El Tekila y otros licores

El Tekila y otros licores

Yo, como casi todos los que me estaréis leyendo, no enciendo esa máquina del demonio que se llama televisión. Ahí no echan más que basura y a mí la basura no me interesa. Quienes me conocen ya saben que yo soy una intelectual y que, de ver algo, sólo es Saber y Ganar y las películas que echan en La 2 a altas horas de la madrugada. Mejor si son bielorrusas, en blanco y negro, con pocos diálogos y en V.O. A veces, sólo a veces, me doy un paseo por las cadenas mainstream, pero siempre con una visión crítica y para sentirme moralmente superior a esa masa homogénea que consume esa televisión basura. De vez en cuando hay que mezclarse con el pueblo, si no, una pierde la perspectiva. En ocasiones veo First Dates mientras ceno, para ver un poco el percal que se mueve por el mundo. Algunos viernes, para desconectar, pongo Tele 5 y me trago el polideluxe de Jorge Javier, pero sólo para criticar a la gentuza que se pasea por ahí y disfrutar, por qué no decirlo, del circo, con sus payasos, sus malabaristas, sus tigres y sus tigresas (creo que es el único circo en el que aún están permitidas las fieras). Gran Hermano no me convence, sólo veo de vez en cuando la versión VIP, con el único objetivo de saber qué ha sido de Irma Soriano o ver lo bien que está envejeciendo Ivonne Reyes. Pero bueno, que no me gusta esa basura. Yo soy más de leer a Kierkegaard.

Entre las muchas cosas que no veo está el recientemente terminado concurso Got Talent. Se trata, para vosotros que tampoco veis estas cosas, de un talent show. No es un concurso de talentos. No, no, no. Eso era Lluvia de Estrellas de Bertín Osborne. ¡Que estamos en 2017! Este concurso cala en los espectadores a través de un mensaje muy sencillo: tú, que cantas en la ducha, que cuentas unos chistes de troncharse, que quedas con los colegas cinco horas a la semana para echar unos bailes; tú, que siempre has soñado con salir de tu miserable vida, puedes subirte a este escenario que te catapultará a lo más alto del panorama artístico nacional, como a David Bisbal. Esta es tu oportunidad y nosotros, unos jueces de gran prestigio internacional, haremos la primera criba. Pero la última palabra la tendrá el público soberano, que con su sapiencia y criterio decidirá quién se merece el apartamento en Torrevieja, el coche, la Ruperta o los 25.000 euros.

Pero claro, puede ocurrir, y de hecho ha ocurrido, que el público vote mal. Y la gente decente se indigna. ¡Como para no! Hay que ser un psicópata para que no le afecten a una las injusticias sociales. “Con lo bien que cantó el chico ese aquella canción de esa ópera tan famosa. El nombre no me lo sé, pero lo tengo en un CD que regalaban con Cambio 16, Momentos estelares de las más grandes óperas de todos los tiempos creo que se llamaba. Y encima fue con su abuela al programa, porque sus padres no le apoyaban en eso de cantar, decían que era de maricas. O aquellos que iban vestidos con chándal blanco, camisetas demasiado grandes y gorra. Sincronizados, lo que se dice sincronizados, no iban. Pero, ¡madre mía, qué energía! Hasta Risto se levantó para aplaudirles. Con todo el talento que hay en este país, va y gana un mindundi que dice bailar rock. ¿Pero tú le has visto? ¡Si eso lo hago yo cuando me tomo una cerveza de más!”. Y empatizamos, vaya si empatizamos, con la gente que se lo ha currado de verdad. Y empatizamos también con Risto Mejide, que, en un alarde de dignidad profesional, dejó su silla vacía para no tener que ser testigo de la gran tragedia que ya se veía venir.

