El hilo frágil de la voz amorosa. Sobre la última película de Charlie Kaufmann, Anomalisa (2015).

El hilo frágil de la voz amorosa. Sobre la última película de Charlie Kaufmann, Anomalisa (2015).

Foto sacada de: http://www.the-numbers.com/movie/Anomalisa/Australia#tab=summary

Al estrenarse en 2015 la última película de Charlie Kaufmann Anomalisa, se hablaba irónicamente de la película más humana del año en la que no aparecía ningún ser humano. El título del filme podría verse como una clara referencia a esta peculiar anormalidad. En efecto, la película de Kaufmann expone al público ante una humanidad innegable, sin embargo una humanidad enajenada, no cualquier humanidad sino la condición humana de nuestros días, la soledad insondable del hombre del presente. La película hecha exclusivamente en stop-motion, muestra al ser humano sumergido en una sociedad donde todos se ven iguales y donde su soledad y el tedio que esta monotonía trae consigo, lo llevan hasta la desesperación. Se trata pues de una película donde sus contenidos kafkianos son multiplicados hasta el infinito: el sujeto naufragando en un espacio impersonal del hotel y del avión hasta mostrar el hogar despojado de todo tipo de personalidad, de estructura. El hombre moderno en su laberinto de soledad, ese es el tema de la película, sin embargo otro tema fundamental, el cual se deriva de este mismo, es la búsqueda del amor, la búsqueda de aquello que devuelva al hombre contemporáneo la vida y lo salve del tedio.

La película trata principalmente sobre la estadía de Michael Stone, un escritor popular de libros de marketing, en un hotel. Stone llega a otra ciudad para dar una conferencia sobre servicio al cliente, sin embargo su tedio y su vacío interno lo lleva a acordarse nostálgicamente de una novia del pasado a la cual tuvo que romperle el corazón. Independientemente de la trama hay un aspecto que salta a la vista al ver el filme, un aspecto formal pero tal vez uno de los más importantes de la película: lo que el público no entiende es por qué todos los personajes tienen la misma voz, una voz masculina, todos los personajes son percibidos por Michael de la misma manera, con una indiferencia ácida. Ahora bien, en la película irrumpe la voz femenina como aquel elemento que trae de vuelta, por un momento, la vida, la felicidad y la motivación. La voz femenina proviene de una mujer sin atributos, más bien carente de hermosura e insignificante, pero que por medio de su voz adquiere una anormalidad que hace que Michael quiera dejar el resto de su vida por ella. Sin embargo tanto el público como Michael se dan cuenta de que aquella característica extraña que hace de la fea una bella, es justamente ese delicado hilo de la química que hace que dos cuerpos se encuentren, un hilo tan frágil cuyo rompimiento nos deja caer de nuevo en la tristeza y el sinsentido absoluto. La atracción de Michael es solamente por la voz, por ese pequeño gesto, su amor es fetichista, superficial, vacío. La voz de quien se desea es una voz que no se entiende, es ese olor que se desea sin saber, pero que se desea fuera de la cotidianidad ya que una vez, se unta de cotidianidad, nos sumergimos de nuevo en las aguas venenosas de la indiferencia.

La película de Kaufmann logra a la perfección retratar los miedos y los deseos de nuestra sociedad actual: el miedo al compromiso y el deseo por compañía, la sed de novedad y el miedo a la cotidianidad, el miedo a dejar de sentir y el deseo por sentir cada vez más, la desesperanza absoluta y la esperanza incesante. El problema de mantener el acto inicial del amor, aquel momento de vida pura, esa sería una tarea del virtuoso, una tarea imposible, ya que pareciera que estuviéramos destinados a fracasar constantemente: estamos destinados a vivir en nuestra soledad absoluta en la que buscamos desesperadamente la comunión con un otro. La sociedad post-romántica es una sociedad que vive de la nostalgia de un romanticismo al que se teme y se desea al mismo tiempo. Somos unos románticos post-románticos, unos románticos absolutamente desahuciados. Tal vez esa sea la ironía que señalaba yo al comienzo: somos infinitamente humanos al estar despojados y deseosos de humanidad. Anomalisa es un hermoso y profundísimo retrato de esa sociedad en busca de una anormalidad, de lo nuevo, de la vida, cuya estandarización sin embargo nos hace regresar inevitablemente, en un abrir y cerrar de ojos, todos los días a nuestra soledad y monotonía.

