El filósofo declara, de Juan Villoro.
Teatre Romea. Dirección: Antonio Castro.
Los vínculos entre la filosofía y el teatro no son en absoluto actuales, sino que sus encuentros fechan de sumamente antiguo. No obstante, en esta tragicomedia escrita por Juan Villoro de lo que se trata es de desmontar el aura intelectualista que, a menudo, recubre la figura del filósofo, aquél cuyas cruzadas en pos del conocimiento y de la intelección de los primeros principios parecen dotarlo de un aura mayestática. Si bien el texto puede resultar una más o menos oportuna tragicomedia para desmontar semejante estereotipo, el montaje dirigido por Antonio Castro adolece de todos los manierismos y limitaciones escénicas del encorsetamiento naturalista.
Partiendo de una escenografía carente de cualquier elemento poético, la cual termina por tener un mero rol espacial para delimitar las estancias donde ocurre la acción – salón y cocina -, la obra presenta al personaje del profesor, interpretado por Mario Gas, acompañado de Clara, su esposa, encarnada por la actriz Rosa Renom. Huelga decir que estos primeros momentos para urdir el plan con el cual supuestamente vengarse del olvido al cual se ha visto condenado el profesor por la academia parecían prometer una comedia ácida y mordaz acerca de los vicios universitarios actuales. Lamentablemente, la promesa se queda en sólo un mero anhelo. Las carencias se hallan principalmente en el ritmo que preside la obra, falto de la complicidad y rapidez afectiva que requiere la comedia para desplegar su magia, máxime cuando la puesta en escena se mueve entre lo tragicómico y el vodevil.
Todo lo que sigue a esta primera escena, donde Mario Gas y Rosa Renom no terminan de funcionar como pareja, habiendo unas alusiones textuales a la supuesta sensualidad de la esposa que en modo alguno se reflejan en la actuación de Renom, termina por ser un montaje que deja morir por inanición un texto que, pese a no ser brillante, ofrecía muchísimo más. Los demás actores sucumben al sopor del montaje, instalado en una repetición de convencionalismos donde prima el naturalismo por encima de cualquier otro lenguaje teatral – y eso que ha llovido desde el naturalismo -. Ricardo Moya, quien encarna un Pato Bermúdez carente de gracia; Meritxell Calvo, una sobrina estereotipa del profesor, y un Jordi Andújar falto de vis cómica para el papel que debería haber dado muchísimo más juego con el profesor al ser la fantasía del idiota creado expresamente por su mujer, no hacen nada más que testificar una dirección simplista y errática, ausente de todo músculo escénico. El texto y los actores parecen dos realidades separadas, hallándose las interpretaciones en un “hacer ver” constante que deja de lado cualquier verdad escénica, es decir, la verosimilitud dramática, la cual en modo alguno tiene que reducirse a una simple copia de conductas humanas.
Sinceramente, quien quiera reírse con algunos gags en torno a dos señores que se reencuentran para dirimir disputas viriles disfrazadas de intelectualismo, quizás pase casi dos horas algo simpáticas; quien busque una comedia mordaz y bien tejida, no espere nada de este montaje. Una auténtica decepción.