Pero vayamos por partes. Intentaré analizar aquí las distintas cuestiones que entran en juego en este acontecimiento o Spanish shame, como lo ha calificado el propio Risto en un artículo al respecto. Lo primero que deberíamos intentar entender es el propio medio en el que se lleva a cabo el melodrama: la televisión, ese medio de comunicación de masas cuyo primer objetivo es entretener. No voy a entrar a valorar aquí si este objetivo es el más adecuado, si debería tener otros o si se podría conseguir ese mismo de otras maneras. “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio” dijo Serrat y, de un tiempo a esta parte, concretamente desde que se emitió la primera edición de Gran Hermano allá por el año 2000, la verdad de la llamada telerrealidad ha inundado el panorama televisivo nacional. El prefijo tele no significa otra cosa que “a distancia”, “desde lejos”. Por tanto, cuando hablamos de telerrealidad, nos referimos a una realidad vista desde la distancia, dejando de ser, en la misma medida, la realidad. Así pues, lo que este tipo de programas pretende transmitir no es más que la ilusión de una realidad, por lo que sería un error asumirlas como una captación no intervenida de la nuestra. La diferencia que hay entre Gran Hermano y Got Talent es, básicamente, que en el segundo la gente “hace cosas”. Y es precisamente esa idea de esfuerzo personal, del “hoy puedes ser tú”, la que convierte este tipo de programas de talento en supuestas plataformas de oportunidades. La voraz industria cultural que hay detrás de estas producciones disimula su último y único objetivo, el monetario, poniendo al servicio del gran público una plataforma en la que podrá hacer realidad sus sueños. Es imposible no acordarse de la película Requiem por un sueño (2000), de esa madre hundida que vive a través de la televisión con la ilusión de que su vida cambie cuando es invitada a participar en su concurso de cabecera y comienza a obsesionarse con adelgazar para entrar en su vestido rojo de estrella. Y resulta también imposible no acordarse de McLuhan y de su célebre frase “el medio es el mensaje”. No seamos ingenuos: es televisión y es audiencia.

Después está el tema del jurado, una muestra fantástica que nos hace aún más fácil comprender de qué va esto. Una ex Operación Triunfo en horas altas, que hace anuncios de Cola Cao, representa a España en Eurovisión y que dignifica el propio medio al ser el claro ejemplo de que este tipo de concursos funciona (o puede funcionar); el presentador del programa de chascarrillos que llena más horas de televisión; una humorista; y un licenciado en Administración y Dirección de Empresas y publicista que escribe libros de autoayuda sobre cómo triunfar en la vida siendo molesto, un tío hecho a sí mismo, vamos. Estas cuatro personas son las responsables de juzgar actuaciones de diversas ramas artísticas de las que no tienen demasiada idea. Por esto, la reacción tan impostada que tuvo Risto Mejide resulta un tanto vergonzante. Supongo que le ocurre como a Groucho Marx, que no quiere pertenecer a un club en el que le acepten a él como socio. “Tenemos el país que nos merecemos”, publicó en su página de Facebook, elevando a categoría nacional un simple programa de televisión e intentando mantener intacto su autoadjudicado prestigio profesional. Pocas veces estoy de acuerdo con este personaje televisivo, pero he de reconocer que esta vez no puedo estarlo más. Tenemos el país que merecemos y a Risto Mejide hasta en la sopa. Porque lo que nos gusta es ser jueces y sentarnos a opinar lo que está bien y está mal en los demás, dárnoslas de saber reconocer el talento de los otros y participar del espectáculo alzando o bajando el dedo pulgar para salvar o condenar a los gladiadores. Y ciscarnos en este país, lo que se está convirtiendo ya en deporte nacional, porque El Tekila gana un concurso de la tele y vivimos en un país de ignorantes. Todo esto mientras se cierran salas de cine, se vacían los teatros y los auditorios se llenan de calvas y canas. Y esta sí que es la realidad, sin distancias.