Skyler White o los vicios del poder. Reconsideraciones filosóficas en torno a ‘Breaking Bad’ – 2.

Skyler White o los vicios del poder. Reconsideraciones filosóficas en torno a ‘Breaking Bad’ – 2.

Fuente de la foto: http://fyeahcontroversialcharacters.tumblr.com/post/90667910439/a-defense-for-skyler-white

(Advertencia: todos aquellos que no hayan visto la serie hasta el final pueden encontrar en el siguiente artículo algunas informaciones que pueden destruir la tensión de la trama.)

Todos hemos estado en una situación similar: estamos pintando una pared y de pronto el tono del color no es el mismo, hemos comprado otro color muy parecido, o la pintura se ha secado y ya es muy tarde y hemos decidido entonces pintar todo, embadurnar todo del nuevo color, porque ya habiendo metido la mano, metemos el brazo. Una camisa se ve mejor toda rosa que solamente manchada por la manga. Esto hace parte de un impulso de la perfección o tal vez de la homogeneidad, de la transparencia y de lo predecible. Es un impulso neurótico de control, un impulso que encuentra su gravedad, su polo a tierra en un ego que se avergüenza de verse fraccionado, rayado, cuya impecabilidad se ha perdido, ya que muchas palabras ajenas se pueden enredar en esa mancha.

Un impulso neurótico parecido persigue a varios de los personajes de la serie norteamericana Breaking Bad (por ejemplo a Gustavo Fring, Walter White, Hank Schrader o Skyler White). Tal vez la escena que más representa este impulso perfeccionista es aquella que se extiende por todo un episodio en el que Walter White trata de cazar en su cocina de metanfetaminas a una mosca que amenaza con contaminar la perfección del producto que lleva su sello personal de calidad. Una pequeña mosca perdida en una selva de cilindros y tanques, una mosca que amenaza con trazar nuevas formas, accidentes en un espacio totalmente predeterminado… Sin embargo esto no es lo que yo quisiera comentar en este texto; quisiera escribir más bien sobre otro personaje que está poblado de la misma manera de estos fantasmas perfeccionistas, me refiero a la esposa del protagonista, Skyler White, cuyo perfeccionismo se orienta solamente en mantener su limpieza moral, su moralismo intacto que al comienzo de la serie extiende sus tentáculos de poder sobre todos (o bien, por debajo de todos) los otros personajes. Skyler es la que recrimina y manipula a su hermana enterándose de su cleptomanía, ella es la que renuncia a su trabajo al verse envuelta en un crimen, ella es la que mantiene el orden patriarcal en la casa. Esta limpidez moral se va contaminando a medida que avanza la serie, ella también “breaks bad” y tal vez de una forma más drástica que su marido. La escena en la que la contaminación de esta pulcritud moralista de Skyler llega a su punto más álgido es aquella en la que esta se sumerge vestida en la piscina que irradia reflejos azules, reflejos que nos remiten inmediatamente al azul de las metanfetaminas de Walter White: esta escena es la alegoría perfecta para la sumisión de quien se ve ya tragado por las corrientes del mal de un mal que yacía desde hace mucho tiempo allí debajo de la almohada, mancha que siempre ensució paradigmáticamente lo blanco de su moral.

