Foto (copyright) de Ruth Walz
El libreto de The Rake’s Progress es, ya de por sí, una moralina sobre las desgracias que puede implicar el vicio, da mucho juego a los almodovarianos escenógrafos que quieran recrearse en las posibilidades que dan las prostitutas, la subasta, el juego y las mujeres con barba. Y en ese carro almodovariano se subió Varlikowsky, creando un esperpéntico juego entre el reality show (toda la ópera era grabada y proyectada en pantallas), el desfile drag queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria y un bazar de chinos, donde se puede encontrar casi cualquier cachivache a precio de risa. Por eso, vimos desfilar por el escenario todo tipo de personajes, entre los que se incluye Minnie Mouse y Darth Vader, que eran parte de los objetos de la subasta. El escenario parecía una especie de plató de televisión que unió atrezzo típico para un programa de entrevistado-entrevistador y un concurso de talentos, con algunas excepciones incomprensibles, como la inclusión de una caravana vintage para las escenas en el burdel. El escenario se coronaba por el coro, que hacía las veces de espectador del reality que constituía la escena principal. Esta idea hubiese tenido su interés si, al igual que el resto de la obra, no se hubiese introducido el sexo gratuito, ese momento de fascinación por la carne que domina a algunos creadores. El sexo fue uno de los leitmotive escénicos que resultó todo menos afortunado. Y aquí no nos ponemos remilgados: simplemente se trata de que lo arbitrario, simplemente, no funciona. Todo se quedó a medias en la propuesta escenográfica. La narración era contada con una literalidad asombrosa, pero eso mismo complicaba la inclusión de elementos externos a la historia que realmente llegasen a funcionar. Pese a que la pieza está inspirada en Londres, casi todos los elementos eran típicamente norteamericanos. El padre de Anne parecía sacado de algún documental de Michael Moore. Nick Shadow era una suerte de Andy Warhol. Baba la Turca era algo así como un homenaje a Conchita Wurst. Todo muy pop y muy hortera al mismo tiempo, con la excepción de una magnífica por minimalista y efectiva puesta en escena del momento en el que Shadow permite a Tom salvarse de su muerte con un juego de cartas.
Foto (copyright) de Ruth Walz
Musicalmente (bajo la batuta de Domingo Hindoyan), fue una representación bastante anodina, con un plano sonoro siempre entre los mezzoforte y los fortíssimo . Parecía que los músicos estaban aburridos de la pieza: en muchas ocasiones llegaron también a aburrir al público. A nivel orquestal sólo puedo destacar a los vientos madera y, en especial, a los fagotes, que tuvieron momentos deliciosos que aliviaban el tedio. Hay que tener cuidado con este tipo de representaciones que buscan ser tan rompedoras y esta música, que tiene momentos muy ñoños. Hay que saber combinar estos momentos que buscan hablar de una ópera tradicional, pero sin serlo del todo, con este tipo de almorovadiadas, que mal calibradas pueden resultar una mezcla forzada de imponer modernidad a una partitura que no necesariamente la exige. Norman Reinhardt, que sustituyó a Stephan Rügamer en el papel de Tom Rakewell, estuvo muy bien técnicamente, pero quizá algo fuera de estilo por la exigencia de la escenografía. Era demasiado clásico: así es también The Rake’s progress, un intento de restaurar la ópera. Y así es como cantó Reinhardt, con la fuerza de un cantante que resuena en el pasado. En la misma línea estuvo Anna Prohaska en el papel de Anne Trulove, aunque teatralmente se fue apagando a lo largo de la puesta en escena. Gidon Saks, en el papel de Nick Shadow, tuvo una actuación muy desequilibrada, con momentos que funcionaban perfectamente (¡a veces creíamos que había una luz entre todo aquel batiburrillo!) y otros que no sabíamos si Saks había sido exigente en su estudio. Eso sí: teatralmente fue muy superior al resto de los cantantes, siendo extraordinariamente convincente. Baba la turca, interpretada por el contratenor Nicolas Ziélinski, como una suerte de Conchita Wurst, como ya hemos dicho (quizá por la cercanía a Eurovisión(!)), fue una de las grandes sorpresas. Tiene un timbre muy delicado y de grandes recursos: superó bien los agudos y moduló de manera excelente los giros expresivos de su personaje, que tiene momentos de pseudo histeria o pseudo llanto. De resto, sólo cabe destacar a Patrick Vogel, en su papel de Sellem, que salvó la escena de la subasta, convertida por Varlikowsky en una burla –de mal gusto- a casi todo. Por lo demás, el coro fue bastante deficiente, con problemas de proyección y trabajo colectivo muy acusados. Este tipo de representaciones abren la cuestión que ya en más de una ocasión hemos puesto sobre la mesa: ¿qué significa contemporáneo? ¿Qué significa visitar el pasado? ¿es posible algo así como un análisis inmanente, donde la propia obra evidencia que lo que se quiere hacer con ella no funciona, no lo exige su construcción, no cabe dentro de sus límites?