Es el capitalismo, estúpido. Cultura de Terry Eagleton

Es el capitalismo, estúpido. Cultura de Terry Eagleton

Paso por delante del escaparate de una librería de una ciudad que no es la mía. Me detengo a ojear los libros expuestos y uno retiene mi atención. En la portada, debajo del nombre del autor, está escrita una sola palabra: cultura. El título, pienso, no deja lugar a dudas. Terry Eagleton nos quiere hablar de eso que ya sabemos qué es. Entro y le digo al librero que estoy interesada en el libro. El hombre, un profesional de los que es difícil encontrar a día de hoy, me dice que es buenísimo, que me va a encantar y que vuelva a contarle lo que me parece cuando lo lea. Tengo un viaje pendiente a Logroño, aunque puede que sea él mismo quien encuentre este artículo en la inmensidad de internet y me lo ahorre.

Al salir de la librería me siento en una cafetería cercana con esa bonita sensación de tener en mis manos un libro nuevo y con unas ganas casi infantiles de empezar a leerlo. Es entonces cuando se me quedan los ojos clavados en esa palabra tan familiar que viene impresa en la portada. Y me ocurre lo mismo que cuando me miro un rato largo las manos, que dejo de sentirlas como propias y ya no sé lo que son ni a quién pertenecen. Cultura. Cultura. Cultura. Paso de la certeza de conocer de antemano lo que iba a leer, a no tener ni idea de lo que me voy a encontrar en sus páginas.

Terry Eagleton (Salford, Inglaterra, 1943) pretende en este libro, no tanto elaborar una teoría de la cultura, sino, tal como deja patente en los primeros párrafos, acotar de alguna manera su significado o intentar comprender a qué nos referimos cuando empleamos esta trillada palabra. Me reconforta, ya que es precisamente lo que necesito en ese estado de zozobra en el que me ha sumido la sola lectura del título. Y la manera más efectiva de saber qué es la cultura en esta época en la que casi todo se considera tal, es determinar qué no es. Por eso, Eagleton, tras explicar de una manera admirablemente sencilla las diferentes acepciones del término, establece una dicotomía entre el término cultura y civilización, relacionando la civilización con ciertas cuestiones materiales que resuelven una necesidad, es decir, con un sentido de utilidad, y la cultura con su dimensión espiritual o simbólica. Sin embargo, ambos conceptos conviven en una misma realidad y, no sólo eso, sino que sus significados son contingentes, cuestiones que se encuentran en constante intercambio sin perder la esencia de lo que son.

La cultura, entendida como la creación intelectual de una sociedad determinada, necesita, por un lado, de los medios de producción físicos de la civilización. Un escritor necesita papel, tinta y toda una serie de materiales físicos concretos para poder plasmar su obra y distribuirla. Sin embargo, la imprenta, por poner un ejemplo, no es parte de la cultura, sino de la civilización, aunque, en cierta manera, la una no pueda existir plenamente sin la otra. De otro lado, sería un error reducir el concepto de cultura a la producción intelectual de un territorio. En él se incluye también el concepto de red de significados simbólicos construidos alrededor de los objetos materiales fruto del desarrollo de la civilización. La existencia, por ejemplo, de semáforos responde a una necesidad de la civilización de ordenar el tráfico y evitar accidentes. Por lo tanto, el semáforo no es algo cultural. Pero el significado de parar atribuido al color rojo sí lo es.

A partir de este punto, Eagleton, fiel a su particular ideología marxista, realiza un recorrido histórico del concepto de cultura a través de las ideas de diferentes autores como Gottfried Herder, Edmund Burke, T. S. Eliot y Oscar Wilde, entre otros, al objeto de repensarlo en sus diferentes dimensiones como la lucha de clases -cultura alta y baja-, el conflicto identitario – nacionalismo y colonialismo- o el conflicto religioso: Irlanda del Norte. Pero, antes de iniciar este viaje, el autor se detiene a hacer una crítica mordaz al posmodernismo, que rechaza todo hecho y valora únicamente las interpretaciones. Los prejuicios posmodernos, como él los llama, se desarrollan en un terreno en el que algunas cuestiones como la diversidad o la integración se asumen como buenas per se, cayendo en una especie de argumentación ad populum, es decir, dando por buenas todas las características culturales sin entrar en valoraciones para no imponer la moral propia sobre la ajena. Para Eagleton, la defensa radical del relativismo cultural representa, además de una nueva forma de fundamentalismo, una postura entre la ingenuidad y la ilusión. El buenismo construido alrededor de estos conceptos integradores tendría consecuencias nefastas, tanto que Eagleton llega a afirmar que “no hay nada elitista o jerárquico en sostener que unas opiniones son mejores o más ciertas que otras”, ya que “sólo un racista puede creer que sea correcto violar o asesinar en Borneo pero no en Brighton”.

