Nacho Vigalondo no lo pone fácil. Sus obras suelen ser tan originales que dificultan clasificación alguna. No obstante, ese no es mi trabajo ni mi fuerte. Quedémonos con algo: si Colossal roza algo es, en todo caso, la genialidad.
Los mensajes del nuevo film de Vigalondo parecen simples, casi naíf. Pero, sin embargo, la ejecución se antoja magistral. A través de una poderosa interpretación de Anne Hathaway como protagonista, Colossal nos habla de como, a menudo, algunas vidas destinadas a ser «grandes» se automutilan y, por tanto, se vuelven carne de cañón para aquellos que teniendo vidas «pequeñas» se envalentonan con facilidad.
No es sencillo aunar ciencia ficción con lo hilarante y, a la vez, transmitir cierta grandiosidad en lo comunicado. En Gloria, nuestra protagonista, uno observa ciertos problemas que parecen tener su culmen en el alcoholismo. Pero hay pocos retazos dramáticos en esta chica: no es una borracha arquetípica. Sus frecuentes «amnesias» incitan más a la irrisión que a la pena. Sin embargo, no podemos dejar de comprender que, bajo la superficie de estos problemas, se observa un temor al recuerdo. Pero no al recuerdo de un pasado lejano. Más bien: al recuerdo de lo que ella debe hacer ahora para vivir la vida que siempre quiso vivir.
A través de Gloria y su antagonista/Álter ego (Oscar), vemos una lucha entre querer volar y la pulsión de querer cortarse las alas. Mirar abajo no es aquí sinónimo de miedo sino, más bien, de saber afrontar toda perspectiva que envuelve la vida. O tal vez, no esté dando ni una. Quizás sea una licencia que yo me de aquí porque me cuesta poder hablar de esta película.
Habida cuenta de las dificultades descritas, mi más sincera recomendación es que la película sea vista, porque, en todo caso, no dejará indiferente a nadie. Y así, quizás, se me entienda cuando digo que es una obra que se comprende de inmediato sin poder terminar de explicarla nunca.
Hace unos días estuve viendo una película del pasado año 2016: «10 Cloverfield Lane». Lo cierto es que este film pasó desapercibido para mí cuando se estrenó hace algo más de un año. Pero creo que la historia que cuenta es interesante de reseñar, pues presenta un gran giro y sorpresa final.
Dado el tipo análisis que quiero realizar de la película, creo poder decir que, más bien, me dirijo a personas que hayan visto este film y que quieran leer una impresión al respecto.
Una vez realizada la pertinente presentación y los correspondientes avisos, quisiera explicar porque considero, como sugiere el título de este post, quecon 10 Cloverfield Lane nos encontramos ante una comedia inesperada.
10 Cloverfield Lane narra la historia de una chica que, después de sufrir un accidente de coche, se despierta recluida y atada en un sótano. Allí, se encuentra a su captor que, más bien, se considera a sí mismo como su salvador. Éste no para de insistir en que le ha salvado la vida, dado que ahí fuera (en el mundo externo al tremebundo búnker que tiene él montado) se ha desatado una suerte de conflicto por parte de los rusos, los extraterrestres o vete tú a saber quién. Lo más importante no es el quién sino el qué: el aire exterior es presuntamente tóxico. Por esa razón, ni su captor, ni ella podrán salir de allí en, tal vez, 1 o 2 años.
Obviamente, estas explicaciones levantan las suspicacias de la protagonista. Todo parece una estratagema de un secuestrador o, aún peor, el delirio de un loco. El encuentro con una tercera persona en el búnker que dice haber entrado allí por su propia voluntad complica las cosas.
Después de varios intentos (fallidos) de huida, nuestra protagonista decide dar un voto de confianza a su obligado anfitrión cuando consigue entrar en contacto con una persona del exterior que, ensangrentada y desesperada, le insiste en que le deje entrar en el búnquer. Todo hace indicar que hacer eso no puede ser una buena idea. Este extraño suceso, como decía, ahonda en la confianza de que, pese a sus rarezas y su tendencia al autoritarismo y la paranoia, quizás su captor sí que esté velando por la integridad de las personas que habitan ese refugio.