Aunque se podría interpretar este episodio de la piscina como un teatro que lleva acabo Skyler para que su hermana se decida alejar a sus hijos de su madre, está claro que la locura no solamente se muestra en esta escena. El ver de pronto sus manos manchadas de sangre (al saber de las muertes ocasionadas por su marido y al ver el suplicio en el que ella misma deja a su ex amante y jefe Ted Benecke) la lleva a un ensimismamiento y a un conflicto interno que colinda con la locura verdadera. La última escena en la que aparece este personaje muestra los restos de lo su que queda de ella, la sumisión absoluta. Skyler revela, de la misma forma que su marido, otra cara, el reverso de su limpidez moralista, la mancha implícita en la blancura de su perfeccionismo. Skyler es claramente una Lady Macbeth pero una cuyo arrepentimiento no logra superar sus deseos de vivir. La referencias a la tragedia de Shakespeare son claras (ella misma habla de las manchas de sangre en sus manos, sus palabras son igual de persuasivas, ella misma revela los mismos episodios por los cuales pasa la femme fatale victoriana). Al igual que Lady Macbeth su “breaking bad” la lleva al poder, Skyler manipula los actos de Walter White al mostrarle que ella es la que posee el conocimiento para lavar mejor su dinero. Pero el poder que adquiere es un poder recuperado, lo que afecta a Skyler al enterarse de las actividades delictivas de su marido no es la mancha en sí sino lo que esta representa como pérdida de poder, pérdida de poder sobre las ganancias de su marido. Walter White se había rebelado y esa rebelión es la que causa mayor escozor en Skyler la cual mantenía su poder de ama de casa (el reverso del patriarcado que lo mantiene) controlando los pequeños ingresos del miserable sueldo de Walter como profesor y empleado de un lavadero de carros: las metanfetaminas abren entonces un nuevo espacio en el que Skyler intenta expandir sus tentáculos de su poder límpido.

La pulcritud moral de Skyler es aquella que le concede los poderes de reina al comienzo de la serie: ella manipula a su hermana cleptómana con razonamientos moralistas, ella cumple con sus deberes sexuales para así mantener su poder como aquella mujer que cumple con todos sus roles como ama de casa, ella manipula a Walter dejándolo sumergido en una vida (que era una muerte desde hace mucho tiempo) en la que tiene que tener dos trabajos miserables para cumplir el rol de padre y hombre de casa. Su rol de ama de casa le da el poder, un poder adquirido por su machismo inminente. Walter deviene delincuente por un deseo de vida, quiere tomar el control de la familia con sus manos y trata de rebelarse, no solamente del vaticinio de su pronta muerte sino del las garras del patriarcado sostenido por Skyler: Walter quiere entonces ser libre, hacer por fin algo por sí mismo y ese es el lado egoísta de su rebelión. Como Skyler misma dice en el primer capítulo, lo que más le molesta es que Walter no le cuente qué hace o dónde ha estado. El poder que esa pulcritud moralista le da a Skyler, lo pierde justo cuando se da cuenta de que su marido como un hijo rebelde se ha portado mal. Su conflicto con Walter es un conflicto de poder. Pero al mismo tiempo se da cuenta de que esta mancha tendrá que transformarse en horizonte, en trasfondo: al sumergirse en la piscina, Skyler se sumerge en el mundo de Walter, no solamente controla a su abogado (Saul Goodman) sino que llega hasta ordenar el asesinato de su colega, Jesse Pinkman. En ese momento la familia se ha disuelto, todos actúan solamente motivados por sus propias ambiciones personales, el patriarcado del comienzo ya no tiene ningún sentido y tanto Skyler como Walter se pierden en el vicio del poder y del negocio. En este nuevo contexto de las drogas, Skyler no tiene el mismo poder que en el ámbito heteronormativo familiar, es por eso que sucumbe. El resultado es aterrador, Skyler termina totalmente debilitada, sin moral y sin dinero, lo ha perdido todo en su confrontación con Walter: mantener una homogeneidad en la criminalidad es un proyecto ingenuo. Walter, por otro lado, logra rescatar su rol de patriarca, logra cumplir su deber de propiciar el dinero para su familia y decide sobre su propia muerte; él es el que gana en la guerra de poder y de egos entre los dos cónyuges.

La compleja figura de Skyler puede ser vista sin embargo desde distintas perspectivas, una de ellas es la que acabo de presentar: Skyler, como Lady Macbeth, víctima de su vicio, embajada del patriarcado, neurótica del perfeccionismo.

El abismo insondable. Sobre la película colombiana de Ciro Guerra ‘El abrazo de la serpiente’ presentada en la Berlinale 2016.