Sería en este punto en el que el concepto de cultura se extendería de tal modo que lo abarcaría prácticamente todo. Y esto, unido a la idea de un relativismo radical que rechaza el juicio de valor, conllevaría a una especie de estetización de ese “todo cultural” que forma parte, a su vez, de un todo aún más grande que es la industria y el capitalismo. Para Eagleton se ha perdido esa tensión entre cultura e industria que resulta necesaria para que la primera pueda desenvolverse de manera independiente y crítica respecto de la segunda. Así como en siglos pasados la cultura, en su dimensión de producción intelectual, estaba tan alejada de la civilización como para permitir una verdadera tensión que facilitara la crítica a esos mismos medios industriales que la hacían posible, a día de hoy, el capitalismo ha absorbido de tal modo esa inmaterialidad de la cultura que ha acabado convirtiéndola en un medio más de producción industrial. Este hecho conlleva una ruptura en la jerarquía espiritual entre alta y baja cultura gracias a la llamada cultura de masas, que, en opinión de Eagleton, no es algo que haya que lamentar. Pero, lejos de lo que cabría haber esperado, esta democratización de la cultura no ha conducido a la abolición de las desigualdades sociales, aunque sí a una especie de totum revolutum en el que el relativismo absoluto ha traído consigo una falsa igualdad cultural.

Ese proceso de estetización del capitalismo no supone, sin embargo, la asunción por parte del sistema de los valores inmateriales de la cultura, cosa que, en cierta manera, habría podido tener su parte positiva, sino la pérdida total de su valor, que se ha reducido a mera mercancía de consumo. Son pocos los utópicos que a día de hoy creen en el valor de la cultura como crítica de la civilización, consecuencia, en parte, de la visión posmoderna de la cultura reducida al concepto de “forma de vida”. Y en ese todo que lleva el nombre de cultura es más difícil reconocer que las tensiones actuales no son tanto culturales como materiales. Nos encontramos, pues, ante la paradoja de que el concepto de cultura se ha hinchado a la vez que reducido a su dimensión material. Y esa zozobra que yo sentí al verme frente al título de este libro no ha hecho más que aumentar.

La La Land: una (pobre) historia de amor

La La Land: una (pobre) historia de amor

En este mundo occidental de la posverdad y de los “alternative facts”, del tráfico compulsivo e indigerible de información, de la inmediatez de twitter, de las intensas ráfagas de sobreactuada indignación en forma de meme que se desactivan en décimas de segundo, de los filtros de instagram que edulcoran las miserias de vidas propias y ajenas, en este mundo, en suma, líquido, como lo definió el gran Zygmunt Bauman, el discurso que Meryl Streep pronunció al recoger su premio en los pasados Globos de Oro y que inmediatamente se hizo viral en las redes sociales no ha dejado ni un hilo de estela. La industria que vitoreó a la actriz por su discurso anti Trump, impulsó la marcha de las mujeres el día después de la “inauguración” y graba vídeos al ritmo de I will survive como protesta frente a la que nos viene encima es la misma que ahora se arrodilla ante una película edulcorada y nada comprometida, que apela a una emotividad individual frente a los valores colectivos. Una película que encumbra los pequeños sentimientos en este siglo del selfie y funciona como un filtro más de ese gran instagram en el que se ha convertido la realidad. Porque, por mucho que pretendan engañarnos, la verdad es que La La Land no habla de nada ni oculta ningún mensaje. Es, simplemente, una pobre historia de amor, como pobre es también la manera de contarla. Y escribo como simple espectadora, sin pretensión alguna de crítica.

