Imagen: DreamHack LAN Party, Tofelginkgo, 2004 (CC-BY-SA 1.0)
Debemos el actual orden de poder mundial a una determinada conjunción entre cultura y espacio. La atribución de un determinado contenido cultural (tradiciones, producciones artísticas, figuras históricas, costumbres, sabiduría, idiomas, valores, etc.) a un lugar claramente delimitado (país, ciudad, región, continente, norte/sur, oriente/occidente, centro/periferia, etc.) es un gesto que se quiere inocente, pero que esconde la inauguración de una metafísica de lo local, de lo propio y lo extraño, de lo culto y de lo vulgar, de lo normal y lo exótico. Es a través de esta atribución geoespacial, de esta territorialización de la cultura, como se fundamenta la autoridad política. Durante el siglo XIX, este gesto que coloca la cultura de aquí, la cultura ubicada, como referencia política paradigmática, tuvo su más exitosa versión en el proceso histórico conocido como nacionalismo. Las consecuencias del enorme éxito que tuvo dicho proceso aún son patentes hoy, en un sistema político internacional en el que el principio de soberanía nacional sigue sin ser cuestionado (como demuestran los recientes acontecimientos de la crisis europea). No obstante, la atribución geoespacial de la cultura no empezó con el nacionalismo, pues ya desde hace siglos hablamos de la Antigüedad clásica como algo específicamente mediterráneo (Grecia, Roma, Jerusalén) de la cual el Renacimiento debía reapropiarse, o del budismo como una religión que, si bien se originó en la India, es la que conforma la tradición de China y de sus esferas de influencia geográfica, etc.
No obstante, este tipo de reflexiones se revelan rápidamente como algo incompletas: hoy en día sabemos que le es perfectamente posible a un alemán retirado en el sur de España saber más de la tradición de música pop japonesa que un inquilino de un piso de Shibuya, o a un estudiante sudafricano de intercambio en Moscú especializarse en literatura gauchesca. Este fenómeno (conocido como interculturalidad) se llega a radicalizar cuando surgen movimientos culturales autónomos que ya no tienen un vínculo geográfico definitorio: hay infinitos ejemplos, pero podríamos ver esta idea en las (sintomáticamente) llamadas «subculturas» o tribus urbanas (góticos, punks, heavy metal, emos, queer, etc.), los videojuegos, las redes sociales, la música techno o la filosofía del realismo especulativo. Este tipo de fenómenos surgen con base en la hiperconectividad que nuestra época ya da por sentada, cuya base material es sin duda internet, pero también la facilidad de movimiento y transporte que caracterizan el proceso económico de la globalización. El filósofo Byung-Chul Han, de origen surcoreano pero que publica en alemán, entiende que se trata de un fenómeno históricamente nuevo, que él denomina «hiperculturalidad» (Hyperkulturalität).
La hipercultura va más allá de los fenómenos de lo «trans-», «multi-» e «inter-», que son aún herederos de las paradojas del concepto de cultura geoubicada: la hipercultura no se puede despachar con la mera apreciación de que toda cultura es impura (esto es cierto de toda cultura nacional, urbana, regional o étnica), sino que es un fenómeno cuya comprensión se hace posible en el momento en el que uno deja de utilizar el concepto de «pureza» como punto de referencia (sea para afirmarla o rechazarla). La «territorialización» de la cultura como estrategia de dominio ha supuesto una suerte de anclaje para salvaguardar esta idea de pureza. La hipercultura, por su parte, no «supera» los límites entre las culturas para mostrar cómo el mismo límite hace que varias culturas se determinen mutuamente, sino que elimina el límite. Esta tiene su origen en lo que Byung-Chul Han llama «defactifización» (Defaktizierung): la pérdida de lugar, de centro y de dios, de contexto y de historia; una cultura totalmente horizontal, sin aura y sin la idea de «pertenencia por origen». Existen también fenómenos intermedios que, si bien tienen un origen geográfico claro, llegan a desarrollar rasgos claramente hiperculturales al defactificarse: por ejemplo, las series de TV norteamericanas (cuyo éxito global no se explica sin internet) o la recientemente reavivada fiebre Pokémon (que supone una internacionalización de un folklore típicamente japonés, pero que un millennial europeo siente más cercano que la propia tradición literaria nacional); las tribus urbanas serían también este típo de fenómeno.
