Desde el pasado 21 de octubre está disponible el nuevo disco de Leonard Cohen (1934-) titulado “You Want It Darker”. El disco es nuevo, pero nada de lo que se encontrará en él supone una novedad en la larga discografía del cantautor canadiense. La misma voz ronca y susurrante, los coros femeninos, los ritmos de vals, los sonidos de sinagoga y órgano, y las referencias religiosas, tanto textuales como musicales, que ha ido repitiendo durante toda su carrera y que han hecho de su discografía algo tan reconocible. Pero, pese a que pueda resultar repetitivo en cuanto a recursos, esta nueva obra de Cohen supone una prueba más de esa coherencia suya tan llena de contradicciones que nunca resulta inconsistente. Y es que esas contradicciones quizá en realidad no lo sean tanto.

Unos días antes del lanzamiento del disco (nombre tomado de esa especialidad olímpica para su salida al mercado), la prensa se llenó de titulares que afirmaban que Cohen estaba preparado para morir y que éste podía ser el último trabajo del cantautor. Sin embargo, a pesar de la tendencia al sensacionalismo que exhibe la prensa día sí y día también, lo que en este caso propagó no fue más que las propias palabras que Cohen había pronunciado en una entrevista en el The New Yorker. Días más tarde, asustado quizá de que ese alguien a quien sus letras van dirigidas pudiera tomarse demasiado en serio sus palabras, Cohen zanjó el tema matizando que se proponía “vivir para siempre”. Pareció entonces que Cohen quisiera anular su primera afirmación y podíamos respirar tranquilos, ya que “se proponía” tener cuerda para rato. Sin embargo, bien podemos entender su segunda afirmación tranquilizadora como una confirmación de la primera. Así es, al menos, como yo la entendí. Sobre todo tras escuchar su último trabajo, que ojalá no sea el último.

Leonard Cohen ha escrito unas letras que parecen estar llenas de contradicciones. Y digo que parecen, no porque el autor haya querido hacernos creer que lo son cuando no lo son, sino porque, aunque las contradicciones existan y sean, además, evidentes, no sólo no se anulan entre sí, sino que se soportan e incluso se apoyan unas a otras, dejando al descubierto todo un sistema de pensamiento tan complejo como transparente. Me refiero al trasfondo religioso de prácticamente la totalidad de las letras que están, además, escritas en primera persona y dirigidas siempre a alguien, que no es otro que Dios. Así pues, Cohen habla directamente a Dios, sin intermediarios, en una especie de salmos que beben más de su judeo-cristianismo que de su más reciente budismo zen, religión de la que se ordenó monje en 1996, sin haber nunca renunciado a su confesión judía. Es cierto que sus letras dejan un regusto a despedida y reflexionan sobre una vida que acaba. No obstante, no puede decirse que Cohen rece ni busque refugio en la religión al final de sus días, sino que aprovecha la ocasión para arreglar cuentas con Dios, moviéndose entre lo que a simple vista podrían parecer los dos extremos de la fe: la afirmación y la negación de su existencia. Pero, ¿son estos conceptos realmente contradictorios?

Se puede decir que Cohen habla a Dios como contingencia. Y, como en toda contingencia, se proyectan en él las dos dimensiones de existencia y no existencia, donde la una no anula a la otra, sino que para el autor la idea de Dios sólo es posible teniendo en cuenta las dos dimensiones de afirmación y negación. Cohen plasma en sus letras su deseo de que Dios exista (I’ve seen you change the water into wine/I’ve seen you change it back to water too/I sit at your table every night/I try but I just don’t get high with you), incluso hay momentos en los que asume que sencillamente existe (Hinéni, Hinéni/I’m ready, my Lord), aunque a veces le dé la espalda y lo niegue (Only one of us was real/and that was me. When I turned my back on the devil/turned my back on the angel too), sin dejar de mirarle de reojo (Seemed the better way/when first I heard him to speak/now it’s much too late/to turn the other cheek). No es lo mismo, por tanto, “creer que Dios puede no existir”, que “creer que Dios no existe”. De hecho, la fe quizá no sea más que ese “querer que Dios exista” unamuniano. Y es en ese “querer” -aunque sea a ratos- en el que Cohen niega la existencia de Dios a la vez que la afirma. Porque si algo se desea es porque en cierta medida no existe, pero, al mismo tiempo, sólo puede desearse aquello cuya existencia se sabe al menos posible.

Muchos han definido este disco de Leonard Cohen como el “más oscuro” de su obra. No sabe una bien lo que eso significa. Puede que haya sido calificado así por las explícitas referencias que contiene a la muerte, que parece ser un tema relacionado automáticamente en nuestra cultura con la oscuridad, o sencillamente por el título de la canción que da nombre al trabajo. Tal definición me parece simplista y reduccionista. Leonard Cohen no ha grabado su disco “más nada”, sino que ha escrito las canciones que ha querido y ha dado una lección de claridad al hablar de un tema tan complejo como es, no ya la muerte, sino la muerte de uno mismo. No sé si Dios tiene algo que ver en esto, pero lo único que espero es que esa intención que tiene Cohen de “vivir para siempre” sea también una posibilidad.