por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Dic 12, 2017 | Críticas, Música |
Cuando escuché el título del nuevo programa de talentos de La 2 de TVE, pensé por un momento que había algo de luz al final del túnel. Clásicos Irreverentes, quiso entender mi optimista cerebro. Pero, como casi siempre, éste me había jugado una mala pasada convirtiendo una conjunción copulativa en un prefijo de negación. Clásicos y Reverentes es, pues, el nombre del nuevo talent show de la televisión pública. No esperéis verlo en hora punta, ya que se le tiene reservado el privilegiado horario del mediodía dominical, entre el programa Pueblo de Dios y Zoom Tendencias. Tampoco esperéis aprender nada de música clásica ni mucho menos ser testigos de algo reverencial, porque este programa de una larga hora de duración se mueve entre lo cutre y lo ridículo.
Sendos retratos caricaturescos de Vivaldi, Bach, Mozart y Beethoven presiden el plató. Esa es, pues, la imagen de la música clásica que resiste, a base de empeño, al paso del tiempo y se fosiliza y enquista en el imaginario colectivo. Unos señores que vivieron hace mucho tiempo, cuyos nombres nos suenan, como nos suenan ciertas marcas de yogur. Y, a partir de ahí, todo es aburrimiento, simulada frescura, falsa excelencia y tristeza, mucha tristeza. Porque el gran problema de este programa es que ni siquiera se han molestado en que sea un espejo distorsionado de la realidad, sino que se trata, directamente, de la realidad misma. Y, ¿quién quiere ver en televisión la cruda realidad? ¿Acaso no pago yo religiosamente mis impuestos para poder encender la televisión y ver algo que, aunque falso, me ilusione? ¡Que me mientan, por favor! ¡Que me digan que un mundo mejor es posible!
Lo presentan como el Operación Triunfo de la música clásica. Jamás pensé que diría esto, pero, ojalá lo fuera. Vayamos por partes. Por un lado, este no es un programa de música clásica, sino un programa en el que unos jóvenes instrumentistas se enfrentan a una prueba de orquesta con el mismo procedimiento con el que se suceden a lo largo y ancho del mundo. Cada uno elige una obra libre de la que sólo podrá tocar dos minutos, ya que, cuando pasen esos ciento veinte segundos, uno de los miembros del jurado tocará una campanita para que se calle. Esta fase es eliminatoria y sólo tres de los cinco pasarán a la segunda que, cómo no, consiste en la interpretación obligada de alguno de los conciertos de Mozart (o de Haydn) escrito para el instrumento en cuestión. El tiempo límite vuelve a ser de dos minutos y la odiosa campanita volverá a hacerlos callar. Así pues, querido melómano, olvídese de escuchar música clásica, ya que lo único que llegará a sus oídos serán unas cuantas obras clásicas o románticas mutiladas, descontextualizadas y acompañadas por un pianista que toca como puede las reducciones de orquesta y con el que no se ha podido ensayar. Como la vida misma, vamos. Y lo digo sin ninguna ironía.
Por otro lado, el objetivo didáctico no se ve por ninguna parte: no se explican las obras que se tocan, no se contextualizan ni se tocan enteras. Las valoraciones de los miembros del jurado, formado por Máximo Pradera -conocido experto en la materia…televisiva y quien hace un año publicó el libro Tócala otra vez, Bach: Todo lo que necesitas saber de música para ligar-, Judith Mateo -a quien presentan como “la única mujer violinista del rock español”-, Albert Batalla -Subdelegado Artístico de la Orquesta y Coro RTVE– y Ramón Torrelledó -director de orquesta-, las valoraciones, pues, consisten en una sucesión de obviedades, exageraciones y superficialidades del tipo “normalmente la gente entiende los lentos”, “pareces una muñequita de una caja de música”, “el clarinete suena como un pajarito cantando” o “tienes una sonoridad que yo no había escuchado en la trompeta con anterioridad”. Si Miles Davis levantara la cabeza…
Los cinco aspirantes que tocaron el domingo pasado en Clásicos y Reverentes compiten por formar parte de la plantilla de la Orquesta de RTVE en el concierto de gala que presentará Anne Igartiburu. Habría estado bien aprovechar el empeño y la ilusión de estos jóvenes para crear un producto televisivo un poco más atractivo, tanto para ellos como para los espectadores. Al final, estos instrumentistas se encontrarán con pruebas de este tipo durante el resto de sus carreras, por lo que quizás habrían agradecido enfrentarse a una experiencia en la que la creatividad tuviera un poco más de espacio. Lo preocupante, sin embargo, no es el hecho de haber perdido de nuevo una buena oportunidad para la difusión de la música clásica en el medio televisivo, sino que todo hace sospechar que hay muy poca voluntad de cambiar ciertos clichés desde dentro de la profesión. Nos encontramos con el papel gregario del intérprete, que tiene que demostrar sus capacidades técnicas en dos minutos, pero del que poco cuentan sus capacidades intelectuales ni creativas; la autoridad incuestionable del director de orquesta; el repertorio canónico clásico-romántico, fuera del cual no creo que en este programa escuchemos nada.
