Que somos la generación más acomodada, con menos ganas de trabajar o la más sensible. Estos son algunos de los argumentos más recurrentes que las personas nacidas entre el 1990 y los 2000 escuchamos a diario por parte de generaciones anteriores. Ahora bien, ¿qué es aquello que los llamados boomers no acaban de entender? Si bien es cierto que no hay consenso en lo que divide a lxs millennials, de lxs zennial y gen-z, hay un factor que indudablemente nos une: la virtualidad. Por primera vez, una generación ha crecido en un entorno que no solamente es físico, sino que, con nosotrxs, se ha gestado un nuevo espacio digital. Un espacio en que nos hemos situado a pesar de la novedad y el recelo del mundo adulto, que nos ha concedido la posibilidad de desarrollarnos sin ciertas presiones de las que no podríamos escapar en un mundo regido por normas sociales estrictas. Pero sobre todo, el virtual es el espacio que nos ha permitido desarrollar nuevos códigos de comunicación, y es justamente eso lo que ha creado la brecha entre generaciones.
Con esto no quiero decir que internet sea un espacio desjerarquizado y sin ningún tipo de presión sobre los individuos. Ello comportaría una visión ingenua y poco matizada de la realidad virtual, algo que debería estar ya más que superado. Lo que sí pretendo remarcar es cómo este entorno que se gestó a partir de la generación millennial se ha convertido en una extensión de la realidad física, en una parte esencial de la experiencia de las nuevas generaciones. Por tanto, el error estaría en considerar, como todavía hacen algunas personas, que ambos escenarios, el físico y el digital, están claramente delimitados y son fácilmente diferenciables. Por el contrario, es vital comprender que los códigos que se han desarrollado en un marco digitalizado han impregnado el espacio físico, hasta ahora el único considerado real. Debemos entender, pues, que un emoji comunica tanto como una palabra registrada en el diccionario, o que una relación afectiva establecida en el espacio virtual es igual de real que un vínculo creado entre personas físicas. A fin de cuentas, nada cambia en la comunicación entre dos individuos más que el entorno a través del cual se relacionan.
Con todo un medio por explotar, no es de extrañar que las generaciones más jóvenes hayan encontrado nuevas maneras de relacionarse con y a través del entorno. En un espacio en que prima la inmediatez y los impulsos cortos pero multisensoriales, resulta evidente que nuestros períodos de atención hayan disminuido, como demuestra la preferencia por aplicaciones como TikTok o espacios como las historias fugaces de Instagram. De la misma manera, somos la primera generación que tiene toda la información al alcance con una sola búsqueda en Google, lo que ha comportado un cambio en las metodologías de aprendizaje (aunque parece que el sistema educativo todavía no se ha instalado esta actualización). Con tan solo un clic podemos acceder fácilmente a un resumen del Quijote, o a un vídeo-resumen de la obra y el pensamiento marxista. Que no se sorprenda nadie si la juventud empieza a mostrar menos interés por los grandes clásicos y más por los memes. Que se prepare el profesorado universitario para empezar a corregir redacciones y tesis plagadas de referencias a YouTube o Twitter y no a Aristóteles, Kant o Butler.
Asimismo, los aparatos digitales se han convertido en una parte fundamental de nuestra existencia, pues se hace inimaginable salir a la calle sin el teléfono móvil, por ejemplo. Estas tecnologías han devenido parte de nosotrxs, un accesorio imprescindible, prácticamente una extensión del propio cuerpo. Nuestra realidad, por tanto, se ha visto también afectada. Poco tiene que ver ya nuestra cotidianidad con acercarnos a la plaza del pueblo o juntarnos con nuestro círculo de amistades en el parque del barrio, en parte por los nuevos modelos de la vida urbanita y en gran parte porque nuestro día a día ya no se desarrolla en el pueblo o en la ciudad, sino en los algoritmos. Nuestro día a día consiste en dejar las historias de Instagram correr mientras nos lavamos los dientes porque nos molesta el aviso de que hay contenido nuevo, o en abrir Twitter para compartir la última interacción con las vecinas y, de paso, ponernos al día de las últimas noticias. La cotidianidad de las nuevas generaciones es un híbrido entre la realidad palpable del espacio físico y las notificaciones de WhatsApp e Instagram. El costumbrismo de Sorolla se ha convertido en el costumbrismo millennial – o quizá más acertado: zennial, en referencia a lxs nacidxs a partir del 1994 – en el costumbrismo de los memes, del humor basado en la autoridiculización y de lo trash.
Las redes se han inundado del día a día de toda una generación, de la cotidianidad más absoluta. Los nuevos retratos costumbristas no están expuestos en El Prado, están expuestos en internet, porque ¿quién dijo que las apps no son un museo? Como propone la youtuber Ter en su manifiesto en defensa del millennial, ¿es que acaso no usamos Instagram como si de nuestra galería personal se tratase? ¿No son las redes sociales un escaparate que usamos para mostrar al resto de usuarixs nuestro talento, nuestros logros y nuestra rutina diaria a partes iguales? Vivimos en una performance constante. Nos hemos convertido en nuestro propio avatar. Un avatar que creamos a partir de los memes, de imágenes descontextualizadas y vaciadas de contenido para saturarlas más tarde de nuestras inseguridades convertidas en ironía, en humor. Somos el reflejo de nuestro yo virtual, aquello que ha permeado y que hemos trasladado a un día a día en que el futuro es cada vez más incierto y en que lo único que vislumbra al final del túnel de la crisis socioeconómica no es más que la posibilidad de transformar esta realidad a través de un clic, de un tweet cargado de rabia y reivindicación o de una historia fugaz en la que de fondo suena Bad Gyal.
La generación millennial se ha pasado el juego y se ha comido al costumbrismo para transformarlo en la máxima expresión de la ironía y el humor que nos caracteriza. La nueva moda está en lo trash, en el reclamo de lo absurdo y la reivindicación del sinsentido. Esta es la experiencia millennial.