Todo (es) política
Eurovisión es presumiblemente un concurso de canciones en el que todo contenido político tanto en sus letras como en sus melodías o vestuarios es condenado… o eso dicen las reglas.
Pero la sola creación del certamen en 1956 fue una operación política diseñada para crear una ficción de cooperación, como sugiere Paul Jordan (uno de los principales investigadores al respecto), entre las principales potencias de Europa Occidental, dando una imagen de estabilidad en un mundo escindido en bloques, por lo tanto encontramos aquí que se trata de una estabilidad situada, con su posterior impacto e incluso réplica en la URSS (el festival de Intervisión). Conscientes del potencial venidero de las producciones simbólicas que posteriormente devendría en la manida sociedad del espectáculo que el citadísimo Debord criticaría, el festival podría ser así una herramienta de intervención y divulgación o promoción política, por tanto de poder (véase el documental ’60 years of Eurovision’).
Ya desde el diseño, es importante recalcar la estilización de su logo, EUROVISION, en el que la V forma un corazón cuyo perímetro acoge a la bandera del país organizador (“Erovision is about peace and love”, decía el presentador danés en 2014 frente a los abucheos a Rusia), trata de suavizar la situación, y así banderas e incluso personas de territorios tan en disputa como Azerbaiyán y Armenia, o Georgia y Rusia, asiduos concursantes, llegan a convivir en un mismo espacio, en un mismo ondear, propiciando momentos que solo este festival puede recrear, como el acercamiento cariñoso entre la maestra de ceremonias, la ¿drag queen? Conchita Wurst y la concursante rusa Polina Gagarina en la Green Room de Viena 2015 mientras de fondo ondeaba la bandera rusa: imagen que en principio no podría ser retransmitida en dicha televisión (recordemos las leyes de anti propaganda homosexual). O en la rueda de prensa del israelí Nadav Guedj, ese mismo 2015, cuando un periodista libanés se le acercó rompiendo los protocolos y se fundieron en un gran abrazo mientras no cesaban los selfies de todo el equipo junto a una verdadera cópula de ambas banderas –y eso que tan solo diez años antes la televisión libanesa, en su esperado debut en el festival, intentó vetar la candidatura israelí al no retransmitirla (quería poner en el lugar de la actuación israelí un anuncio publicitario).
Pero el Festival hoy, a pesar de los esfuerzos de cada año de crear un escenario distinto, lo cierto es que no difiere mucho anualmente ya que la acogida de unas cuarenta delegaciones de cuarenta países concursando en una misma ciudad en una retransmisión global supone una estandarización de las condiciones -apunta Catherine Baker- en que estas han de concursar. El escenario se homologa y ha de tener una capacidad mínima de 15000 personas, con lo que a menudo solo grandes estadios (de fútbol o patinaje, pabellones de antiguas Expos, centros de convenciones) pueden acogerlo. Además, la ciudad ha de cumplir con unos requisitos en la zona colindante para blindar la seguridad de tantos miles de asistentes. También ha de estar bien comunicada y disponer de capacidad hotelera suficiente, no como ocurrió en la sede propuesta por el empresario millonario Noel C. Duggan, Millstreet, en 1993, un pequeño pueblo irlandés de 1500 habitantes.
Benjamin Ingrosso (Suecia) en la Green Room recibe doce puntos.
© Thomas Hanses (EUROVISION.TV)
Banderas (y banderas prohibidas)
Como venimos diciendo, llevar a embajadores de prácticamente toda Europa, parte de Eurasia y Australia a un mismo espacio con sus banderas, es problemático.
Pero en su larga historia, la imagen mítica del gran estadio con eurofans agitando sus colores es algo relativamente reciente (tal vez fuera Tallin 2002 la sede que mejor inaugurara la interferencia entre banderas y escenario). Si bien el festival comienza en 1956 como un serio ejercicio diplomático, poco a poco los cambios sociales, políticos y económicos irán remodelando el número y los países participantes, así como el sistema de votación, y por supuesto los estilos de música, acogiendo el pop, apunta Gad Yair, así como una gran variedad de propuestas en la actualidad. Desde la supresión de la orquesta en 1998 y la expansión del festival a los países que formaban parte de las recién extintas Yugoslavia y la URSS, el festival tenía que creció y los encantadores teatros tuvieron que dar paso a estas inmensas arenas, y Eurovisión por tanto comienza a verse de pie.
Será ahí, en esa incorporación en la que el frenesí de la bandera se imponga, arruinando la atmósfera intimista de muchas actuaciones, donde hayamos nuestro punto de inflexión. E incluso la bandera, aunque solo puntualmente, traspasará el público siendo la candidatura israelí del año 2000, la de los malogrados Ping Pong (aquí un documental sobre la banda), la primera en ondearla dentro de la actuación, siendo precisamente la bandera siria, en un alegato al amor más allá de las fronteras, la primera en ondearse explícitamente dentro de una actuación. Solo después, en 2009, llegaría Svetlana Loboda al escenario de Moscú con una escenografía prácticamente bélica cuya batería era custodiada por dos gigantescas banderas ucranianas.
Los Ping Pong fueron amonestados por la delegación israelí: “Se están representando a ellos mismos”, afirmó el jefe de delegación. Pero hay más casos. Recientemente, en 2016 la cantante Iveta Mukuchyan, mientras estaba en la Green Room durante la semifinal, aprovechando un primer plano de la cámara, ondeó orgullosa la bandera de la región de Nagorno Karabaj, muy similar a la de Armenia, territorio en disputa con Azerbaiyán desde la caída de la URSS. También se la penalizó. Ese mismo año se publicó una relación de banderas prohibidas entre las que figuraba la Ikurriña, que de hecho aparecía junto a la de Estado Islámico.
Tras la rectificación por parte de la organización del certamen, ese año en Suecia, este 2018 sin embargo la polémica ha sido más ambigua ya que aunque no se ha publicado el documento de banderas prohibidas, los colores del País Vasco vuelven a estar vetados.
Haciendo cola para entrar al ensayo de la gran final junto a unos amigos vascos, les prohibieron entrar con la Ikurriña, al igual que unos catalanes nos comentaron que no les dejaron llevar la Señera, provocando nuestro enfado así como el de muchos más compañeros españoles que asistieron inesperadamente a la situación. Había que dejarla en la taquilla, pero la diferencia con el año 2016 es que aún la organización portuguesa no se ha pronunciado, pese a las reclamaciones y a que algunos medios se han hecho eco de la noticia.
No olvidemos que la representante Amaia es navarra, y Alfred catalán.
Desfile de banderas de la Gran Final, rollo casa real.
© Thomas Hanses (EUROVISION.TV)