El abismo insondable. Sobre la película colombiana de Ciro Guerra ‘El abrazo de la serpiente’ presentada en la Berlinale 2016.

(Foto sacada de http://www.hollywoodreporter.com/review/embrace-serpent-el-abrazo-de-795876)

La nueva película colombiana que ha causado bastante revuelo en la escena cinematográfica mundial, titulada El abrazo de la serpiente y dirigida por Ciro Guerra, además de ser una hermosa película sobre una travesía en el Amazonas, es un filme absolutamente actual y capaz de lograr un gran impacto político. Qué alegría poder ver por fin una nueva producción colombiana que trata de cerca una de las heridas todavía frescas y sangrantes de nuestra sociedad: el gran abismo que persiste entre la cultura occidental y las culturas indígenas que han resistido virtuosamente al colonialismo de occidente. Ese abismo, que es una guerra de cosmologías, de entendimientos del mundo, es un abismo entre, por un lado aquel que trata de entender por fuera, cartografiando y almacenando para la ciencia y aquel que por el otro prefiere insertarse en la naturaleza, entender de forma etológica qué puesto ocupa en el mundo y de qué es capaz el cuerpo en medio del universo. La incomunicación entre las dos partes va más allá de una lingüística (todas las partes hablan por igual los mismos idiomas y no sobra resaltar que solamente la iglesia ignora el lenguaje indígena), es más bien una incomunicación de pensamientos: la película trata de mantener una postura imparcial, ni la cultura blanca, ni la indígena está por encima de la otra; las dos tienen sus caras salvajes, su violencia interna. Pero para lograr poner en un sólo nivel a las dos culturas, la película tiene que exaltar aquella que ha sido ultrajada por todos estos siglos: la película pone frente a frente a dos culturas que terminan siendo un mismo ser humano con distintos rostros pero trastornado por similares tragedias (el indígena huérfano de ideología y de recuerdos por un lado, y el europeo en guerra y sumergido en su nihilismo asfixiante).

La película trata sobre dos viajes hechos por dos alemanes a la selva amazónica. El hecho de que los expedicionarios sean alemanes, hace del deseo por el saber enciclopédico uno más evidente, ya que detrás de esos personajes palpita el espíritu de Humboldt. Pero no se trata solamente de una expedición científica, también es un viaje al mundo de las plantas psicodélicas y de los sueños, el Amazonas como esa naturaleza inconsciente que palpita en nosotros, en nuestro más profundo sueño. Entonces pensamos en Antonin Artaud o bien en los reveladores libros de Carlos Castaneda, en esa búsqueda de la planta reveladora. La narración de cada viaje se da paralelamente en el filme y cada uno de los viajes se refleja en el otro recíprocamente por medio del protagonista de la película: un chamán amazónico que recibe a comienzos de siglo una visita, la visita de este científico alemán. Esa primera visita está motivada por un impulso etnológico de adquirir y almacenar todo el saber posible sobre las culturas indígenas de la Amazonía y al caer enfermo y al no poder mantener el ritmo de curación que el chamán se propone hacerle, este primer viajero muere. Su muerte motiva los estudios del segundo alemán, el cual encuentra al chamán, éste ya bastante mayor, y los dos emprenden un viaje en busca de aquel saber de una planta cuya extinción fue ocasionada por la ambición del primer visitante.

Entonces aparece aquello que se presenta como el centro conflictivo de la trama: la ambición, el dinero y el ego científico que lleva a la extinción de un saber ancestral que es eliminado por las mismas manos del indígena al ver lo sagrado infectado por occidente. Es decir, la extinción es ocasionada por las dos partes, es resultado de un conflicto atroz. Por otro lado, la despiadada industria del caucho comienza a comerse a la naturaleza haciendo hasta de la memoria del chamán un río moribundo, un río seco. Miguel Ángel Asturias en su épica novela Hombres de maíz retrata una situación parecida: dos mundos en guerra, en una guerra que sin embargo hace parte de los dos mundos y es interpretada de distinta forma: tanto los indígenas como los occidentales comprenden este conflicto a su manera, es decir el conflicto también tiene en el mundo indígena un significado, en este caso uno cósmico: la tarea de enseñarle a los blancos la sabiduría divina de las plantas. Sin embargo el capitalismo, la plantación, el consumo, el maíz y el caucho son aquellos elementos de occidente que amenazan con secar el río, con destruir a la cultura ancestral y a la naturaleza misma. El etnólogo se propone entonces no ‘infectar’ lo natural, mantener su postura de espectador, espectador del museo del mundo: pero este pensamiento de destrucción de lo natural y primitivo hace también parte de la mitología occidental con sus conceptos de lo original, lo natural y lo exótico (el chamán le hace entender al primer viajero, por ejemplo, que no puede negarle la sabiduría de occidente a los otros seres humanos al ver a este exigiendo que una tribu le devuelva su brújula). Es entonces una situación con muchas perspectivas, una situación que es mostrada en la película con su gran complejidad.