Sin embargo, la película vuelve a virar. La protagonista acaba sabiendo que su captor fue el responsable de su accidente. La explicación de éste es que, debido a las prisas por llegar a tiempo al escondrijo, tuvo ese percance. No era su intención pero, para compensarlo, decidió salvarle la vida. Sin embargo, todos los indicios apuntan a que ella no fue la primera persona en vivir ahí bajo ese régimen. Al parecer, su anfitrión tenía una consumada experiencia reteniendo personas a las que, presuntamente, les ha salvado de algo mucho peor que sus excentricidades.
Pero lo que convierte esta historia en una comedia inesperada es, definitivamente, el desenlace final. Nuestra protagonista consigue huir de ese lugar espantada ante las atrocidades de su captor y lo inverosímil de sus excusas.Y en ese preciso instante: sí, efectivamente, la Tierra se halla en medio de una invasión alienígena. Sí, era cierto: su secuestrador le había salvado la vida. Pero, probablemente, lo hizo sin pretenderlo. Tantos años de conspiranoia, tantos delirios de que el mundo se estuviera hundiendo… Y al final, sí, efectivamente: llegó el momento de la coincidencia. El mundo giró para darle la razón y hacer reflexionar sobre si, realmente, su locura no era ya tan locura.
El efecto cómico es claro: uno esperaría que lo imposible siguiera siéndolo. Que el cauce habitual de las cosas no dejara dudas y deslegitimara totalmente al captor. Pero en un mundo al revés, este presumible sociópata, quizá fuera más útil que nunca.
De la corrupción política en España se han hecho muchos análisis, debates … Pero, tal vez, no se ha hablado tanto de otros factores como son las implicaciones culturales de esa corrupción o la estética que caracteriza a sus protagonistas.
Coches de alta gama, trajes a medida, relojes de lujo, «volquetes de putas»… A pesar de las razonables diferencias que cabe señalar entre las diferentes tramas de corrupción que ya son conocidas en el Estado español, lo cierto es que a los corruptores y los corruptos de por aquí no parece sobrarles imaginación. O, más bien, tienen (o creen tener) las prioridades muy claras en la vida.
No sé si, alguna vez, se han preguntado, por ejemplo, sobre la utilidad o la idoneidad (ya ni me atrevo a escribir sobre el «sentido») de poseer 20, 30 o 40 coches de alta gama. Es cierto que, rápidamente, se me puede contestar que es parte de un afán coleccionista, sin más. Pero es que eso me responde poco y mal: normalizamos un afán que, a mi parecer, suele tener un lado oscuro mucho mayor del que suponemos.
Respecto a las putas, ¿Alguien cree que el puterío de estos personajes tiene algo que ver con el sexo? A mi modo de ver: nada. Es sólo un componente más, y muy importante, de esa fachada que se construyen. De esa estética. Una estética en la que el dinero no es un medio para conseguir bienes, sino para construirse a sí mismo.
Ser ALGUIEN a través de un billete. De eso estamos hablando. Hablamos de que la cosificación del otro, el exhibicionismo pueril o el coleccionismo forman parte, aún cuando quizás no sean conscientes, de la necesidad de reafirmar algo. De reafirmar algo que creen ser o, cuanto menos, que creen que DEBEN ser.
La propensión a corromperse no es una novedad en la idiosincrasia humana. Pero tanto las condiciones en las que se produce como aquello conseguido a través de esa situación, denota diferencias.
Para empezar, ningún caso de corrupción en España, de aquellos que tienen relevancia pública, viene a suplir una carencia de sueldo para llegar al umbral de la subsistencia. No se puede decir que los sueldos de aquellos que se corrompieron les impedían poder sobrevivir. Pero ellos querían más. Y no creo que fuera por simple avaricia. Querían más, sí, porque disfrutaban viendo crecer números en una cuenta. Pero eso es sólo una consecuencia: querían más, porque querían tenerla más grande. La corrupción política en España se ha asociado con frecuencia a una forma casposa de entender la «virilidad». Pues incluso aun cuando las beneficiarias de la corrupción fueran mujeres, éstas sólo aparecen como parte de un mobiliario de quita y pon. No son protagonistas, no son las dueñas de su destino.
