por Andrés Armengol | Jun 15, 2017 | Críticas, Teatro |
Ricard III, de William Shakespeare (espectáculo en catalán).Teatre Nacional de Catalunya. Director: Xavier Albertí.
Durante un par de meses, el Teatre Nacional de Catalunya ha ofrecido una nueva versión teatral de la clásica tragedia shakespeariana, la cual forma parte de la saga que el bardo inglés dedicó a «loar» las lindezas y proezas de los monarcas británicos. En ella, Lluís Homar encarna al susodicho monarca, acompañado por un elenco actoral nutrido por interprétes como Carme Elias o Julieta Serrano, entre otros.
Esta nueva versión de la monumental obra del maestro Shakespeare – quien esto escribe sigue suscribiendo que nunca antes ni después ha habido en el arte dramatúrgico pluma tan aguda para diseccionar el psiquismo humano -, el director catalán Xavier Albertí nos ofrece una apuesta escénica para trasladar todo el intríngulis que preside la obra shakespeariana mediante una opción estética que se ha convertido en un auténtico leitmotiv de muchos creadores contemporáneos. Me refiero a la hibridación entre arte audiovisual y arte escénico, pudiendo (supuestamente) otorgar una nueva gama de intensidades y sensaciones a los espectáculos. En este caso, el apoyo en una cámara en movimiento que persigue al titánico Homar en su recreación de la nauseabunda criatura shakespeariana permite dar una profundidad al espacio que no solamente ilumina los recovecos velados por el ojo del espectador cuando selecciona determinados fragmentos, sino que testimonia todos los ardides que el monarca va tramando en su afán interminable por obtener un poder que sacie su sed de venganza al haber nacido físicamente deformado.
Dicho esto, debo decir que, como espectador, agradecí que Albertí se alejase de tópicos desastrosamente naturalistas como los de la inefable Vida privada, auténtico jarrón de agua fría en la temporada del Lliure de Montjuïc durante el período 2010-2011. Si bien la traducción al catalán con la que se maneja la dramaturgia y el montaje es exquisita, el estatismo que preside el deambulamiento de gran parte de los actores durante el desarrollo de la tragedia carga el ambiente con un hieratismo que entorpece la ya por sí compleja cadencia de los versos del maestro Shakespeare. En otras palabras, Shakespeare no es un autor para ser recitado, sino para ser vivido, pide a gritos que cuerpo y palabra se acoplen mediante desgarros y producciones de intensidades incesantes. Si a ello le juntamos lo errático que constituye el primer acto, con todos los actores a medio gas (incluido el señor Homar), la primera hora se hace difícil de soportar. Es una auténtica lástima que esto ocurra, ya que, tal y como lo analizó el genial Sigmund Freud, Ricardo III muestra el anhelo interminable sde un personaje que, dada su falta de gracia física, se cree en el derecho abusivo de obtener una compensación tiránica por semejante contingencia. Bien presente en la actualidad con todos los sujetos que no cesan en su empeño por reivindiciaciones narcisistas bajo el lema: «Yo me lo merezco todo».
Ni Carme Elias ni Julieta Serrano son capaces de levantar la primera parte y media de la función y, de hecho, si no fuera por el monumental y descomunal monólogo con el que se cierra la tragedia, con un Lluís Homar que sólo entonces tiene la bondad de mostrarnos su descomunal talento, estaríamos ante una de las más insulsas recreaciones del pérfido personaje shakespeariano. Demasiado subtexto se ha quedado en el tintero para crear un espectáculo con una dirección de actores y espacial bastante pobre y exigua, lo cual es de lamentar cuando se cuenta con el trío Homar, Elias y Serrano. No defrauda, pero tampoco emociona.
por Andrés Armengol | May 14, 2017 | Críticas, Teatro |
Chéjov puede resultar un autor sumamente aburrido y tedioso si, como a veces ocurre, la tarea dramatúrgica de la puesta en escena pretende elaborar un espectáculo naturalista de corte convencional, pretendiendo levantar un montaje de uno de los dramaturgos que supuso un giro irreversible para el teatro contemporáneo. En el teatro chejoviano ya no hay lugar para las tramas clásicas divididas en tres actos, con una unidad temporal aristotélica, sino que el espectador y/o lector se enfrenta a una falsa simplicidad poblada por voces cuyas motivaciones devienen opacas, sin personajes estereotipados que sean fácilmente captables. En otras palabras, las obras chejovianas, mucho más cómicas – no sin ciertos amargos sinsabores – de lo que comúnmente se cree, el individuo se ha desplomado ante su incapacidad de estar a la altura de sus propias circunstancias.