La película comienza con un número musical excesivamente colorista que funciona como carta de presentación con la que Damien Challeze parece querer decirnos dos cosas. La primera, que lo que viene a continuación es una película superficial -se agradece la honestidad- y, la segunda, que se trata de un musical. Sin embargo, esta última es un engaño en toda regla. La La Land no es tal cosa. Los números musicales no forman parte sustancial de la trama, sino que funcionan, más bien, como algo auxiliar. Después de tres números muy seguidos en la primera media hora, nos encontramos con un desierto de una hora en el que la música no tiene una función distinta a la de la banda sonora al uso de cualquier película de otro género. Por lo demás, el nivel artístico de estos números, sobre todo el de las coreografías, es más bien mediocre. A un musical se le puede perdonar la simplicidad argumental si a cambio cuenta con espectáculos musicales y coreográficos de alta calidad. Pero La La Land no ofrece ni lo uno ni lo otro. La historia es floja y la parte musical no dice nada. Lo mejor de la película son las evidentes y numerosas referencias a los clásicos del género como Cantando bajo la lluvia, Grease o Todos dicen I love you. A través de estas reminiscencias, Challeze consigue transportarnos a esas otras películas. Sin embargo, este recurso le juega una mala pasada, ya que deja en evidencia que La La Land no alcanza el nivel de las películas que homenajea.

El filme es, en definitiva, una sucesión de tópicos trillados y aburridos. La narración está dividida en cuatro capítulos que llevan por título las estaciones del año: la primavera como metáfora del nacimiento del amor; el verano, la de la plenitud; el otoño y la caída de las hojas nos dejan ver cómo la cosa empieza a torcerse; y con el invierno la relación termina. La idea puede ser buena, pero original, desde luego, no. Y de una película con 14 nominaciones a los Oscar y 7 Globos de Oro ya conseguidos se espera cierta originalidad, si no en la estética y el lenguaje, sí, al menos, en la manera de narrar los acontecimientos. Sin embargo, la historia de amor entre los protagonista no se sale ni un ápice de los clichés de la típica comedia romántica norteamericana. Con la única excepción, quizás, de que no tiene el final feliz que cabría esperar. Evitando ser un spoiler, me limitaré a decir que, Challeze ha elegido un punto medio entre el drama y la comedia, llevando así la historia a un punto completamente insípido en el que nos quiere inculcar una especie de moraleja pop muy siglo XXI que viene a decir algo así como que cada uno debe perseguir sus sueños, a pesar de los sacrificios que ello conlleva. Aunque, bien visto, no se sabe si es esto lo que quiere decir o justamente lo contrario.

Otro de los tópicos de la película es, precisamente, la idea de éxito personal que transmite y que tiene un tufillo sexista más que evidente. Mientras se nos muestra a un Ben (interpretado por Ryan Gosling) que, cinco años después de que la relación con Mia (Emma Stone) haya terminado, alcanza el sueño de abrir el bar de jazz que tenía en mente desde el comienzo de la película, a ella, pese a que durante todo el metraje se nos deja claro que lo que quiere es ser actriz y escribir obras e interpretarlas, lejos de presentarla como profesional al final de la película, se la deja en el papel de la típica esposa y madre subida a unos altos tacones de aguja.

Por último, están, aunque bien podrían no estar, los personajes secundarios, ya que las intervenciones de todos ellos son completamente ridículas. Desde las compañeras de piso de Mia, que aparecen en un número musical al comienzo de la película (para solo volver a hacerlo hora y media después aplaudiendo en un teatro), hasta la única intervención de la mujer del bollo con gluten o la del jefe del piano bar. Mención especial merece el primer novio de la protagonista, que quizá tenga el papel más prescindible de la historia del cine, junto con la hermana del protagonista, que interviene unos treinta segundos sin añadir tampoco nada en absoluto a la historia (ni a la de la película ni, por supuesto, a la del cine).

