entre las conclusiones que comencé a esgrimir entonces se encontraba una que algunos de ellas expresaron como una falta de interpelación. Sentían que, sin haber conocido en profundidad lo que verían en esta clase de conciertos/sesiones, hacerlo nunca estuvo en su lista de prioridades. Algo que bien podía asimilarse al atractivo que, dado el exiguo número de solicitudes, tenía una beca para jóvenes creadores como la que la Fundación ofrecía (aquí puede consultarse la convocatoria). ¿Qué había en común entre ambas afirmaciones? La carencia de proyectos musicales no había sido una excepción ese año, sino que era la norma convocatoria tras convocatoria.
Independientemente del debate que podría surgir en torno a la primera constatación, el motivo de este artículo se dirige más a llamar la atención sobre la segunda. En primer lugar, la Fundación no era entonces, ni sigue siendo hoy, demasiado conocida entre las jóvenes creadoras e intérpretes musicales, al menos no tanto como entre la gran mayoría de las estudiantes y profesionales del campo de la literatura o las artes visuales. Las distancias se vuelven más pronunciadas entre las colegas compositoras que han nacido fuera de las fronteras españolas, lo cual he podido constatar tras múltiples conversaciones con numerosas de ellas, fundamentalmente, provenientes de Latinoamérica. Al ser menor el número de músicos entre sus promociones, también lo es el de referentes.
La segunda orbita en torno a la idea de interrupción. El concepto de una residencia artística para jóvenes creadoras, que en su mayoría se encuentran en un momento temprano de su carrera, provoca fricciones con nuestras lógicas tardocapitalistas. El aceleracionismo presente en todos los mecanismos reguladores de la vida está, y no de forma menor, también operativo en el curso de lasenseñanzas regladas. Si pensamos en el itinerario académico musical más largo posible, una estudiante de composición podría permanecer 19 años matriculada sin pausa, desde el nivel de enseñanzas elementales hasta el último año de uno de los emergentes D.Mus que se imparten en cada vez más universidades y conservatorios de la geografía europea. Es sabido que en una autopista es más probable que la media de velocidad de todos los vehículos tienda a ascender, siempre y cuando la tipología de los vehículos se mantenga homogénea. Por tanto, el mero hecho de completar las etapas lo más rápido posible siempre tenderá a inclinar la balanza. Es por ello que las becas de la Fundación Antonio Gala han ido adquiriendo, desde su primera edición en 2002 y de la mano de severas transformaciones sociales, la cualidad de la resistencia.
Lo que diferencia estas becas de la gran mayoría es la no-imposición de un desenlace certero tanto en materia de plazos como de resultados, lo cual las hace converger, por definición, con la esencia de un proceso creativo autogenerativo. La Fundación se distancia de otras instituciones, igualmente benignas, que ofrecen a artistas las condiciones idóneas para completar un proyecto concreto cuyos objetivos ya están fijados desde el inicio. La duración de un curso no se plantea como objetivo la compleción de un temario, sino más bien la asimilación de una manera de operaren la que la (auto)crítica y la contaminación entre diversas perspectivas creativas sea constante. Parafraseando a Jacques Rancière, actúa como un generador de indisciplina dentro de las disciplinas artísticas. Y lo hace creando un espacio, pero sobre todo, (des)activando un tiempo que, fuera del mismo, se regiría por unas reglas completamente diferentes. En realidad, la Fundación invita a sus residentes a perder un tiempo que no tendrían fuera con la finalidad de que «se intoxiquen», por seguir con la parábola de Alcóholicos Anónimos que el poeta Dimas Prychyslyy urdió hace tiempo en una de sus entrevistas.
Se hace urgente, en mi opinión, situar de una vez estas becas en el imaginario de las jóvenes creadoras musicales. Es imprescindible que, como paso previo para desarrollar artefactos artísticos operativos en la sociedad, la política, la responsabilidad para con los materiales, la vertebración de un discurso sólido y las referencias heterodoxas calen en la forma de pensar la creación por parte de las nuevas generaciones. Solo así podrán permear y transformar los, en su mayoría, conservadores circuitos de la clásica contemporánea en nuestro país, influir en aquellos que les son excéntricos y, finalmente, generar otros nuevos. El camino opuesto es el ostracismo.
En un reciente homenaje que el programa Miramondo Multiplo, de Radio Clásica, preparó a Antonio y en el que intervinimos cinco ex-residentes de la especialidad de música, mencioné que el secreto del porqué el convento es tan especial no se sitúa tanto en los estudios como en el patio central. Sin señal wifi y apenas cobertura, es un lugar en el que la conversación se impone. Una complicidad necesaria para afrontar la crítica que se ejerce en las sesiones de «fecundación cruzada». El compromiso con el trabajo de las demás, como la amistad, es sinónimo de filiación que lo ampara dentro de una búsqueda común, que acepta sin concesiones que la creación artística es un debate colectivo. Un ejercicio que será kairós o no será.