 

Dentro de ese abismo insondable que se expande entre las dos culturas se gesta una guerra atroz y la película la retrata desde sus más agudos ángulos. A la mitad del filme se muestra cómo una comunidad deviene monstruosamente en lo que es un sincretismo bastante peculiar, la hibridez y la síntesis de lo que el chaman llama como “la peor parte de los dos mundos”. Una secta cristiano-indígena, una secta fanática guiada por un blanco demente, se muestra como el salvajismo en su mayor expresión (aquello que era entendida como solamente indígena, en el imaginario del Facundo de Sarmiento y su oposición entre civilización y barbarie), aquel salvajismo que está solamente allí, en ese fatal sincretismo, en la cópula desastrosa entre lo indígena y lo ‘blanco’. Es entonces la guerra misma, esa guerra que se vuelve comunión dispareja, la que lleva a la barbarie. Uno está tentado entonces a intuir la salida a este dilema en la aceptación de la otredad, en el aceptar la frontera del otro, de aquella otra forma de ver el mundo, es decir en aceptar que hay una diferencia sustancial y encontrar una forma para respetar esa alteridad en el espacio compartido. El absolutismo y la guerra por una conquista ideológica de los dos mundos en conjunto llevan a la destrucción, a lo monstruoso, al caos del fanatismo y de la violencia.

El hecho de que los diálogos de la película sean en su mayoría en lenguas amazónicas, y minoritariamente en español y alemán, es un mérito más para el muy bien logrado filme. Tuve el privilegio de poder verlo en una pantalla IMAX, lo cual hizo mucho mayor la experiencia. Las imágenes en blanco y negro, la escenificación y las actuaciones son impecablemente hermosas. Y es importante resaltar que el blanco y el negro no son meramente ornamentos que expresan una especie de nostalgia, sino que adquieren su sentido en el momento en el que la revelación mística de la planta sagrada, con su gran colorido, contrasta muy pertinentemente con el resto de la película. En un país como Colombia, donde las culturas indígenas han sido ultrajadas constantemente, donde el decir “indio” es una ofensa, una película como esta hace mucho bien. Es por eso que hay que celebrar el triunfo internacional que ha recibido en varios festivales, ya que su efecto político es regenerador, justo ahora en un contexto en el que la reunificación de las múltiples culturas dispares de Colombia necesita mucho apoyo. Las culturas indígenas no son vistas por el lente etnográfico en la película, más bien el lente etnográfico es enfocado también por la misma película: la cultura indígena es vista de frente, con aceptación, admiración y reconocimiento como parte de la sociedad. El lograr esto goza de un gran mérito y es producto de una empresa valiente.

Fantasmagorías amorosas. Sobre la película portuguesa ‘Cartas da guerra’ en la Berlinale 2016

Fantasmagorías amorosas. Sobre la película portuguesa ‘Cartas da guerra’ en la Berlinale 2016

(Foto sacada de: http://www.dw.com/tr/cartas-da-guerra/a-19018110)

El género epistolar es por naturaleza deseoso y la carta de amor es su mayor expresión: escribimos una carta con la imagen del destinatario en nuestra mente, nos dirigimos a una instancia totalmente muda, una instancia lejana como la Laura de Petrarca a la que le dirigimos nuestras palabras como lanzas al vacío, como palabras dichas cuando se está mudo, cuando se siente que la otra instancia no tiene capacidad de escucha. Las cartas de amor son gritos que tratan de mantener una promesa y ese deseo, el desespero de gritar fuertemente y así exigir una respuesta, de hacer llegar como dardos nuestras palabras, hacen de las cartas de amor poesía intensa: el lenguaje se vuelve vivo, trata de transportar los besos, los abrazos que no se pueden dar en persona, el verbo deviene carne.