El éxito de La La Land refleja los deseos y las aspiraciones de una sociedad en busca de momentos de luz, de entretenimiento y de evasión. Es comprensible que una película así triunfe en taquilla. No resulta nuevo que una pieza de estas características, incluida la agresiva campaña de marketing que la ha lanzado como imprescindible, llegue a romper cualquier estadística en cuanto a beneficios económicos se refiere. Lo que sí resulta, en cambio, sorprendente es que la Academia haya elevado a categoría de obra de arte una película como La La Land. Porque esto no va de subjetividades y resultan ciertamente sospechosas esas 14 nominaciones a los Oscar. Más allá de los intereses comerciales que pueda haber, y que habrá, tras esta decisión, resulta penoso que una institución como la Academia del cine, que tanto prestigio tiene en EEUU y en todo el mundo, haya querido, precisamente este año, poner el foco sobre una película blanda, falta de ambición y, con perdón, bastante tonta. Habría sido de agradecer que hubiera aprovechado la privilegiada posición que tiene conquistada para hacer visibles otras películas más comprometidas y menos ñoñas, esas que hablan de lo que sus miembros con tanto fervor aplaudieron cuando tomó la palabra Meryl Streep en la reciente ceremonia de los Globos de Oro.

I did it my way. El baile de investidura de Donald Trump

I did it my way. El baile de investidura de Donald Trump

Donald Trump eligió la canción My way para el tradicional baile con la primera dama que cierra la toma de posesión del presidente de EEUU. La decisión se ha comentado en los medios de manera, aunque superficial, acertada. Los análisis, si pueden llamarse tales, se han centrado en lo evidente del título de la canción elegida, asumida como una muestra más del personalismo del nuevo presidente, quien no ha desperdiciado ocasión de dejar claro que con él comienza una nueva manera de hacer las cosas: la suya. Teniendo en cuenta que el baile en cuestión funciona como una campaña de marketing destinada a enviar un mensaje a la población, no queda sino aceptar que la elección de My way ha sido un acierto. Hace ocho años, Obama envió otro mensaje al son de un romántico y edulcorado soul cantado por Beyoncé -artista que también actuó en la apertura de la segunda legislatura- que el matrimonio escenificó con evidentes y estudiadas manifestaciones de cariño conyugal, mostrándose al mundo como un equipo sólido y dispuesto a permanecer unido ante cualquier adversidad. El matrimonio Trump, en cambio, sustituyó el plural we de los Obama por el singular I de Donald, además de dejar en evidencia que no posee el flow de los anteriores.

Pero, como viene siendo habitual con todo lo que tiene que ver con el nuevo presidente, la elección de la canción para este baile publicitario no estuvo exenta de polémica. De nuevo -cómo no-, fue Twitter el campo de batalla. Cuando se hizo público que los Trump bailarían al ritmo de My way, Nancy Sinatra escribió en esa red social que su padre, Frank Sinatra, no habría estado de acuerdo con que su canción sonara en esa ceremonia. Ante la avalancha de críticas que recibió del sector pro-Trump, decidió borrar el tuit zanjando así la polémica. Lo primero que hay que dejar claro a este respecto es que My way no es una canción “de” Frank Sinatra, sino la adaptación al inglés que realizó Paul Anka en 1969 de una canción francesa, Comme d’habitudecompuesta por Claude Françoise y Jacques Revaux en 1967 y que el artista ítalo-americano popularizó. Frank Sinatra sólo compraría los derechos de la canción más adelante. Y es aquí donde se plantea la pregunta: ¿a quién pertenecen las canciones?

