Crédito de la fotografía: Javier del Real | Teatro Real
Ante todo, viví el estreno de Tejas verdes, de Jesús Torres, como una incitación para pensar sobre la desmemoria y experimentar la dimensión política de sus heridas. Desde el inicio, cantado por el coro femenino fuera de escena, la obra lanza ese llamado: “Los gritos de los condenados, / los lamentos de las víctimas, / las quejas de los oprimidos / se oyen día a día, están por todas partes. / Pero no las escuchamos, no podemos hacerlo, / si lo hiciéramos la vida sería insoportable. / Hemos aprendido a olvidar. / Lo necesitábamos. / Pensadlo”. En este sentido, la universalización del referente histórico de Tejas verdes, el centro homónimo de detención, tortura y desaparición durante la dictadura de Pinochet entre los años 1973 y 1974, no consiste en la usurpación ni el borramiento de la tragedia chilena, sino en una amplificación por resonancia que la hace audible de modo refractado. La música, entonces, encara el desafío de no incurrir en lógicas extractivas ni analgésicas, sino reelaborar aditivamente la complejidad que los materiales de partida traen consigo. En este caso, la dignidad del resultado no escamotea la de su premisa.
Considerados como parte de Tejas verdes, los versos del Cancionero y romancero de ausencias de Miguel Hernández llevan a cabo una operación formal análoga a la que la composición de Torres efectúa con respecto al libreto de Fermín Cabal: expandir líricamente la narración. Pero si lo primero (la inclusión de instantes textuales puramente poéticos) incrementa la carga emotiva del argumento, lo segundo (el tratamiento musical del olvido de las víctimas políticas) puede analizarse como una forma de extensión que trasciende el campo estético, con la transmutación de la ópera como ritual de distinción clasista en acto de rememoración colectiva, tan valiosa como insólita. Conviene no engañarse: las temporadas del Teatro Real incluyen este tipo de propuestas con la misma periodicidad, si no finalidad, que las carnestolendas. Pero en esta ocasión, además, la obra a estrenar viene acompañada, desde su propio encargo, de una nueva producción de La vida breve, de Manuel de Falla. Con independencia de las conexiones entre ambas obras (y sin desmerecer los ingenios para ensalzarlas de Rafael R. Villalobos en la dirección de escena, con aportaciones de Soledad Sevilla, ni las idiosincráticas coreografías de Estévez/Paños y Compañía, ni las innovaciones vivificantes que incorpora esta versión de la segunda partitura, en especial la intervención de María Marín como Cantaora) surgen algunas preguntas: ¿Acaso no tiene Tejas verdes entidad como para constituir un programa sin añadiduras? ¿Es que el montaje de la ópera de Torres en este tipo de salas, incluso su estreno, requiere de alquimias mercantiles para contrarrestar suspicacias y garantizar la venta de un número de entradas suficiente? ¿Y por qué no presentarla junto a su predecesora, Tránsito, con el exilio como reverso de la represión abordada en Tejas verdes?
La crudeza insoportable de episodios de tortura como los evocados en las escenas III o IV (“Nada más llegar a Tejas Verdes, / apenas me daban picana, me desmayaba / me daban convulsiones y perdía el conocimiento / Al ver que así no avanzaban hicieron otra cosa: / trajeron a mi hijo” o “Todo ese cuento de los desaparecidos son exageraciones. / Cuentan cosas inverosímiles, / que han amputado dedos y manos a los detenidos, / que les han castrado, quemado con sopletes, / espolvoreado las heridas con sosa cáustica, /que les han inyectado virus de la rabia, / bacilos del cólera, flagelos de la sífilis”) materializa lo inefable en la escucha mediante desdoblamientos orquestales y corales de texturas masivas, vocalidad diatónica y rítmica policromática, con un espectro tímbrico que abarca desde el sonido de los cinturones de cuero golpeados contra el suelo por el coro masculino en la escena I hasta cuatro sets de percusión distintos: bombo, bongos, conga, tom, vibráfono, plato chino, claves, caja grave, tam-tam, temple blocks, plattenglocken, cabassa, marimba, crótalos, wood blocks, bloques de metal suspendidos, cadenas, cencerro, campana japonesa, glockenspiel, campanas, xilófono, steel drum tenor y pandereta. Sin embargo, las tensiones armónicas y la gravedad atmosférica están veteadas de filamentos instrumentales agudamente sugestivos (a destacar el solo de saxofón y las líneas de acordeón y arpa, emergiendo del tutti como claros de bosque). La dirección de Jordi Francés realza cada uno de los elementos anteriores y los subsume en una totalidad compensada donde los pasajes de mayor densidad son construidos sin sobrecargas de espesor, intensidad ni volumen, tampoco con el sacrificio de la inteligibilidad del texto. La dificultad técnica de ciertos tramos, como la urdimbre heterofónica espacializada con tecnología informática, o el valor de los protagonismos orquestales de la introducción y el intermedio se saldan con sonoridades justas, calibradas en sí mismas y con relación al conjunto, que hacen compatibles prolijidad y soltura.
El elenco solista de Tejas verdes está conformado íntegramente por voces femeninas. La singularidad de cada una y su permutación contrapuntística en la formalización de Torres arroja como resultado un mosaico de registros, entonaciones y matices alejado de la uniformidad y, sin embargo, unitario, que funciona como correlato musical de la multiplicidad de temporalidades y perspectivas narrativas. Su campo gravitacional es Colorina (soprano lírico-ligera, por Natalia Labourdette), cuyo destino se recorta sobre los testimonios de la Hermana (soprano lírica, por María Miró), la Delatora (soprano ligera de coloratura, por Alicia Amo), la Doctora (mezzosoprano de extenso registro, por Ana Ibarra), la Madre (mezzosoprano, por Sandra Ferrández) y la Enterradora (mezzosoprano grave, por Laura Vila). El clímax se alcanza en la escena V, con un sexteto final que culmina el tour de force y hace pensar en repertorios operísticos contemporáneos como el de Hans Abrahamsen. También aquí la música logra no menoscabar la hondura de la letra: “Por eso las campanas doblan, y doblan y doblan. / Y seguirán sonando por tantas cosas del mundo, / hasta que un día, de pronto, se detengan. / Y los hombres mirarán aterrados a su alrededor / y no hallarán pájaros, ni migas de pan, / ni tumbas, ni risas, ni luna, / ni abrazos congelados en el fondo del mar. / Y habrá llegado la hora de la verdad, / la hora en que los tiranos llorarán sangre, / avergonzados ante la magnitud de sus crímenes. / Y sus ojos buscarán los nuestros, / porque sólo nosotras podremos perdonar”.
Al confeccionar artísticamente diagnósticos de la injusticia social y la violencia política, con independencia de si corresponden a un tiempo remoto, un tiempo pasado, un tiempo presente o un tiempo indefinido, se corre el riesgo de contradecir performativamente el fin declarado y, en teoría, perseguido. No ocurre tal cosa con Tejas verdes. La ausencia es traída a la memoria y quienes sostienen su presencia disputando dolorosamente el olvido encuentran un consuelo capaz de reparar el daño infringido por la negación y el nihilismo. Un acto de amor, libre, que quiere “cavar los muertos y sembrar los vivos”.
Crédito de la fotografía: Javier del Real | Teatro Real