Algo similar ocurre con la imagen cinematográfica: la proyección abre un espacio, nos confronta con un otro, participamos de sus afectos. Tanto las cartas como el cine son maquinarias que juntan dos entidades, dos imágenes, puentes poéticos que entablan una relación afectiva entre dos seres, una promesa, un puente. Roland Barthes escribe respecto a la carta: “lo que entablo con el otro es una relación, no una correspondencia: la relación pone en contacto dos imágenes. Usted está en todas partes, su imagen es total, escribe de diversas maneras Werther a Carlota.” (1993, p. 39) La última película del director portugués Ivo Ferreira Cartas da guerra, la cual participa en este momento en la competición del festival de cine de Berlín (Berlinale), trata de desentrañar justamente este familiaridad genérica entre estas dos artes, entre el cine y la carta amorosa: el cine se presenta entonces como el lugar para el discurso amoroso, para ese discurso que en la precariedad de la soledad del amante, en su desespero solitario revela sus entrañas poéticas. La película se basa en las cartas del escritor portugués António Lobo Antunes publicadas en su libro D’este viver aquí neste papel descripto: cartas da guerra, hecho el cual revela ya el carácter literario y poético de la película. La película utiliza las cartas de amor de este escritor durante la guerra, remitiendo así a un topos común, el escritor que parte, el enamorado en la lejanía, el hombre en riesgo de muerte que trata de encontrar en sus palabras la eternidad. Uno piensa por ejemplo en los hermosos poemas de John Donne o en toda la tradición de la lírica amorosa en la cual el poeta recurre a la poesía para fijar el amor hasta la eternidad. La voz que se perpetúa en la distancia, la botella con la carta que mandamos a un destinatario, las palabras que guardan a los amantes juntos hasta la eternidad. La película consta de pocos diálogos y su mayoría es solamente una voz en off, la voz de su mujer leyendo las cartas de su marido mientras se muestran las imágenes de este en la guerra, el amante en su travesía a blanco y negro. El blanco y negro, y la voz de ella que asentúa la ausencia de él, expresan efectivamente ese abismo entre los cuerpos y al mismo tiempo su comunión en el arte, en la película y en la poesía. La lejanía, la nostalgia es justamente aquello que permanece latente en el género epistolar y que viene a ser revelado, expuesto hermosamente en la película ante nuestros ojos.

 

La guerra no es la temática central del filme, por más de que la película se limite a mostrar imágenes de ella. No se narra, la película solamente celebra, presenta imágenes poéticas. La guerra incrementa el deseo amoroso considerablemente, hace de la situación del amante lejano una más precaria. Pero es la situación del amante en general la que está en el centro, aquella posición que proyecta una imagen del ser amado, justo como Roland Barthes lo entendería; el amante proyecta esta imagen como salvavidas, como aquello que le da sentido a su vida. Y es la proyección misma, la relación que sus cartas entablan con su amada lo que lo mantiene a flote, no la correspondencia, ya que en la película el amante nunca recibe una respuesta. Las imágenes no se tocan, no corresponden, su relación es sin embargo una intensa. En una escena memorable del filme, la proyección de una película romántica que observan los soldados en el campamento en repetidas ocasiones, de pronto es la película es proyectada no en la pantalla como de costumbre sino en la cara del protagonista, el cual con los ojos llorosos es devuelto violentamente a su soledad: la fantasmagoría de la carta y de la película se muestra entonces con ese sinsabor intrínseco que deja de igual forma el sueño de amor al despertar.

 

Referencias:

Barthes, Roland (1993): Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo XXI.

Walter White o Las trampas de la virtud. Reconsideraciones filosóficas en torno a Breaking Bad – 1.