La televisión, como medio de comunicación de masas, funciona como creadora de realidades. Todo lo que en ella sucede es mentira, pero -y ese es el éxito de los realities– se asimila como verdad. Esto tiene el peligro de que tengamos una imagen distorsionada de lo que es la realidad. Sin embargo, precisamente por lo mismo, la televisión puede ser una gran herramienta para crear las realidades que queremos que sean, de proyectar la imagen que queremos alcanzar como sociedad. Este programa, en cambio, decide mostrar una imagen encorsetada, triste, competitiva y muy poco creativa de la música clásica y de la juventud relacionada con ella. Una pena.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Dic 9, 2017 | Artículos |
“Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Esta frase, atribuida a Voltaire, pero que en realidad nunca pronunció, sino que fue su biógrafa británica Evelyn Beatrice Hall quien la utilizó para reflejar las ideas progresistas del pensador francés en el libro Los amigos de Voltaire, es lo bastante poderosa para resumir a la perfección el tema que aquí me he propuesto abordar. Si algo tienen de bueno las redes sociales es que han dejado en evidencia que el concepto que tenemos sobre la libertad de expresión es bastante sesgado, oportunista e interesado. Porque el problema no parece estar en que una diga lo que quiera en el ámbito privado, sino en que lo haga en el público. La cuestión es que ya nadie puede controlar cuándo y cómo coge una el altavoz y dice, literalmente, lo que le da la gana. Así, los censores se multiplican y el insulto fácil sale del teclado anónimo de cualquiera en el momento en el que alguien decide opinar sobre lo establecido. Lo vemos y vivimos cada día cuando, por ejemplo, una persona decide dar su opinión política en cualquiera de las direcciones y se encuentra con ofendidos que desde su smartphone le regalan insultos. Sin embargo, lo curioso no es tanto esto, sino que quienes profieren las lindezas en cuestión se escudan en un concepto para defenderse que, por trillado, carece casi de significado: la libertad de expresión. La cuestión es, por tanto, que la libertad que no nos gusta es la del otro, pero defendemos a wifi y espada la nuestra.
Las redes dan visibilidad y hacen que un mensaje naturalmente minoritario pueda llegar a mucha más gente de lo que en un inicio podría. Ahora escuchamos, vemos y leemos casi sin querer aquello que en otras circunstancias jamás conoceríamos, porque no moveríamos un dedo para hacerlo. Y en este batiburrillo de información, en el que todos somos emisores, receptores y mensajes, a través de estas vías que, dicen, democratizan mucho nuestras vidas, nos podemos encontrar con mensajes que las instituciones del Estado preferirían que se quedaran donde, supongo, creen que deberían estar. Y es que cuando lo alternativo, lo underground y lo subversivo deciden utilizar las mismas vías de comunicación que utiliza el establishment, esa tensión se convierte en conflicto y censura.
Todo nos ofende hoy. Siempre hay algún colectivo que, ante cualquier opinión, chiste, anuncio de televisión, canción, viñeta o publicación se siente ofendido. La cuestión es que, como hacemos las veces de emisores y de receptores, nos convertimos, según el caso, en ofendidos u ofensores. Sin embargo, cuando el ofendido toma una posición activa en el asunto y pretende callar voces ajenas, deja de serlo y se convierte en censor. He escrito varias veces sobre este tema porque es una cuestión que me resulta especialmente preocupante. Me permito, pues, el lujo de citarme a mí misma y volver a compartir un par de artículos que abordan este tema desde diferentes perspectivas (Ofensa, delirio y censura/¡Bailad lo que yo digo, malditos!).