El proceso de hiperculturalización se visualiza, nos dice Han, más de acuerdo con la métafora del ruido que la de la polifonía: se da más en una red de conexiones sin unidad que en un sistema que armonice las diferencias. En la hipercultura no hay «préstamos» de una cultura a otra, ni intersecciones, sino que sencillamente se vuelve innecesario discernir qué pertenece a una cultura, qué a otra o siquiera si hay algo así como una cultura (geolocalizada) actuando en ella. La figura que, según Han, representa al consumidor paradigmático de la hipercultura es el turista (ya no el peregrino) que ve culturas defactificadas unas frente a otras (como en un museo) sin preguntarse por su significado, pues su experiencia cultural ya no es orgánica. La actitud del turista nos define cuando por la mañana jugamos a Pokémon y por la tarde vamos a las fiestas del pueblo, y no sentimos que estemos faltando a nuestra identidad cultural por ello. La mera conjunción de contenidos (el hecho de asumirlos sin un contexto común, uno junto a otro, das Nebeneinander) es la estructura fundamental de la hipercultura, frente a las ideas de interpretación, hermenéutica, explicación, etc. (vinculadas a la cultura en el sentido clásico) que siempre plantean una profundidad aurática que armoniza y subsume las diferencias. El turista hipercultural, además, no conoce al «gran otro» pues sustituye la diferencia identitaria entre lo propio y lo extraño por la diferencia estética entre lo nuevo y lo viejo, que es la que define su experiencia cultural.
En una interesante reflexión sobre las consecuencias políticas de este fenómeno, nos indica Han que, desde luego, «la hipercultura no es un ámbito libre de relaciones de poder». Sin embargo, existe un elemento diferencial especialmente interesante en un mundo hiperculturalizado: «el incremento de espacios cuyo acceso no se proporciona desde la economía o el poder, sino desde la estética». Espacios que recuerdan al «reino de la libertad» del que hablaba el poeta clásico alemán Friedrich Schiller, donde el juego y la apariencia son ley. En este sentido, los procesos de renacionalización (resurgimiento de la extrema derecha) y reteleologización (fundamentalismos religiosos) de la cultura que hoy vivimos, son una reacción a la creciente hiperculturización del mundo. Pero, ¿cuál es el alcance político de este nuevo fenómeno? Es ahí donde se plantea, pues, la pregunta que abría esta reflexión: ¿es la hipercultura un fenómeno que abre la puerta a la emancipación del orden de poder mundial (aquel basado en la territorialización de la cultura)? ¿podría la hipercultura servir como fundamento cultural para una nueva forma (acaso más justa y menos excluyente) de repartir el poder mundial que ya no se base en el origen geográfico? ¿puede la hipercultura ser la base cultural de una nueva política? La heterogeneidad con que se manifiestan sus contenidos puede ser una frontera irrebasable, pues la hipercultura es constitutivamente múltiple. Pero la política se legitima por adhesión a ciertos contenidos y no otros. La hipercultura debería, pues, encontrar mecanismos para estandarizar determinados valores, imágenes, etc. que le sean representativos. Pero, en el extremo, quizás en virtud de ese mismo gesto la hipercultura acabase convirtiéndose precisamente en su opuesto.
Habría que preguntarse entonces en qué medida la hipercultura es un fenómeno parasitario de la cultura geoubicada. Habría que preguntarse si en un mundo completamente hiperculturalizado no se acabaría eliminando distópicamente a la vez aquello que precisamente tiene valor de la cultura: aquella profundidad aurática, esa capacidad de dar sentido a nuestro quehacer en el mundo: el sentirse identificado con un acento, con unas costumbres, con unas tradiciones… Reducir la cultura a su atractivo estético y eliminar su significado y sus valores, ¿es deseable? La figura del turista hipercultural, que Han escoge muy acertadamente, muestra ese regusto amargo de la liberación de la cultura nacional-local: podríamos ser omnipresentes, sí, pero seríamos entonces eternamente apátridas. Acaso el valor de la hipercultura radique únicamente en socavar el ímpetu absolutizante de la idea clásica de cultura, pero sin ser capaz de construir un orden alternativo; en desestabilizar el poder político, pero no sustituirlo.
Este concepto de Han, tan rico en matices y tan concreto a pesar de su porte universal, fue presentado en su obra Hyperkulturalität: Kultur und Globalisierung (Merve, 2006). Es triste comprobar que no ha tenido una gran recepción en la filosofía de la cultura y ha pasado relativamente desapercibido tanto para el público como para la academia. A pesar de ello, se trata de un concepto que marca una diferencia importante con las dinámicas dialécticas de las concepciones de cultura que imperaban hasta la llegada de la globalización (sea cual sea su sino: esencialista, imperialista, universalista, determinista, etc), y que el autor perfila en contraposición directa con filósofos clásicos como Heidegger o Nietzsche, pero también autores como Bhabba, Rorty o Flusser. Es un libro que viene mereciendo ya una traducción al español, pues en 2016 se muestra incluso más vigente que al publicarse hace ya 10 años. Pero también merece un desarrollo ulterior que desbroce en detalle las distintas facetas de este fenómeno que es tan polimórfico, y que sin embargo describe una experiencia tan elemental de nuestra época.
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