Partiendo de esta aclaración, el ecléctico montaje hilvanado por Àlex Rigola, quien realizó una espléndida labor como renovador artístico del Teatre Lliure del 2003 al 2011, nos mete de lleno en la tesitura chejoviana. De hecho, es de agradecer volver a presenciar el músculo teatral de Rigola tras sus erráticas puestas en escena de tragedias shakespearianas, sumamente hostiles para un creador cuyo leitmotiv reside en el espacio escénico, la distribución espacial, la hibridez artística y la concepción de cada montaje como espectáculo innovador. En este sentido, para quien nunca haya presenciado la puesta en escena de una pieza del maestro Anton Chéjov, este montaje es una delicia. Ubicando a los espectadores en dos gradas para poder presenciar la desidia de unos personajes que han adoptado el nombre de los actores, zambulléndonos de lleno en las vidas de seres incapaces de asumir sus responsabilidades tras el disfraz del narcisismo de la culpa. En este ámbito, el trabajo actoral de Joan Carreras, actor fetiche de Àlex Rigola, es espléndido. Meláncolico y apático, es incapaz de asumir la verdad – tema chejoviano por excelencia – que le suelta en su lenta y penosa agonía la actriz Sara Espígul: ha preferido dejarse arrastrar por los ideales de la codicia y la acumulación de riquezas a enfrentarse al reto de preguntarse qué desea realmente.
Los espectadores se hallarán con un trabajo exquisito del espacio escénico, cohabitando en él durante poco menos de hora y media música en vivo, grabación audiovisual y la recreación de la vida como un ir y venir apático, con entes espectrales que se pasean ante los espectadores fingiendo ser honestos, cuando, en realidad, su vida psíquica está plagada de boicots, chantajes y otras «maravillas» humanas. Para resaltarlo, el trabajo dramatúrgico es sobresaliente, modulando el texto para mostrar que Chéjov es hoy rabiosamente actual para aquellos que se llenan las palabras de buenas intenciones y autocomplacencias, incapaces de ver más allá de su ombligo.
No obstante,alguna pega sí que hay. Una que se repite en todos los montajes de Rigola: una exigua e irregular dirección actoral. Joan Carreras, actor descomunalmente preparado, es capaz de afrontar el reto de ponerse en las manos de un director poco interesado en trabajar matices interpretativos, lo cual se observa en la atmósfera desangelada que caracteriza el trabajo del resto de actores, a excepción de momentos en estado de gracia de Espígul y Pep Cruz. El resto intenta sobreponerse como puede, aunque con poca fortuna.
Resumiendo: no se pierdan una de las mejores puestas en escena de una pieza de Chévoj de los últimos años, para celebrar el retorno de un creador contemporáneo imprescindible, a pesar de que trabajar con los actores no sea su fuerte.
por Andrés Armengol | Ene 23, 2017 | Teatro |
Un servidor temía que la temporada teatral actual del Teatre Lliure , uno de los referentes imprescindibles del teatro barcelonés contemporáneo, no fuera tan excitante y estimulante como la de otros años. No obstante, al echar una ojeada a la programación y ver dos nombres imprescindibles del teatro del siglo XX fue un bálsamo reparador de cualquier miedo. Krystian Luppa, uno de los grandes directores actuales, al cargo de un montaje al catalán (con un intérprete del polonés al catalán incluido para los ensayos) de una pieza dramática del no menos descomunal Thomas Bernhard. La conclusión rápida y precipitada que inferí fue que tenía todos los números para ser un espectáculo digno de presenciar. Inferencia que, afortunadamente, se ha visto más que confirmada.
Aviso para posibles confusiones que pueda sugerir este título: no se trata en absoluto de alguien que afronta una jubilación tras años de trabajo dedicados a alguna profesión más o menos amada. La jubilación opera como mera ocasión para confrontarnos con aquello sucio y oscuro que se esconde detrás de la cotidianidad, aquellas pulsiones agresivas y mortíferas que, si se las acoge sin mayor miramiento, pueden engendrar los monstruos más horripilantes, tal y como lo aseverara Hannah Arendt en su crónica del juicio contra el general de las SS Adolf Eichmann. En efecto, con una escenografía que introduce al espectador en una escena cotidiana donde tres hermanos se disponen a conmemorar una celebración (nada menos que el aniversario de Himmler), Krystian Luppa ofrece una labor de orfebrería teatral que se apoya en tres espléndidas interpretaciones de Marta Angelat, Pep Cruz y Mercè Arànega, tres actores con trayectorias más que consolidadas y con un talento trabajado incansablemente. De hecho, la dirección de Luppa nos recuerda que una de las piezas más importantes para hacer funcionar la magia teatral es el manejo preciso del ritmo y de los tempos. La sensación de pesadumbre que impregna gran parte del primer acto es de una precisión casi enfermiza, dominado por las cuchilladas que se propinan dos hermanas enclaustradas en un caserón donde el tiempo se quedó pegado a un trauma que, a día de hoy, retorna sin cesar: el nazismo, su caída y esos restos que se propagaron a través de diversos pólipos que han sobrevivido al paso del tiempo.