Las diferentes expresiones artísticas se han movido siempre durante la historia en ese terreno tenso entre lo que política y socialmente está aceptado y lo que no. El arte, pues, trata siempre de jugar con esos límites para ensanchar el espacio en el que se mueve. El problema se agrava, sin embargo, cuando la palabra entra en juego. La tolerancia del receptor ante una determinada expresión artística depende, pues, de su literalidad. Una imagen no figurativa creará más problemas a la hora de interpretarla políticamente, por lo que su oposición será menor y la indiferencia con la que se encontrará, por eso mismo, será mucho mayor. Sin embargo, ahí tenemos, por ejemplo, la polémica con la canción Cuatro Babys de Maluma, polémica que no reside tanto en sus ritmos reguetoneros como en lo explícito de su letra. Pero esta canción no ha recibido ningún castigo judicial -cosa que, espero, no suceda nunca-. Y la razón sólo puede ser que, al fin y al cabo, aun teniendo en cuenta su explícito contenido sexual y su mensaje misógino, esta y otras canciones del mismo tipo envían un mensaje, en cierto modo, políticamente aceptado en una sociedad machista como la nuestra. ¿Escandaliza? Puede que sí. Pero, en realidad, se mueve en un terreno políticamente aceptado y económicamente rentable, por lo que no hay razones para la censura.
¿Qué ocurre, sin embargo, con otros géneros y canciones cuyos mensajes se dirigen, directamente y sin disimulo, contra el statu quo?, ¿esas canciones cuyos mensajes violentos, literales, sin poesía ni maquillaje, que han salido de los locales de ensayo, de la periferia de las ciudades y los pueblos toman Youtube y consiguen de esa manera que sean escuchadas? Pues que te caen dos años y un día de cárcel, como les ha ocurrido a doce raperos del colectivo La Insurgencia. No entraré aquí a valorar lo que personalmente me parecen sus letras, porque eso no le interesa a nadie. Lo que sí diré es que, al margen de lo que yo o cualquiera pueda opinar, creo que el delito de este colectivo no parece residir únicamente en lo que sus letras dicen, sino en su intención de organizarse como colectivo. Porque, como ellos mismos explican, “la insurgencia es un colectivo musical que pretende fomentar el internacionalismo, difundir y expandir la cultura revolucionaria y elevar el nivel de conciencia de las masas trabajadoras”. Lo harán con mayor o menor torpeza y ofenderán, seguro, a muchísima gente, pero enviarlos a la cárcel es una auténtica aberración. Una ya no sabe cuántas veces tendrá que morir Voltaire.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Nov 11, 2017 | Artículos |
Quienes vivimos los años noventa estamos de luto. Los adolescentes de hoy, que visten pantalones de talle alto, camisetas con estampados y sudaderas extra grandes, llenan las calles recordándonos que vamos ya cumpliendo años. Las grandes cadenas textiles están recreando la estética de una época para consumidores que no la han vivido y a quienes, precisamente por eso, les resulta novedosa. Ya hay quien, en pleno siglo XXI, se viste de pin-up idealizando los años cincuenta. Los noventa son, pues, los nuevos cincuenta. Los que aún sufrimos al ver las fotos de nuestra infancia y adolescencia asistimos perplejos al entusiasmo con el que la juventud actual abraza las plataformas de ante, las camisetas por encima de la cintura y las series nostálgicas. Nuestras calles se han convertido en un decorado de Sensación de Vivir o Salvados por la Campana. Y esto no es más que una evidencia de que, como sabiamente dijeron Les Luthiers, cualquier tiempo pasado fue anterior.
Hoy ha muerto Chiquito de la Calzada. Para estos adolescentes este nombre no querrá decir nada, y a quienes sentimos su muerte nos resultará verdaderamente difícil explicarles lo que ha significado. Podremos ponerles sus vídeos en Youtube, pero dudo que entiendan algo cuando sus padres ríen al dar saltitos mientras sueltan ese “no puëdor” (la diéresis es importante) o “diodeno vaginarl”. Simplemente se avergonzarán de ellos, como lo hicimos nosotros cuando los nuestros hablaban de guateques. Porque hoy, no sólo nos ha dejado Chiquito, hoy también ha muerto definitivamente la época dorada del chiste.