La corrupción política en España es vomitiva. Pero lo es no tan sólo por el perjuicio económico que comporta, si no por la pena que da observar como tanta gente vive de espaldas a cierta concepción de respeto al Otro. No hay feminismo, no hay pensamiento ecológico, no hay pensamiento que vaya más allá de que si puedo tener algo, debo tenerlo. Porque ser hombre debe implicar Tener, porque sin Tener, tal vez, uno se quedaría en la penumbra de la existencia. Y en la penumbra sólo cabe pensar o morir. Todo esto es una especie de Gangsta Style, de parecer para ser.
«El círculo» (The circle), es la última película que protagonizan Tom Hanks y Emma Watson. Este largometraje es la adaptación de la novela homónima de James Ponsoldt. En ella, se observa cómo un producto tecnológico evoluciona hasta convertirse en una herramienta imprescindible en el día a día de millones de personas. Una herramienta que vislumbra la creación de una nueva forma de orden mundial. Todas nuestras relaciones, gustos, trabajos… son almacenados y procesados ahí. Es decir, todo lo que vivimos queda registrado en «El círculo». Esto, seguramente, no nos sonará muy extraño…
A mi parecer, siendo honesto, no nos hallamos ante una gran película. Quizá peque de ser demasiado burda, directa y obvia. Un mensaje tan masticado habla mal de la opinión que se tiene de los potenciales espectadores. Pues, al fin y al cabo, a nadie se le escapa que Google o Facebook pululan en el ambiente del film. No obstante, aunque sólo sea por la realidad que nos rodea y completa esta distopía, se hace interesante analizar algunas cuestiones que surgen en este film.
El tema más obvio y manido que surge durante la película es el problema relativo a la privacidad. En un mundo en el cual todos tus datos son recopilados, almacenados, optimizados, gestionados y retransmitidos por y para diversos fines, la ventana de la privacidad se va estrechando cada vez más, hasta cerrarse por completo. Es éste, obviamente, un tema importante. Pero, sin embargo, según mi parecer: secundario. Secundario si atendemos a que éste es un problema derivado de otros más fundamentales. La pregunta sobre la privacidad, en todo caso, es, ¿Por qué estaríamos dispuestos a perderla?
Emma Watson, en un fotograma de ‘El círculo’.
Según lo veo, el eje fundamental sobre el que se sostiene este film es la noción de una comunidad identitaria. Y en el término «identitaria» está la clave.
A menudo, hoy en día, podemos concebir el concepto de comunidad como un conjunto de individuos que operan en un marco común (societario, habitualmente) en virtud de unos intereses también comunes. En este contexto, no obstante, la voluntad e interés del individuo no desaparece porque, en todo caso, la comunidad es sólo un instrumento para mejorar a cada uno.
Pero también se puede concebir el concepto de comunidad como un corpus único. Esto es: un ente con una voluntad propia y autónoma, que va más allá del interés de unos individuos que, al congregarse en ella, pierden esa misma característica de individuación. Estas comunidades, que suscitarán muchos recuerdos históricos en los lectores, se fundamentan en un concepto fuerte de Identidad. El problema de la Identidad, por supuesto, es todo lo que amenaza con quedar al margen. La Identidad no tolera la Diferencia.
«El círculo» es una película especialmente buena para observar como el avance de una comunidad identitaria tiene un potencial destructivo inmenso para todo aquél que no acepte esta nueva identidad. Porque nadie puede quedar ajeno al «círculo». Esta identidad, si no lo es todo, debería serlo. Y es ahora cuando hallamos respuesta a la pregunta: ¿Por qué estaríamos dispuestos a perder la privacidad? Simple: porque en una identidad única, no caben los secretos, no cabe el margen ni la diferencia. La privacidad es sinónimo de imperfección porque implica falta de conocimiento (comunitario). Y ninguna «falta» es tolerable, cuando se aspira a que nada sea imposible.