Walter White o Las trampas de la virtud. Reconsideraciones filosóficas en torno a Breaking Bad – 1.

(Foto sacada de: http://www.popsugar.com/moms/photo-gallery/34333506/image/34333515/Breaking-Bad-Walter-White)

Ningún acto o suceso es en esencia bueno o malo. Partiendo de esto, que parecería ser un axioma spinozista, se puede desenredar hasta cierto punto la intrincada trama de la aclamada serie norteamericana Breaking Bad. Sin embargo, el decir esto implica que tal vez los hechos más atroces y más violentos puedan ser, bajo ciertas circunstancias y bajo ciertos puntos de vista, catalogados como ‘buenos’. Al aceptar esto llama uno automáticamente al escándalo y esto ocurre sencillamente porque va en contra de nuestro código moral: “No matarás”; “No irás en contra de la ley”, etc. El acto ético se realiza en un momento en el que las comillas de estas leyes morales toman valor, es decir, se relativizan: ¿Por qué no debo matar? ¿Debo atenerme siempre a la ley? En un país en el que la ley parece no cumplir con su deber de asegurar el bienestar de cada uno de los individuos, la segunda pregunta parece remitir a una respuesta negativa: “No, debo violar la ley si esto me lleva a crecer más, a subsistir”. Todo aquello es bueno cuando nos ayuda a crecer y a mantenernos en la existencia. Es por eso que la sociedad es el ámbito más adecuado para esto: la sociedad es buena cuando esta lo ayuda a uno a crecer, cuando es posible vivir y subsistir en ella. Detrás de la virtud se esconde entonces algo que los moralistas llaman “egoísmo” pero es sencillamente “la vida”.

Dejando esto de lado por un momento, quisiera referirme a un caso muy anterior al de Walter WhiteLa Orestiada, la famosa tragedia de Esquilo, presenta esta doble valoración del acto del asesinato, en la cual hay en total dos: uno bueno y uno malo. Pero el acto es el mismo o uno equiparable: el asesinato de Agamenón a manos de su mujer Clitemnestra y el asesinato de esta última por su hijo Orestes. El primer acto (siguiendo la lectura spinozista de Gilles Deleuze en sus cátedras sobre el filósofo holandés) descompone, destruye y está motivado sencillamente por un deseo de venganza y de poder. En el caso del asesinato de Clitemnestra por otro lado, se restituye, se recompone por un acto de justicia el bienestar de todo el estado y de la familia. Este último acto, que en su superficie es moralmente inaceptable, lleva al juicio (el juicio de la razón ética) al final de la tragedia, en donde la inocencia de Orestes es rescatada por medio de un acto de conocimiento y reconocimiento ético y divino. Es entonces aquel acto que compone, el acto que está premeditado y que resulta de un conocimiento o reflexión, uno que trata de restituir y salvar la vida, ese es el acto ‘bueno’. Para Spinoza, el conocimiento es aquel que nos lleva a actuar de forma correcta cuando sabemos de qué forma podemos crecer y componer (no descomponer) en nuestra naturaleza. Esta reflexión es aquella que lleva a ver que la sociedad es el ambiente para el mayor crecimiento; no hay nada más productivo para el hombre que los otros hombres, diría Spinoza. Pero para crecer hay a veces que descomponer y allí radica el problema ético, la praxis reflexiva. Nietzsche recurre entonces a su pregunta parafraseada: “¿Quieres que esto suceda y se repita una y otra vez por toda la eternidad?” Es entonces el acto con un trasfondo, con una profundidad el que es ‘bueno’, el que compone.

