Los carnavales de Gran Canaria de 2017 han terminado. Y no sin polémica. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Drag Sethlas con un espectáculo que, para algunos, representa una aberración.
En el susodicho espectáculo, Drag Sethlas se disfrazaba de monja, aparecía crucificado… Determinados colectivos religiosos (y no sólo cristianos), han manifestado su repulsa a esta gala y han tachado lo ocurrido en ella de blasfemia. Incluso, desde plataformas no-religiosas se ha tildado lo ocurrido de, cuanto menos, carecer de buen gusto.
Los defensores de la perfomance consideran que la libertad de expresión les ampara y que, además, el carnaval es propicio para este tipo de situaciones. El carnaval es una fiesta de transgresión.
Lo cierto es que, sin ánimo de pretender ser políticamente correcto, en este caso hay una parte de razón en cada esquina.
De una parte, es bien cierto que la recreación llevada a cabo puede ser considerada blasfemia. La religión cristiana es fideísta y la fe se fundamenta en una convicción. La caricaturización, sea con los fines que sea, de una escena religiosa supone un cierto quebranto en la credibilidad de una fe. Aunque quién caricaturice pueda no ser creyente, esto no lo exime, desde la perspectiva religiosa, de tomar con seriedad (y la palabra no es aquí baladí) aquello que, stricto sensu, es serio. Por ende, es perfectamente comprensible el enfado que suscitó esta representación en determinadas comunidades de creyentes.
Por otra parte, el carnaval ha sido, tradicionalmente, una excepción a la regla. El carnaval significaba una válvula de escape: al igual que otras festividades europeas extintas como la Fiesta de los locos, representaba la instauración de un mundo al revés. Según dicho mundo, el poderoso obedecía al débil y viceversa. En este contexto, la blasfemia religiosa era una constante. Sin embargo, cabe recalcar que toda blasfemia entraba dentro del tiempo de una festividad PERMITIDA. En sociedades oscurantistas como lo eran, por ejemplo, las del medievo-tardío en Europa, el carnaval permitía sacar a relucir una vis cómica y profundamente transgresora de la vida que les permitía soportar el resto de año de observancia a unas reglas muy estrictas. Es decir, el carnaval significaba una algarabía que merecía la pena.
Si atendemos a lo escrito, se podría pensar que no cabe duda: Drag Sethlas y sus defensores tienen razón. An fin y al cabo: ¡era carnaval!
No obstante, tengo una noticia que dar: el carnaval ya no existe. Debe observarse que he escrito sobre esta fiesta en pasado. Es cierto: en infinidad de rincones del mundo se celebra cada año durante unos días una festividad denominada carnaval. Sin embargo, el espíritu de éste, hoy en día, dista mucho de su potencial transgresor original. Aún quedan recovecos de este origen en celebraciones como las Chirigotas de Cádiz, por ejemplo. En ellas se ofrece una visión cómica de diferentes asuntos de la «seria» actualidad. No obstante, el contenido principal del carnaval se puede resumir, actualmente, en ser una gran fiesta de disfraces. Y si no, ¿qué pregunta le haces cada año a tus amigos cuando llega carnaval? Casi con toda seguridad: si se va a disfrazar o no y, en caso afirmativo, en qué consistirá su disfraz.
En el carnaval de antaño también había disfraces. Pero esos disfraces eran un mero reflejo estético de una intención mucho más profunda: la inversión de su mundo. En cambio, en general, los disfraces de hoy en día no tienden a ir más allá del goce estético de «cambiar de look».
Por ello, cuando alguien se acoge a la significación original del carnaval, como hizo Drag Sethlas, para transgredir el orden de la religión, es vilipendiado. Porque hoy ya no es el tiempo del carnaval.
¿Qué razones explican este cambio histórico? Obviamente, escribir sobre ello daría para mucho más que un artículo de magazine. No siendo tema fácil, es posible aventurar que este cambio en el fenómeno guarda relación con algún cambio en las sociedades occidentales. En concreto, con el hecho de que muchas de las reglas existentes hoy en día son más «líquidas» que antaño (utilizando la terminología de Zygmunt Bauman). En las democracias occidentales de hoy, ninguna regla guarda una observancia tan estricta como antaño. Esto que, en principio, debe ser considerado como un rasgo positivo, tiene un oscuro reverso. La difuminación de la regla ha impedido observar, también, cuando se produce una transgresión. Y lo que es más importante: ha impedido comprender la importancia social que esta transgresión puede llegar a tener.
Más allá de las razones que expliquen el porqué hoy no entendemos el significado del carnaval, lo cierto es que hoy cualquier ambiente cultural se está tornando irrespirable. Cabe recordar, según lo que he expuesto, incluso las sociedades feudales toleraban la blasfemia puntualmente. Y eso no quita que siguiera siendo blasfemia en el marco de reglas religioso. Simplemente: la presión social debía evadirse por algún lado.
Quisiera terminar este artículo abogando por la modestia. Según lo veo, la modestia intelectual se opone a la corrección política actual. Cada vez con más frecuencia, cuando se analiza una cuestión, se quiere ir mucho más allá de las evidencias. La única intención de este artículo es tratar de comprender porque se ha armado tal revuelo con Drag Sethlas. Creo que esto sólo se puede llegar a ver si se entiende que el carnaval ya no existe. Y pienso que esto es una pena: nadie nos avisó. Tal vez, este espacio pueda significar el germen de una reflexión más concienzuda sobre las ventajas e inconvenientes de una sociedad «líquida».