En definitiva, para quién se haya acostumbrado a ver distopías como las que se plantean en la serie británica Black Mirror, El círculo le sabrá a poco. Nos hallamos ante una película un tanto ramplona y demasiado evidente pero que, curiosamente, puede suscitar preguntas y reflexiones interesantes en la medida en que la confrontemos con nuestra realidad de hoy. Y hacer eso es, desgraciadamente, inevitable. Lo que asusta, tal vez, es observar como en nuestra realidad no se atisba apenas la Diferencia. Y esto es, tal vez, precisamente porque la realidad no es tan evidente como esta ficción. Para nuestra desgracia.
Ser algo, a menudo, implica no-ser otra cosa. Es decir, uno se pretende definir para decir aquello que no es. Al menos, esto es bastante así en la cultura occidental. Puede que esa sea, tal vez, una razón fundamental para entender el porqué uno es llamado a disimular los afectos hacia aquello no-humano. Hablo, esta vez, de mascotas. Y, en concreto, de perros.
Me haría un flaco favor a mí y, seguramente, a toda persona que me pueda leer, si hago un repaso sobre la historia de la convivencia, la domesticación, adaptación… de los perros. Pues es largamente conocida. Y quién quiera, puede recabar toneladas de información en pocos segundos. Tampoco creo que sea oportuno discutir, ahora, sobre si el perro puede querernos de una manera que ningún otro animal podría o si esto no es así. Tengo mi opinión formada sobre ello pero no es éste el momento de ensuciarse las manos. Ha habido y habrá momentos más propicios para el choque de trenes. Me limitaré a decir algo: los perros marcan un hecho diferencial en la cultura humana. Esto es incontrovertible.
Frederick Smallfield (1828-1915) – Girl & Dogs Charity
Sería difícil conocer a alguien a quién no le haya cambiado la vida tener un perro como mascota. Toda persona con la que he hablado sobre ello ha manifestado una alegría inmensa, una emoción indescriptible, algo que es fácil de sentir y complejo de explicar. No obstante, pareciera haber algo de «feo» en todo ello. Parece haber un mensaje: no es «racional» amar a quién no es de tu especie. Pero, otra vez, adentrarse en ese debate sería estéril porque, antes de todo, deberíamos ponernos de acuerdo en qué entendemos por racional. Y ahora no tengo tiempo para ello. A decir verdad, haya o no algo de «feo» en esto, no se podrá evitar que cada uno sienta ese vínculo como algo íntimo. Los canes no se lo cuestionan: sienten. Y, en este caso, es de ser agradecido tratar de hacer lo que ellos hacen: sentir.
Así que, cuando faltan, cuando ya no están, se siente también. Se les echa de menos. Pero, de nuevo, hay un imperativo que lleva a disimular (o, cuanto menos, a atenuar) ese sentimiento. Nadie comprendería que uno no fuera a trabajar por su luto. Pero ese luto está ahí. Y está porque debe estar.
¿Por qué deberíamos ocultar nuestra tristeza ante su muerte, si pudimos mostrar tanta alegría gracias a ellos? Quizás, aquellos que se nieguen a comprender estas emociones no lo sepan: pero si fuimos más amables, si comprendimos mejor los problemas, si llegamos al trabajo más contentos y animados, si fuimos más generosos… sí, en definitiva, nos convertimos en mejores personas fue, queramos o no, porque estábamos influidos por nuestras mascotas. Porque su compañía, su afecto y su forma de ser nos transformó para siempre.
Nos duele que se vayan porque tenemos la sensación de que han dado mucho más de lo que han recibido. Y esto será siempre así, por mucho que hayan recibido. Así que todo duelo será pequeño en el tiempo si entendemos que, gracias a ellos (nuestros perros), nunca volveremos a ser iguales. Porque gracias a su amor, se simplificó todo. Sólo nuestra gratitud hacia ellos nos puede sanar: y afortunadamente, hay mucho por lo que estar agradecido.
Nunca podremos olvidar tu negro azabache y, por encima de todo, tu cariño sanador.