Ahora tenemos el meme, el sketch o el youtuber gracioso. Hasta el monólogo está ya de capa caída. Pero ese microrrelato humorístico con final apoteósico nos ha dejado abruptamente hoy mismo. Aún rulan por las redes sociales imágenes con conversaciones chistosas, pero ya nadie los cuenta. La figura del pesado que suelta el repertorio completo de chistes en las comidas familiares es hoy una rara avis, una especie en peligro de extinción que, seguramente, mucha gente no echará en falta. Incluso habrá algunos desalmados que se alegren de esta tragedia. Quienes me conocen bien saben que yo soy una gran amante de los chistes, que los he contado en reuniones de amigos y en cenas de trabajo. Pero hoy me he dado cuenta de que hace ya mucho tiempo que no lo hago. Y es que, señoras y señores, el chiste ha muerto.
En esta era de la inmediatez y del eterno deseo de novedad en la que todo se hace viejo antes de nacer, una sueña con volver a escuchar el nombre de Jaimito, un “van un inglés, un francés y un español”, un “se levanta el telón”, un “cómo se dice en japonés” o un “cuál es el colmo de los colmos”. Esas frases hechas que te predisponen para la risa y que te dejan un buen sabor de boca, hasta cuando el chiste no tiene gracia, dejarán de escucharse en unos pocos años. Y eso es triste, muy triste.
Pero no todo es pena hoy, porque el legado de Chiquito de la Calzada trasciende del medio en el que éste se desarrolló. Por eso, sus chistes son lo de menos y su verdadera revolución fue la de ser capaz de ampliar y enriquecer los medios de expresión de toda una época. Fue inventor de fonemas y de palabras, y, a través de sus metáforas, pudo esquivar las limitaciones del horario infantil, conectando así con personas de todas las edades y condiciones a través de un lenguaje personal que todos entendíamos, aunque no supiéramos lo que quería decir.
Por eso yo te pido hoy, querido lector, que, si alguna vez reíste con Chiquito, les hables a tu hijos de lo que es un fistro, del caballo de Bonanza, que les digas jarl las veces que haga falta mientras unes tus dedos y levantas las manos en ese gesto italiano adaptado, que les hables de que hubo un señor que llenó de chiquitazos nuestras mochilas y estuches, que les enseñes ese saltito con la rodilla en alza para que el patrimonio cultural de los noventa no sea enterrado hoy. Porque los vaqueros de talle alto quedarán olvidados al fondo del altillo, pero Chiquito de la Calzada tiene que seguir formando parte de nuestro outfit diario. ¡Muy buen viaje, pecador de la pradera!
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Oct 12, 2017 | Cine, Críticas |
Hoy se ha estrenado en Netflix la última y esperada película de Borja Cobeaga titulada Fe de etarras. He de decir que, después de la exitosa Ocho apellidos vascos, no esperaba demasiado de este nuevo film del director donostiarra. Al ser estrenada, además, en esta plataforma, pensaba que sería un producto concebido para el mero entretenimiento. Pero, nada más empezar a verla, se me han caído a los pies todos mis prejuicios. Porque he de reconocer que la película ha «decepcionado» mis expectativas con creces y me ha dejado un sabor amargo y la necesidad de una profunda reflexión. Esperaba una comedia vacua, banal, llena de tópicos y gags previsibles, pero Fe de etarras, en realidad, ni siquiera es una comedia. Lo que hace Cobeaga con verdadera maestría es contar, desde el humor, una historia real y dolorosa sobre Euskadi, personificando en un comando etarra algo sui generis las tensiones internas de la banda terrorista ETA en un momento histórico muy concreto.
La narración acontece en el verano de 2010, el verano del Mundial de Fútbol de Sudáfrica del que la Selección Española salió campeona. Sin embargo, ese verano es también el previo a que ETA declarara un alto al fuego el cinco de septiembre de ese mismo año. Como Didi y Gogo en Esperando a Godot, los cuatro integrantes del comando esperan la llamada de Artetxe, jefe de ETA, para que les dé indicaciones sobre el siguiente gran golpe. La espera es, pues, casi un acto de fe de estos cuatros personajes: el jefe del comando, un riojano de nacimiento e integrante histórico de la banda, que “si puede jugar en el Athletic, también puede ser etarra”; una pareja de jóvenes que, más allá de las consignas románticas de la kale borroka, poco pueden aportar; y un anarquista de Albacete del que tienen que echar mano porque ya nadie dentro de la organización sabe manejar explosivos. De esta manera, Cobeaga nos muestra una ETA venida a menos, en la que la inercia y la incapacidad de los personajes de vivir de otra manera les llevan a continuar una vía sin saber en realidad por qué ni para qué. Esperan a Godot, pero éste, como no podía ser de otra manera, no se hace presente.