Si Nancy Sinatra considera que la canción es “de” su padre por el mero hecho de ser el dueño de sus derechos, tendríamos que pasar a considerar My Way solamente como mercancía comercial. En tal caso, quien pague los derechos pertinentes para realizar una comunicación pública de la misma, sea en una fiesta de discoteca o en otra emitida por televisión a nivel mundial, será el propietario de la canción durante el tiempo que ésta suene. Dudo mucho que a los dueños de cualquier bar se les pida el carnet ideológico para poner ciertas canciones en su local. Es decir, si el hecho de haber pagado por la canción le hace a Sinatra dueño de la misma, por la misma razón Trump lo fue durante su baile y no tiene que dar explicaciones a nadie. La cuestión es si una canción, en su dimensión, digamos, simbólica, pertenece a alguien más que a su propio autor o si, al entrar en el circuito comercial, pertenece ya “a todos”. Porque, más allá de eso que llamamos “las intenciones del compositor”, lo que ocurre con las canciones es que las hacemos nuestras y les adjudicamos significados propios, individuales y personales. Por lo tanto, habrá tantos My Ways como oyentes tenga la canción.

Al margen de esto, habría que analizar por qué Trump eligió esta canción para su baile. En este sentido digo que la superficialidad de los artículos aparecidos en prensa es acertada. Hay dos razones fundamentales por las que el nuevo presidente se decantó por ella. Por un lado, su universalidad y conexión emocional con el oyente medio. En este punto es en el que podemos sentirnos decepcionados, no ya con Trump, sino con nosotros mismos. Qué rabia da que alguien a quien detestas, alguien que consideras que reúne los peores defectos que puede tener una persona, se sienta identificado con una canción que tú has coreado con la copa en la mano, cantado en la ducha o bailado con tu pareja. Se te agolpan un sinfín de sentimientos contradictorios porque no sabes si eso te hace a ti peor persona o al monstruo, más humano. «Cómo puede llegar a ser que tenga yo algo en común con este fantoche», te preguntas. Porque puede ocurrir, -y de hecho ocurre, como en la película de José Luis Cuerda Amanece que no es poco con los clásicos de la literatura leídos por gente no intelectual-, que, según quién las escuche, las canciones se estropeen y ya jamás vuelvan a ser las mismas. Por otro lado, Trump parece haberse fijado sólo en el título de la canción, en ese “a mi manera” que funciona tan bien como eslogan publicitario. Seguro que no tuvo en cuenta que la canción está narrada por una persona que, al final de su vida, hace un balance agridulce de su paso por el mundo y cuyo único consuelo, por encima de errores y decepciones, es el de haber hecho las cosas “a su manera”. Aunque, visto de otro modo, cabría interpretarlo como una declaración de intenciones del nuevo presidente, que quizás esté diciendo que hará las cosas a su manera y que esa es razón suficiente para que cualquier error o mala decisión esté justificado. ¡Pretenderá, con eso, que le perdonemos!

Los intocables del cine español: sobre el boicot a Trueba

Los intocables del cine español: sobre el boicot a Trueba

Parece ser que la Infanta Cristina tiene muchas ganas de que termine “esto” para no volver a pisar “este país”. La elocuencia de esta sencilla frase reside, sin embargo, más en lo que se sobreentiende de ella, que en lo que realmente dice. Por un lado, la culpa de “esto” que le está pasando la tiene para la Infanta “este país”. Por otro lado, la frase contiene una elipsis, valga el oxímoron, y es que es inevitable añadirle algún complemento al final. Se sobreentiende, pues, que a “este país” le falta un “de mierda”, “de miserables” o “de gilipollas”. Esto ha suscitado una oleada de tuits de gente que se ha sentido muy ofendida. Pero, al contrario de lo que cabría esperar, los ofendidos no han sido tanto los que ideológicamente pueden estar más cerca de la monarquía y se han sentido decepcionados con esta declaración antipatriótica, sino que las críticas han venido precisamente de quienes se sienten más alejados de la institución monárquica.

Algo parecido, salvando las distancias, ocurrió con las declaraciones que Fernando Trueba realizó cuando recibió el Premio Nacional de Cinematografía en septiembre de 2015. Con ese ya famoso “no me he sentido español ni cinco minutos”, el director se ganó las críticas de cierto sector que lo atacó por las redes sociales a través de, todo hay que decirlo, razonamientos tan simples como el trillado y cansino argumento de las subvenciones públicas que recibe la industria del cine o haciendo referencia a “los de la ceja”. En esta ocasión, los ofendidos también fueron los que ideológicamente se sitúan más alejados del cineasta. Por lo tanto, puede que estas reacciones no respondan tanto a una gran sensibilidad nacional, sino que, más bien, formen parte del gran deporte nacional de meterse con “el otro bando”.