Con la irrupción de Pep Cruz en el segundo acto – después de una breve pausa de 15 minutos que podría haberse suprimido y reducir las dos pausas a un total de media hora -, la caja de Pandora que se anunciaba en el primer acto en los rencores, decepciones y fijaciones enfermizas de las dos hermanas se abre del todo. Entonces la escena se transforma en una mueca grotesca donde el espectador fácilmente experimenta un asco irremediable ante esos personajes. Cruz está espléndido como juez a punto de jubilarse tras haber sido en su juventud cómplice de esa matanza tecnificada que fue la Shoah. Cada una de sus frases, maravillosamente escritas por la mordaz pluma de Bernhard, nos confrontan con la violencia que no cesa de repetirse en nuestros días, señalando cómo el totalitarismo no precisa de grandes aspavientos para triunfar, tal y como el perverso personaje de Mercè Arànega se lo sugiere con crudeza a su inválida hermana, una fantástica Marta Angelat que sabe aprovechar al máximo el silencio y contención de su personaje.
No obstante, lo mejor de este montaje, que por momentos deviene obsceno en exceso al confrontar el ojo del espectador con aquello reprimido que uno desearía que dejara de retornar sin cesar, es el malestar generado entre el público, testimonio de aquella oscuridad para la cual no hay una vela que la difumine, como ya nos advirtió Sigmund Freud en El malestar en la cultura (1930). Lo que nos pertoca es responsabilizarnos para que algo cambie y no siga repitiéndose como puro automatismo, a no ser que prefiramos asumir el rol de testigo inválido – aguda metáfora para el personaje de Angelat – que, pese a deplorar lo que ve, no se mueve de su sitio. Un montaje incómodo, provocador y necesario, más si cabe tras la toma de posesión de Donald Trump, auténtico síntoma de nuestro presente.
por Andrés Armengol | Dic 1, 2016 | Críticas, Teatro |
La treva, de Donald Margulies.
Sala La Villarroel. Espectáculo en catalán.
Dirección: Julio Manrique
Un suceso traumático como un conflicto de guerra cubierto por una fotógrafa y su pareja, periodista y crítico cultural, puede convertirse en la ocasión para dar lugar a un montaje con una doble vertiente: cómo ante un hecho traumático no hay dos sujetos que respondan del mismo modo, así como la emergencia de otra verdad traumática: la imposibilidad de seguir sosteniendo una relación con aquél que parecía tan cercano, tan íntimo, es decir, el partenaire. A mi entender, ésta es la doble vertiente dramatúrgica que sostiene este espectáculo dirigido por Julio Manrique, protagonizado por Clara Segura y David Selvas, secundados por Ramon Madaula y Mima Riera.
El espacio escénico, circunscrito a los recovecos más íntimos de un apartamento de Nueva York, zambulle al espectador de lleno en los días venideros al despertar del coma de Sarah, personaje principal magistralmente interpretado por Clara Segura. Personaje que oscila entre un férreo compromiso por dar a conocer la barbarie y miseria que asolan grandes poblaciones del planeta Tierra, así como su duda frente a qué tipo de relación elabora con aquellos fotografiados por su objetivo. ¿Son sus fotografías algo más que un fetiche comercializable? Ésa es la duda que la corroe por dentro, oscilando entre sentirse profundamente hipócrita al retomar su trabajo tras su convalecencia, a la par que corrobora que es incapaz de llevar una existencia alejada del contacto de aquellos que han sido invisibilizados.
Al regresar a casa después de haber estado al borde de la muerte debido a un atentado terrorista en Irak, se desvela una verdad incómoda que hará trizas la confortable cotidianidad, una auténtica tregua ante el magma sentimental y social que se gesta a lo largo de esta hora y media de grandioso espectáculo. Esa verdad remite a que se enamoró del intérprete que la acompañó en su desafortunado periplo por zonas en guerra, quien falleció debido a la explosión que la situó a ella al borde de la vida y la muerte. Los matices afectivos que David Selvas proporciona a James, quien al final del montaje transita entre ser el marido y exmarido de Sarah, elaboran una de las mejores y más logradas interpretaciones del actor catalán, quien sostiene un duelo interpretativo con Segura digno de ser recordado a lo largo de esta temporada actual y de las que estén por venir. Los miedos, las inseguridades y comprobar que, pese a amar a la pareja, uno nunca puede saber qué es lo que piensa y siente el otro, auténtico escollo con el que cada unión tiene que librar en su día a día, generan un clímax interpretativo sobrecogedor cuando Sarah le confiesa a James su amor por su acompañante fallecido.