La tensión interna es evidente durante toda la película, tanto entre los integrantes del grupo como dentro de cada uno de los personajes. La pareja sueña con una vida en común, en Uruguay o como comando itinerante. Sin embargo, no pueden escapar del todo de lo que han sido y son, de esa ansia de hacer historia de Euskal Herria. Se quieren ir, pero no pueden. Se quieren quedar, pero no tienen nada que hacer. El jefe del comando juega a mantener viva la ilusión de un gran acto terrorista, pero a la vez manipula y evita la llamada de Artetxe. El anarquista quiere formar parte de esa idea romántica de la lucha, quedándose, de esa manera, en la parte estética del asunto, obsesionado por euskerizar su nombre e imaginándose en los titulares de los informativos como un mártir.
El título de la película no es casual, porque ser etarra en 2010 es un acto de fe, una cuestión religiosa. Pero la organización interna de ETA ha entrado ya en un proceso de secularización que no tiene marcha atrás. Ahogada tanto por los agentes externos, simbolizados aquí en el entorno hostil en el que se mueven, en el ambiente generalizado de orgullo patrio futbolístico -valga la redundancia-, el comando sólo existe en el claustrofóbico piso franco en el que pasan los días. Fuera no son nada y dentro, las tensiones entre ellos sólo se palían gracias al deseo irracional que tienen en común de continuar un camino a todos ojos absurdo y patético. Sin querer hacer de spoiler, solamente mencionaré una de las frases que el gran Ramón Barea pronuncia hacia el final de la película: “a los cobardes se les espabila a hostias, pero cuando no hay fe, no hay nada”. Y Cobeaga retrata esta pérdida de fe interna, el paso de la idea romántica de los personajes históricos de ETA a una nueva realidad dentro y fuera de la organización de manera brillante. Y lo hace a través de un humor fino y sutil, sin dejar de ser, sin embargo, incisivo y serio, muy serio a ratos.
Sólo espero que esta película se reciba como lo que es: una crónica de una muerte anunciada, pero no una banalización del mal. La película molestará a algunos sectores de la sociedad, pero eso es seguramente lo que el humor serio de Cobeaga pretende. Ahora que la equidistancia está tan mal vista, el director nos muestra una película llena de grises y matices, como lo está también de frustraciones, miedos y dolor. Pero esto es, en definitiva, lo que ha dejado en todos nosotros una época marcada por el patriotismo y el fanatismo. Y, para que no se me malinterprete, diré que me refiero aquí no sólo a la cuestión de la lucha armada en la que Cobeaga se centra más, sino a lo que se ve en los vecinos de la comunidad en la que se encuentra el piso franco. Una comunidad que recoge una muestra algo sesgada, pero real, de las diferentes simplificaciones de las que hacemos uso para comprender mejor la complicada realidad que nos rodea. Porque, al final, lo que hemos sido y lo que somos siempre puede volver a llamar a la puerta. Y no diré más.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Ago 8, 2017 | Artículos, MujeRes, Música |
¿Se habrán enterado ya Las Vulpes, el grupo punk de los años ochenta, de que una institución gubernamental ha incluido su canción Me gusta ser una zorra en una lista de reproducción de canciones “adecuadas” para las fiestas de verano de las ciudades y los pueblos de Euskadi? ¿Tomarán como un triunfo el hecho de que su subversivo mensaje haya conquistado el terreno de lo políticamente correcto o, por el contrario, lo vivirán como la derrota definitiva del punk y de lo que quisieron representar? Más aún, ¿estaría la canción original de Iggy Pop I wanna be your dog en esta lista?
¿Qué opinará Shakira, si es que le importa, de que su canción Me enamoré, en la que narra su profunda historia de amor con el futbolista Piqué, haya sido considerada peligrosa por estas mismas instancias gubernamentales por avivar el sexismo que tantas formas toma en nuestra sociedad actual? ¿Sentirán ella y Luis Fonsi -cuya canción Despacito también ha sido excluida de la lista de canciones adecuadas- angustia al pensar en el prematuro y amargo final de sus carreras porque, al estar en la lista negra, ya nadie más bailará sus canciones?
¿Estará Calle 13 brindando con piña colada en alguna playa de Puerto Rico para celebrar que esta misma institución pública no haya considerado sexistas versos como “súbete la minifalda hasta la espalda” o “yo también quiero consumir de tu perejil” de su canción Atrévete-Te-Te, sino que haya tenido el privilegio de verlos incluidos en la playlist de canciones empoderadoras y decentes?
