El pasado 19 de marzo el Maerzmusik rindió homenaje a un género que lleva casi dos siglos muerto. O eso dicen. Después de que Haydn echara a volar sus pajaritos de barro Op. 20 en 1772, y tras la difícil decisión de Beethoven cincuenta y cuatro años después (“Der schwer gefaßte Entschluß” Op. 135) el cuarteto de cuerdas siempre ha estado en crisis. Como en aquel delirio de la utópica décima sinfonía, abordar la composición de un cuarteto para cualquier compositor de mediados del siglo XIX suponía un riesgo innecesario. ¿Quién osaba medirse con los grandes maestros o tendría el valor para continuar su legado? Esta inclinación romántica al fanatismo- que hizo ciertamente un flaco favor al género, en vista de la gran cantidad de homenajes vacíos de años posteriores- acabó poniendo sobre los hombros del cuarteto de cuerdas una pesada mochila de la que, desde Schumann hasta Lachenmann, parece imposible deshacerse. Afortunadamente- y con mochila o sin ella- hoy sigue habiendo compositores que nos demuestran que esos cuatro instrumentos juntos, incluso en momentos en los que no sabemos muy bien que significa género vivo o muerto, siguen teniendo mucho que decir.
El 2. Streichquartett de Peter Ablinger, en formato vídeo, fue la primera obra del programa. De unos cuatro minutos, en el vídeo se muestra en primer plano a cuatro chicas jóvenes sentadas en pleno desierto iraní. Dispuestas en formación y con los instrumentos en alto, permanecen totalmente inmóviles a pesar del viento y el cansancio. Este reflejo de la codificación e historia del género en Oriente Próximo parece ir completamente en consonancia con la propuesta artística de Ablinger, con fuerte arraigo en lo visual y un interés por la “audibilidad” como material de trabajo en contraposición al puro “sonido”. Tras los largos agradecimientos- entre los que figuraba, para hilaridad de algunos, incluso el conductor de autobús- la pantalla dio paso a lo más esperado de la noche.
La presencia del Arditti Quartet, máximo representante y defensor del repertorio contemporáneo para su formación y responsable de innumerables estrenos y grabaciones en los últimos cuarenta años, despertó rápidamente el entusiasmo del público antes de tocar una sola nota. Aunque aquellos que esperaban con ansia verles interpretar las obras del programa tuvieron que esperar hasta después del descanso. En vez de eso, lo que ofrecieron fue más allá de cualquier expectativa. Tras la propuesta Ablinger, con gran peso en lo visual, el 10. Streichquartett de Georg Friedrich Haas nos sumergía en una experiencia esencialmente distinta, casi opuesta en todos los sentidos. Como si de un antiguo rito ocultista se tratara, y después de que los cuatro músicos se sentaran en círculo frente a frente, la luz se apagó. Y la música comenzó. El carácter del cuarteto de Haas- una de las principales figuras del espectralismo musical actual– solo sirvió para reforzar el efecto del extraño marco donde se desenvolvía, reforzando esa sensación de intrusismo que nos envuelve cuando asistimos a una ceremonia secreta a la que no hemos sido invitados.
La obra del austriaco saca partido ampliamente a lo tenebroso y desconcertante de su presentación, asentando gradualmente texturas en frontera con las clásicas masas de sonido y haciéndolas fundirse en otras nuevas de forma ininterrumpida. El inicio de un nuevo gesto en pianissimo– que más tarde se desarrollará para constituir el material base de la nueva textura dominante- se produce sin un previo aviso visual, por lo que el cuarteto parece sorprendentemente desdoblarse. Como si en medio de la oscuridad cuatro instrumentos pasaran a ser muchos o solo uno; o no se sabe muy bien el que. A ese ilusionismo en la concepción de la obra se sumó con creces el de los intérpretes. Parece difícil llegar a creer que cualquier otro grupo de música contemporánea haya llegado a alcanzar el nivel del Arditti Quartet en cuanto a virtuosismo y precisión. Fue probablemente ese cóctel el que permitió que se manifestara en medio de las tinieblas algo muy parecido a lo mágico, y no solo a un truco sobresaliente.
Después del intimismo y el desconcierto, llegó Jennifer Walshe portando más bien lo segundo. Con su Everything is Important, para voz, cuarteto de cuerdas y vídeo, Walshe hace un neurótico recorrido por los problemas más actuales de nuestro mundo globalizado. Su obra, cargada de humor y de surrealismo, se despliega como una especie de tour de force de la espontaneidad, aunque indudablemente es una espontaneidad fingida. Las paradojas de la sociedad de consumo, los desastres ecológicos y la crítica a la era tecnológica son presentadas en un formato llamativo, donde los integrantes del Arditti interactúan milimétricamente con las vivas imágenes y con la voz de la propia compositora. La música, cargada de referencias externas y siempre subordinada a lo visual, se unía a veces a coreografías típicas de aeróbic ochentero o incluso a ejercicios más típicos de gimnasia pasiva – por parte del chelista Lucas Fels-. Esta chispa de realidad comprimida, en su faceta más lacerante aunque irónica, sirvió para retornar al mundo de la percepción saturada. Sobre eso, los diferentes modos de percibir la música y el arte en general, se centró el viaje de la noche. Un viaje con luces y sombras, pero nunca oscuro y siempre revelador.
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