Nada nos advertía del caos que azotaría al espectador. Por un lado, la arriba visible foto promocional de La Cocina nos evoca un amor complejo con una carga poética. Por el otro, los primeros minutos de la película nos conducen por los entresijos de la inmigración ilegal en Estados Unidos con en un espléndido trabajo de contención y una lograda atmósfera de thriller. A partir de aquí, Ruizpalacios se encargará de dinamitar la película y entregar al gran público lo que más le gusta: el exceso.
Estela -interpretada notablemente por la debutante Anna Díaz – es una joven mexicana de diecinueve años recién llegada a Manhattan, en busca de trabajo en un turístico restaurante. Su enchufe – o vía de acceso- es el también mexicano Pedro, el chef de cocina, a quien da vida Raúl Briones. La atención se alternará entre ellos y Julia (Rooney Mara), una camarera estadounidense. Partiendo con estos personajes, el director Alonso Ruizpalacios inicia un paulatino in crescendo de frenetismo y caos reinante en la cocina, donde carreras y gritos se suceden para dar salida a una ingente cantidad de comida. Entre medias sucede la pérdida del dinero de una de las cajas, lo que aprovecha el dueño del restaurante para iniciar una investigación orientada a atemorizar a los trabajadores.
La Cocina tiene un fuerte componente de crítica social, dado que la mayoría de los empleados se advierten atrapados: son inmigrantes que se dejan la piel durante años con horarios interminables, esperando como recompensa a su esfuerzo una prometida regularización en el país. Esto y nada impide que la película sea tambien percibida como comedia, pues abunda (todo en la película es abundante) el humor.
Decía Ruizpalacios en rueda de prensa que se inspiró en dos fuentes: en una obra de teatro de los años 50 que transporta a la actualidad y en su propia experiencia de joven trabajando en una cocina. Y uno advierte la clara influencia teatral en la película, en tanto a las coreografías (una de ellas es un soberbio, complejo y larguísimo plano secuencia) y entrada y salida de personajes se refiere. En un momento determinado, un compañero de la prensa mencionó la masculinidad tóxica, preguntando al director y al actor principal acerca del comportamiento abiertamente machista que mantienen los hombres (en especial el jefe de cocina), a través no solo del lenguaje sino también mediante la violencia física. Y otro dato que no es menor es el silencio que guardan muchas camareras cuando reciben comentarios fuera de sitio. Pero todo parece impregnado por un tono de humor. El realizador mexicano se remitió a la inexistencia del término “masculinidad tóxica” en los años 50 y a su propia experiencia laboral, aludiendo que en una cocina los códigos de conducta no existen como en el mundo exterior, sino que todo se rige por un estricto sistema de jerarquías y castas que nunca se cruza.
El otro aludido, Raúl Briones, nos ofreció una de las mejores respuestas del festival: “Mi personaje en esta película fue el gran tema para mí. Soy una persona no binaria y el rodaje llegó a mitad de mi transición. Pese a mi rostro hermoso, siempre he tenido papeles de hombres duros, fuertes, malvados, asesinos, etc. y entonces me dí cuenta de que era por la energía que proyectaba. Pedro es un hombre autodestructivo que siente que debe defenderse con violencia y se sacrifica para reconstruirse en base a unas premisas asociadas a la masculinidad: ser un líder, el que controla los fogones y tener una presencia física imponente. Cuando terminó el rodaje y llegué a casa destrozado (incluyendo un dedo roto y la espalda desecha) me preguntaba sobre el precio que pagó Pedro por “ser un hombre” y llegué a una conclusión: algo tiene que cambiar en la construcción de la masculinidad y sus premisas, de lo contrario nos convertiremos en nuestros propios enemigos.”
Entre un embarazo por aquí, otros insultos por allá y la investigación en curso sobre el dinero robado, la película se toma licencias poéticas y existencialistas, como cuando llega la hora de la pausa del trabajo. Toca hablar de los sueños y la película lo hace buscando el cielo de Nueva York, con panelados lentos sobre los inmigrantes que tratan de evocar lo trascendente y lo lírico, coronados por una perorata lacrimógena de uno de los cocineros y contra rematado con un chiste fácil. Hay un despliegue interminable de elementos del cine más comercial (incluyendo giros de guion, el abrazo del cliché y una relación de desamor) que alternan escenas supuestamente elevadas. A la pregunta de la decisión de usar el blanco y negro la respuesta del director era clara: la cocina es un mundo donde parece que el tiempo no existe. Traducido, buscaba la poética de lo atemporal y epatar al espectador.
Tras la escatología descontrolada y la supuesta Frankenstein feminista llega el caos culinario coreografiado: en su primera coproducción con Estados Unidos, Ruizpalacios da el salto hacia el camino del exceso. La Cocina aprieta teclas similares a Triangle of Sadness de Ostlund y Poor Things de Lanthimos, teclas que parecen ser sinónimo de éxito. Además del exceso, coinciden los tres en la exposición de personajes muy estereotipados hasta el límite que los acerque a una realidad cómica. La Cocina es una película destinada (y diseñada) a triunfar tanto en salas de cine como en la plataforma que apueste por ella (muy probablemente Netflix). Y de seguro a recoger premios en festivales incluyendo el de Berlín, pues Ruizpalacios salió de aquí con algún premio en sus tres obras anteriores. Con su cuarto largometraje, el director avanza a la casilla de salida de Hollywood, entregado a un cine espectáculo al igual que Ostlund y Lanthimos, quienes ganaron uno en Cannes y el otro en Venecia el premio a mejor película. De conseguir el mexicano correr la misma suerte en la Berlinale, significaría que el último bastión del llamado Big Three también cayó: el cine del exceso y el éxito programado venció finalmente a otro más audaz y desafiante, ese otro que históricamente se ha alzado con el Oso de Oro en la capital alemana.