Personalmente, me trae sin cuidado si la Infanta detesta el país que la ha mimado con tantos privilegios (no espero demasiado de las instituciones medievales), como tampoco me importan los sentimientos nacionales de Trueba. Lo que sí me parece digno de analizar es la (falsa) polémica que se ha creado alrededor de este discurso antipatriótico. Los premios (los que reciben los demás, se entiende) son siempre sometidos a la implacable opinión pública que se divide entre los que están a favor y los que están en contra de que el premiado sea el que es. Lo hemos visto este año con el polémico Nobel a Bob Dylan. Pero los premios sirven también para fomentar orgullos patrios, regionales y vecinales de diferente naturaleza. Ocurre especialmente en el día de hoy con la Lotería de Navidad, cuando todos los vecinos sacan el champán y los matasuegras a la calle porque a “uno de los suyos” le ha tocado el gordo. Algo así ocurrió también cuando Juanjo Mena recibió el Premio Nacional de Música 2016 y las redes sociales se llenaron de mensajes de orgullo de vitorianos y vascos que sentían el premio un poco suyo. Quizá algunos de estos aplaudieron en su día el discurso de Trueba, pero en esta ocasión no les importó que el premio recibido por el director de orquesta incluyera el mismo adjetivo “nacional”, porque, claro, esta vez nos lo llevamos para casa.

Trueba pronunció el discurso un año antes del estreno de su última película titulada La reina de España, una comedia folclórica ambientada en pleno franquismo. Se trata de una secuela de la exitosa La niña de tus ojos (1998) y se esperaba de ella que fuera uno de los grandes triunfos del año, supongo que porque el director era Trueba y el reparto incluía nombres como Penélope Cruz, Javier Cámara, Carlos Areces, Antonio Resines, Jorge Sanz, Loles León o Santiago Segura, entre otros. Sin embargo, el batacazo en taquilla ha sido monumental. Y la culpa de este fracaso parece haber sido de “este país”, en este caso, de ignorantes y vengativos. El mensaje se ha simplificado tanto, que ya nadie se ha parado a leer críticas u opiniones sobre la película en sí (que las hay, y no son demasiado halagadoras, por cierto: Filmaffinity ), sino que la opinión pública se ha dividido entre los que creen que “hay que ir” a ver la película para apoyar al cineasta de los ataques de unos fachas descerebrados (incluso se han podido leer algunos artículos en prensa como los de Jordi Évole o Juan Cruz) y los que han fomentado un boicot contra la película en twitter y creen que las declaraciones de Trueba son imperdonables. Sin embargo, cuando una se da un paseo por esta red social, se da cuenta de que el poder de convocatoria de ese boicot apenas llega a unos cientos de personas que difícilmente suman la fuerza suficiente para hundir una película.

El público ejerce su libertad al decidir si se compra o no una entrada para un espectáculo. Achacar un fracaso en taquilla a un supuesto boicot nacional es ridículo en este caso. De la misma manera que resulta algo arrogante presumir que un trabajo, por el solo hecho de ser de uno mismo, tiene que ser un éxito rotundo. He de confesar que no he visto la película y no tengo ninguna intención de verla. Y no lo haré, no porque quiera boicotear el trabajo de Trueba, sino porque no me suscita el más mínimo interés. Asumo el riesgo de perderme una obra de arte, de la misma manera que otros quizá deberían asumir que es la falta de interés del público lo que ha hecho que pierdan una millonada y no el absurdo enfrentamiento entre diferentes sensibilidades nacionales. Los medios de comunicación, por su parte, mejor harían en dedicarse a realizar un seguimiento de calidad de las cuestiones culturales de este país, en vez de invertir tiempo y dinero en elevar a categoría de noticia lo que por sí mismo habría pasado más que desapercibido.