(Foto sacada de: http://www.elotrocine.cl/2015/05/26/critica-el-club-2015-de-pablo-larrain-monstruos-a-la-sombra-de-la-impunidad/)

 

Y Dios dijo: ¡Que se haga la luz! Y la luz se hizo. Y Dios vio que era buena. Entonces Dios dividió la luz de las tinieblas.

 

Justo al principio de nuestra cosmología, al comienzo de la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, en el cuarto versículo, se habla sobre la división, efectuada por la palabra de Dios, de la luz de las tinieblas. Sobre aquella división, que es realizada solamente por parte de la luz que es la bien vista por Dios, se edifica toda la cosmología y la moral judeo-cristiana. Hay que entender que esta génesis de la división es resultante de la palabra, que es ley, orden entendida como mandato. La luz de la palabra, la luz del bien excluye a las tinieblas, creándolas al mismo tiempo: Las tinieblas como la sombra de la luz, y la luz como el juez sobre la maldad excluida. La luz y su esplendor extienden una larga sombra sobre la tierra. Pero lo que parece palpitar detrás de esa división es la sospecha de que esa sombra es la perversión necesaria de la luz, ya que la enmarca (como aquel espacio restante y oscuro en un retrato) tomando en cuenta que luz nunca llega a iluminar todos los rincones del espacio, y justo en el rincón más oscuro estamos nosotros, los pecadores. Bajo la luz divina hay ciertas partes de nuestro rostro que necesariamente están en la sombra. Aquel versículo paradigmático es el preámbulo, el epígrafe de la nueva película chilena El club de Pablo Larraín premiada con el oso de plata de la selección del jurado en la Berlinale 2015. La película retrata aquel entrecruzamiento y retroalimentación entre las tinieblas y la luz, los bordes entre sombra y luz donde hay zonas de indeterminación, la batalla sexual entre el bien y el mal que articula el centro, un tanto podrido, de la iglesia católica. (Sí, la iglesia es una de aquellas esquinas oscuras, oscurísimas de la sombra de la luz.) La película cuestiona una moral cuyos principios se tuercen sobre sí mismos, donde aquella inicial división conlleva a situaciones donde la luz inevitablemente se corrompe con las tinieblas, donde el bien tiene que untarse de sangre oscura para lavar sus heridas, donde todo se sumerge en una batalla de relativos claroscuros, o bien en un gris homogéneo y triste.

La película trata sobre la cotidianidad y la decadencia de un retiro para sacerdotes cuyas acciones han llevado (o podrían llevar) al desprestigio de la iglesia. La iglesia como organismo por excelencia (con defecaciones y esplendores, con auto-purgamientos y contaminaciones) se deshace de lo improductivo por sus propios medios, fuera de la ley divina y social, en medio de las zonas oscuras donde la mirada del juez y la de Dios no alcanzan a llegar: El retiro de curitas en un paisaje desértico y remoto de Chile. Pero la justicia divina llega hasta el punto más remoto, hasta el más profundo de los ocultamientos: En una casa llena de ‘curitas’ pedófilos, insurgentes y perversos, el accidente, el suicidio (un pecado más) toca sus puertas. Este bullicioso suceso lleva al retiro a su juicio. Al llegar un nuevo miembro al club de pecadores, seguido por su víctima y siendo expuesto por ella misma a la vergüenza general, este se ve obligado a suicidarse lo cual desencadena el advenimiento de la clandestinidad de la maldad de la iglesia. De pronto las voces comienzan a ventilar un secreto que puede llegar a incriminar hasta al mismísimo Papa. El suicidio de aquel hombre venido a menos y el arma que surge de los mismo curitas malvados, hace que llegue una justicia no menos perversa al clan, al club: Un sacerdote enviado desde el Vaticano, llega como un emisario de una compañía multinacional, encargado para purificar y poner en orden el caos en el sitio del retiro. Este mismo ángel-ejecutivo se ve obligado entonces a sobrepasar la división divina entre el bien y el mal, a instalar una ‘violencia mítica’ que va a legitimar todo exceso de violencia por el bien del club, del clan, de la mafia eclesiástica. El emisario vaticano deja entonces, después de extralimitar sus funciones como sacerdote, a todo el clan perverso con su nueva penitencia: La hospitalidad para con la víctima, el lavado de los pies del débil, la auto-exposición a la culpa: Y en una masturbación infinita, la iglesia legitima, por medio de la mala consciencia y de la penitencia, el ocultamiento de su maldad.

A pesar de lo intolerable que parecen ser los crímenes de los curas en retiro, la película relativiza al crimen y revela cómo la moral del bien y el mal es el dispositivo perfecto para este último, la fábrica perfecta de lo perverso. La película trata de revelar una justicia institucional que ha perdido la facultad de juzgar: La moral católica ha perdido su capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal, ella misma parece crear el mal, ya no es la luz que lo excluye, se trata más bien de un matrimonio entre el bien y el mal, de un condicionamiento. Por eso mismo, el espectador se ve obligado a acudir a una posición más ética que moral, es decir a una reflexión sobre las causas, a la relativización de las culpas, a la apreciación de los contextos generales, de las causas y de los efectos. En medio de una moral asfixiante de la iglesia (una moral que niega rotundamente la vida humana con sus pasiones y deseos, con sus buenas y malas caras), esta se ve sumergida en una entrecruzada ética donde su moral del bien y el mal la llevaría a su propia ruina. Si hablamos de bien y mal, el mal es parte constitutiva del ser humano y de la iglesia y esta última, como jueza sobre el bien y el mal sobre la sociedad, pierde por esto mismo, reconociendo su humanidad, inevitablemente su legítima posición jurídica: La maldad del juez debe ser necesariamente ocultada, escondida. (De una forma muy similar a como ocurre en el drama de Shakespeare Measure for measure.) La iglesia se pliega sobre sí misma, su necesaria base perversa entre el bien y el mal (su matrimonio y copulación eterna) la deja en un debate sin fin, en un juicio sin resultados posibles: El mal constituyente a todo ser humano y a la iglesia la mancharía de tal forma que su facultad de juzgar se desvanecería para siempre. La iglesia debe confrontarse con el monstruo que la habita, el ser humano y sus pasiones, sus perversiones y sus deseos: debe aceptar aquella ‘maldad’ que su moral misma (su luz incandescente) excluye y abraza.

Por más que a simple vista la película parece denunciar a la iglesia y a su doble moral, a su moral corrompida y maligna, esta va mucho más allá y de cierta forma la contempla en medio de un marco de claroscuros de la naturaleza humana; la película no excusa ni juzga más bien entiende críticamente a la iglesia, la entiende por medio de su humanidad, de su tragedia profundamente humana. Es el ser humano con sus contradicciones y con su nihilismo, con la negación de sus deseos, con su auto-represión, con el forjamiento de su otro mundo que se contradice y choca con el verdadero. El club es una película que logra retratar al hombre en medio de esa batalla interminable entre la luz y las tinieblas, ese hombre sin atributos, ese hombre gris y en constante génesis cuyos brotes violentos son síntomas de una tragedia humana desde los principios (desde el principio del universo) hasta nuestros días.