En diciembre de 2019, Paul B. Preciado abrió una grieta en la Escuela Freudiana parisina cuando se presentó ante ella para enfrentarse a lo que él denomina la “nueva alianza necropolítica del patriarcado-colonial y las nuevas tecnologías farmacopornográficas”. Preciado se mostró de manera radical ante una comunidad psicoanalítica que lo tachaba de disfórico, que lo observaba como a un monstruo que era necesario calmar y adormecer puesto que no coincidía con lo que dicha comunidad entendía que debía ser lo normativo.
R O C Í O M O L I N A
es una monstrua.
Es una pregunta incómoda y un temblor de hombros.
Es una prodigio, algo que excede; es cosa extraordinaria.
Es la “sensualidad que nace de un cuerpo libre” -Carlos Marquerie dixit-.
Es la danza que nace de los ovarios, de la sangre y de la condición-de-ser-mujer.
Es ante-cuerpo, ante-brazos y ante-aliento. Es interpelación con una caricia puntiaguda a Los Hombres Buenos cuyos ojos saltan de sus cráneos -con Linda Stupart en la mente-.
Es un cuerpo estremecido, exultante pero también quieto, mínimo, microcelular.
Es materia lunática y torso agitado.
Es Anne Teresa De Keersmaeker, Marlene Monteiro Freitas, Claudia Castellucci y Soledad Córdoba bailando juntas un garrotín experimental.
Es ella sola.
El pasado jueves 27 de junio, en el marco del 73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada, tuvimos la magnífica oportunidad de ver y sentir bailar a Rocío Molina en Caída del cielo, un espectáculo inmenso en el que cohabitan la improvisación del impulso colectivo con una profunda, lenta y personal reflexión acerca de la múltiple diversidad que implica ser mujer hoy.
Acompañada por Óscar Lago (guit.), Kiko Peña (voz, b. eléct., compás), José Ángel Carmona (voz, compás, perc.), Pablo Martín Jones (perc. eléctr.) y una “incomprensible luz de luna oscura”, Rocío Molina desplegó un permanente diálogo consigo misma, con sus músicos y con el público, desde un eterno y -todavía hoy- perturbador silencio inicial hasta la fiesta de flores de mil colores que la llevó al mismísimo patio de butacas.
Efectivamente, Rocío bailó su nacimiento a ser mujer -vestida de blanco, pura e inmaculada-, su hallazgo de lo placentero, lo sensual y de su censurada apetencia sexual -transfigurada en implacable torera con paquete artificial- y, hacia el final de toda una experiencia catártica de casi dos horas, danzó sobre el suelo, arrastrando la propia sangre de sus ovarios, para después saltar y correr eufórica con el flamenco rock electrónico de su cuadro musical.
Lo flamenco transitó entre el código convencional y la práctica de lo sonoro experimental, lo que constituye una raíz tan robusta como ignorada; tanto como lo es la condición de género en una práctica artística esencialmente impura, naturalmente fluida y jondamente queer.
#Fotografías de prensa por Fermín Rodríguez.