Vivimos en un mundo en el que aún hay que hacer festivales en los que su cartel sea exclusivamente femenino, a la vista de la escasa representación femenina en el resto. Vivimos en un mundo, además, en el que aquellas que denunciamos esta situación tenemos que pasar por posibles represalias profesionales o personales, o que nos llamen feminazis o que nos digan que somos unas exageradas, uans amargadas o que queremos ser nosotras las que ocupemos el lugar de los hombres con menos esfuerzo. Por eso, los festivales que pelean por mostrar el trabajo de mujeres son un campo de batalla de una guerra en la que nos han metido los que creen que no hay nada que cambiar. Desde esta lucha, un año más, llegaba el She makes noise a La Casa Encendida de Madrid, que celebró el pasado fin de semana su cuarta edición. Conjuga conciertos con talleres y cine experimental hecho por mujeres. Abrió la edición Pan Daijing, que visitaba por primera vez la capital española.
Llegó quejándose de la puntualidad española. Fue un gesto tomado por simpático entre los asistentes, quizá porque Daijing reside desde hace años en Berlín y no supo entender que la puuntualidad alemana no es la española. De pronto, en esa queja, se sumaron tantos prejuicios, por un lado y por otro, que fue políticamente dudosa la legitimidad de la supuesta broma sobre la puntualidad. Su sesión, dijo, era de 21 a 22. Si empezaba más tarde, no tocaría más allá de las 22. Es trabajo digno, de acuerdo, pero no por ello deja de ser problemático. En fin. También conectó su móvil al cargador en la mesa junto a sus sintes. Nos explicó que una vez la había llamado un amigo en plena sesión y se arrepentía de no haber incluido la llamada como material sonoro. Nos pidió que no nos cortásemos en llamar si diera la casualidad de que alguien entre los presentes tenía su número. Como se imaginarán, no sucedió que alguien la llamara. Pero me pareció un síntoma de las diferencias entre «repertorios». Mientras que en las salas de concierto de «clásica» se pide una y otra vez -en vano- que se apaguen los teléfonos, y es molesto y condenado cuando suena uno (¡yo misma lo hago, como aquí!), en este tipo de conciertos, por el contrario, se invita a que suenen los móviles. Mejor dicho, un móvil, el de ella. Es un problema de concepto: el móvil como disrupción y el móvil como material. Tal es la complejidad de la interacción entre sonidos.
Es común a otros trabajos encontrar un sonido frío, industrial de la electrónica (similar al comienzo de «Eat») junto a la delicada voz de Daijing, como «Practice of higyene» o «Plate of order» de su disco Lack (PAN, 2017). La mecanización junto al carácter más bien lírico -como un canto que viene de ninguna parte- hacía que, en lugar de añorar esa voz que podía recordar a un lamento, a un gemido o a un ronroneo, se fuese poco a poco desnaturalizando. Pese a verla allí -con una máscara que la convertía en una suerte de maniquí-, su voz dejaba de ser su voz para convertirse en sonido devorado por la electrónica. Un ritmo infantil, en la línea de su «Loving Tongue» dio paso a una fase más rítmica, más cercana a su Satin Sight (Bedouin, 2016) y el sonido ochentero, con breves incursiones en la construcción por capas del comienzo. El elemento atmosférico unida a esa rítmica que poco a poco se difuminaba en un grito, creando así un momento intermedio invasivo de gran potencia, Es una lástima que no llegase a explorarlo más, volviendo rápidamente a la propuesta inicial, pero aún desde un lugar más frágil. Su cuerpo mismo se puso en juego, explorando pequeños movimientos en un espacio reducido -el que había dejado su sonido, a veces lejano, a veces concreto e incisivo como el de cuchillos frontando metales-. Dos frase levitaban en el aire: «I was a word in a foreign language» [era una palabra en un lenguaje extranjero] y «ouch», la onomatopeya inglesa para expresión del dolor. Podría entenderse, como les gustará a los psicoanalíticos, que expresa parte de la experiencia de ser migrante, por mucho que se emigra a un sitio como Berlín. Cuando se va a una ciudad en un país donde no hablamos la lengua, siempre estamos habitando esa extrañeza frente al idioma, incluso frente al propio. Algunos citarían, además, esas declaraciones de Daijing cuando dijo que «A veces describo[la performance] como una terapia. Hay una parte de mí que tiene este grito dentro, algo que necesito comunicar pero que no sé cómo decir en un lenguaje que podamos entender en la vida diaria». Otros, quizá yo, hubiesen encontrado más interesante tomar el sonido como esa «lengua extranjera» para el propio lenguaje, que -al menos en occidente- siempre ha prescindido del propio sonido de las lenguas a favor del significado, de su espiritualización. Quizá la expresión de todo lo que contiene ese «ouch» está más cerca de lo que no puede ser nombrado con ningún término sin traicionarlo.
Rigurosamente, a las 22, terminó el concierto. Por cierto.