Walter White emprende una actividad criminal, se dedica a la cocción de metanfetaminas, para así recomponer, sostener y salvar a su familia en medio de una situación de precariedad absoluta (en la antesala de la muerte y sumido en la pobreza): su motivación para emprender este proyecto es meramente el amor a su familia. En primera instancia Walter White es un héroe disfrazado de villano, pero a medida que la serie avanza su disfraz se comienza a fundir con su cuerpo. Walter White deviene superficialidad, pierde ese trasfondo y su metamorfosis es lenta y larga. La serie es la odisea de ese devenir malvado, es lo que el título ya avisa, el “breaking bad” del héroe. Las trampas de la virtud del héroe lo llevan a los vicios del villano. Su error radica en caer en la superficialidad, en confundir los medios por los objetivos: si bien el primer impulso de White es ver más allá de lo inmediato y buscar por todos los medios la forma más eficaz y adecuada de salvarse a sí mismo y a su familia, el trasfondo se va contaminando y solamente queda, como él mismo lo asegura en la última temporada, el negocio, el mero negocio, la inercia absoluta de seguir, porque se ha perdido el rumbo y solamente el camino guarda el sentido. Su egoísmo final radica en ignorar el trasfondo de su vida, y contentarse con la inmediatez de lo vivido: al quedarse ciego deja de ver que es justamente la familia lo único que lo hace crecer y la superficialidad, cuando la vida se deja de divisar, hace que todo converja en la muerte. Walter White muere mucho antes de la balacera final y no precisamente por cáncer. En el momento en el que el acto pierde su motivación amorosa, deviene maldad, veneno, autodestrucción. Walter White se siente más vivo pero estaba muerto desde hace mucho tiempo, ya que el amor, aquello que lo hacía crecer y curarse en primera instancia, se evapora. Es por eso mismo que uno se ve confrontado al final de la serie con un Walter White distinto, uno que ya no ve, uno que no ve las razones de sus actos, solamente una inercia incontrolable, un zombie sin rumbo, un cuerpo sumergido en las aguas movedizas del mal.

La ignorancia es la ceguera y la esclavitud al mismo tiempo. Si hacemos los actos por inercia, solamente porque es lo único que queda, no estamos actuando por razón sino que estamos deslizándonos por la superficie. Las drogas son una especie de mal acto o acto inadecuado, ya que se hace por el momento, es un acto sin trasfondo, un acto ciego y opaco. Sin darse cuenta, la superficie deja brotar vicisitudes de vida que no son más que vaticinios de muerte. Lo interesante es que la tragedia de Walter White es justamente cuando éste se entrega al automatismo de la criminalidad, cuando se entrega a la moral, cuando es a la ley a la que tiene que responder y ya no a los motivos detrás de la ilegalidad, al amor. La ilegalidad se vuelve, en su superficie legal, la razón de la existencia de Walter White. Es entonces lo policial, la sociedad misma la que lo corrompe. No el acto crítico-ético del comienzo de la serie, sino el placer por estar fuera del orden social. Hay varias escenas de la serie en las que Walter White es seducido, cae en la trampa de la ilegalidad y se deja perder en el hecho superficial del poder: cuando siembra la duda en su cuñado detective de que él es el mayor villano de todo el cartel de metanfetaminas; cuando sin razón alguna quiere embriagar a su hijo y muestra el poder que tiene sobre todos; cuando le confiesa a su esposa que él es el único peligro que existe. El acto ético se corrompe cuando pierde el horizonte y se queda enredado en la superficie. Algo así como las revoluciones venidas a menos (como la cubana o la colombiana en sus principios románticos), un acto ético que se nutre al final solamente de su poder explosivo, de su poder heroico, de su ego embriagante. Lo que Walter White ignora es que es justamente este mundo del tráfico de drogas, el que nunca podría componerse positivamente con él, tomando en cuenta el gran ego y el íntimo resentimiento que guarda, el ámbito de las drogas solamente lo destruiría ya que expondría así su talón de Aquiles. Su error entonces fue ético, no saber qué puede alcanzar él y qué no, claramente el negocio de las drogas fue venenoso y lo lleva a la muerte al final de su odisea….

La pregunta política que se gesta de esta maravillosa serie es la del cómo mantener el acto ético, el amor y la amistad en medio de un contexto social que lo va a revertir en vicio. ¿Cómo resistirse al vicio? Gertrud Koch ya señaló acertadamente en su libro sobre la serie, que es justamente el vicio (dentro y fuera de la serie, en su consumo) uno de los temas centrales. Walter White es un personaje esencialmente humano, un personaje que no deja de ser simpático hasta el final de la serie, un personaje que es un espejo claro de nosotros mismos.