Sirvan estos ejemplos para retratar la aleatoriedad con la que Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, a través de su plataforma Beldur Barik (Sin Miedo), ha seleccionado una lista de reproducción en Spotify de unas doscientas canciones “libres de sexismo” con la intención de concienciar y evitar ataques machistas durante las fiestas. El hecho de que una institución pública pretenda decidir, con un criterio absolutamente sesgado y casi azaroso, lo que debemos o no bailar en estas fiestas populares debería, antes de a abrazar la decisión con entusiasmo por el discurso buenista bajo el que se escuda, incitarnos a la reflexión.
Dicen en la página web de Beldur Barik que “la música no es machista. Ahora, otro cantar es la utilización que hacemos [de ella].” Y añade más adelante que “(…) si quieres bailar twerk… ¡hazlo! Pero que tengan clarito que lo haces por ti, porque tú quieres. Y si quiero bailar para seducir a alguien, para entrarle, porque quiero que me miren… ¡ya te vas a enterar!… y lo haré porque yo quiero”. El problema no parecería estar, por tanto, en la música, sino en el uso que hacemos de ella. Pero, por otro lado, no parece haber inconveniente en que las mujeres hagamos el uso que nos dé la gana de esa música. Si esto es así, el problema no estaría ni en Despacito ni en cómo la bailo, sino en que no tengo por qué ser acosada ni por mi gusto ni por el modo de bailarla. Entender, pues, ciertas canciones como las causantes del machismo y de la desigualdad entre sexos, más que una denuncia del problema, es un planteamiento reduccionista y simplista. Pretender, además, con su veto, que este gravísimo problema desaparezca y dar a entender que, al ritmo de Paquito el Chocolatero o Pajaritos -que sorprende que no están en la lista-, o al de Las Vulpes o Calle 13, el problema de la violencia sexista en las fiestas va a verse disminuido es, además de muy ingenuo, bastante peligroso.
Por un lado, se criminaliza a las personas que disfrutan con un cierto tipo de consumo cultural, llegando así a la simplificación más absoluta del problema al reducirlo al absurdo silogismo de “si te gusta Despacito, eres un acosador en potencia”. En la misma lógica, se premia a las personas que encajan en lo que la institución vasca ha declarado ser el consumo musical que fomenta la cultura igualitaria y democrática, llegando al mismo reduccionismo de que “si te gusta Skalariak, eres mejor persona”. Y se olvida, de este modo, que el problema del machismo es transversal y que, al englobar a personas de todas las clases sociales y gustos culturales, se revela como un fenómeno hondamente arraigado y enquistado en la sociedad.
Por otro lado, nos encontramos con el peligro que suponen los vetos y las censuras. Y es que, cuando las instituciones públicas se toman la licencia de hablar desde un púlpito y asumir un papel cuasi-religioso, enviando mensajes morales sobre lo que está bien y lo que está mal en cuanto al consumo cultural, se plantea un problema de mayor calado. Si Despacito es la canción más reproducida de la historia, habrá que analizar por qué sucede, pero optar por la vía del veto y la censura no parece ser la mejor idea. La solución, más compleja y de más a largo plazo, parecería, más bien, consistir en educar el pensamiento crítico de los jóvenes, en tratar de que desarrollen las herramientas necesarias para desenvolverse en el mundo de manera libre y hacerse conscientes de lo que consumen y cómo lo consumen. Otras maneras de querer atajar el problema podrían derivar en otro mayor. Porque, tal y como puede comprobarse aquí, la playlist de Emakunde es un batiburrillo de canciones que ciertas personas consideran adecuadas para la construcción de un Zeitgeist a su medida. Y este es el gran problema: el hecho de que la institución se atribuya, de un lado, la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, arrogándose una función moralista que no le corresponde, y, de otro, abuse de su poder, imponiendo el consumo cultural que considera adecuado. Cuando, según están las cosas, la cuestión es, creo yo, que las mujeres podamos bailar lo que queramos y como queramos, sin miedo a que nadie nos acose. Si no, que se lo pregunten a Las Vulpes, que, como dicen en esta entrevista, hubo quienes “entendieron mal” el mensaje de su canción y, entre otras lindezas, las llamaban zorras. No se trata, pues, de que la música sea o no machista, sino de que son los machistas los que utilizan hasta la música -y todo tipo de músicas- para comportarse como tales. Y esto ni se arregla ni se reduce recomendando arbitrariamente canciones.