No obstante, la función se apoya también en Ramon Madaula y Mima Riera, quienes interpretan con suma solvencia y convicción a Richard, editor del trabajo fotográfico de Sarah, y a Mandy, nueva “conquista” de quien, a su vez, fue un antiguo romance de Sarah. Los momentos tragicómicos del rencuentro de las dos parejas tras el regreso de Sarah a Nueva York tras la tragedia iraquí dan testimonio de la indudable habilidad en la dirección de Julio Manrique, auténtico artesano en el manejo de los intérpretes, dando al mismo tiempo una organicidad a toda la función gracias a transiciones sonoras y lumínicas capaces de introducirse en aquello más íntimo de los personajes para dar cuenta de lo más singular de la condición humana: las contradicciones.
Es muy probable que estemos ante uno de los mejores montajes de esta temporada, tanto a nivel escénico como interpretativo, mostrando cómo el regreso a casa es una tregua ante la verdad que, tarde o temprano, tenemos que ser capaces de enfrentar para con nosotros y con aquellos que nos rodean. Una auténtica joya que no deben dejar pasar.
por Andrés Armengol | Nov 6, 2016 | Críticas, Teatro |
El filósofo declara, de Juan Villoro.
Teatre Romea. Dirección: Antonio Castro.
Los vínculos entre la filosofía y el teatro no son en absoluto actuales, sino que sus encuentros fechan de sumamente antiguo. No obstante, en esta tragicomedia escrita por Juan Villoro de lo que se trata es de desmontar el aura intelectualista que, a menudo, recubre la figura del filósofo, aquél cuyas cruzadas en pos del conocimiento y de la intelección de los primeros principios parecen dotarlo de un aura mayestática. Si bien el texto puede resultar una más o menos oportuna tragicomedia para desmontar semejante estereotipo, el montaje dirigido por Antonio Castro adolece de todos los manierismos y limitaciones escénicas del encorsetamiento naturalista.
Partiendo de una escenografía carente de cualquier elemento poético, la cual termina por tener un mero rol espacial para delimitar las estancias donde ocurre la acción – salón y cocina -, la obra presenta al personaje del profesor, interpretado por Mario Gas, acompañado de Clara, su esposa, encarnada por la actriz Rosa Renom. Huelga decir que estos primeros momentos para urdir el plan con el cual supuestamente vengarse del olvido al cual se ha visto condenado el profesor por la academia parecían prometer una comedia ácida y mordaz acerca de los vicios universitarios actuales. Lamentablemente, la promesa se queda en sólo un mero anhelo. Las carencias se hallan principalmente en el ritmo que preside la obra, falto de la complicidad y rapidez afectiva que requiere la comedia para desplegar su magia, máxime cuando la puesta en escena se mueve entre lo tragicómico y el vodevil.
Todo lo que sigue a esta primera escena, donde Mario Gas y Rosa Renom no terminan de funcionar como pareja, habiendo unas alusiones textuales a la supuesta sensualidad de la esposa que en modo alguno se reflejan en la actuación de Renom, termina por ser un montaje que deja morir por inanición un texto que, pese a no ser brillante, ofrecía muchísimo más. Los demás actores sucumben al sopor del montaje, instalado en una repetición de convencionalismos donde prima el naturalismo por encima de cualquier otro lenguaje teatral – y eso que ha llovido desde el naturalismo -. Ricardo Moya, quien encarna un Pato Bermúdez carente de gracia; Meritxell Calvo, una sobrina estereotipa del profesor, y un Jordi Andújar falto de vis cómica para el papel que debería haber dado muchísimo más juego con el profesor al ser la fantasía del idiota creado expresamente por su mujer, no hacen nada más que testificar una dirección simplista y errática, ausente de todo músculo escénico. El texto y los actores parecen dos realidades separadas, hallándose las interpretaciones en un “hacer ver” constante que deja de lado cualquier verdad escénica, es decir, la verosimilitud dramática, la cual en modo alguno tiene que reducirse a una simple copia de conductas humanas.
Sinceramente, quien quiera reírse con algunos gags en torno a dos señores que se reencuentran para dirimir disputas viriles disfrazadas de intelectualismo, quizás pase casi dos horas algo simpáticas; quien busque una comedia mordaz y bien tejida, no espere nada de este montaje. Una auténtica decepción.