por Camilo Del Valle Lattanzio | Nov 14, 2015 | Cine, Críticas |
(Foto sacada de: http://www.elotrocine.cl/2015/05/26/critica-el-club-2015-de-pablo-larrain-monstruos-a-la-sombra-de-la-impunidad/)
Y Dios dijo: ¡Que se haga la luz! Y la luz se hizo. Y Dios vio que era buena. Entonces Dios dividió la luz de las tinieblas.
Justo al principio de nuestra cosmología, al comienzo de la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, en el cuarto versículo, se habla sobre la división, efectuada por la palabra de Dios, de la luz de las tinieblas. Sobre aquella división, que es realizada solamente por parte de la luz que es la bien vista por Dios, se edifica toda la cosmología y la moral judeo-cristiana. Hay que entender que esta génesis de la división es resultante de la palabra, que es ley, orden entendida como mandato. La luz de la palabra, la luz del bien excluye a las tinieblas, creándolas al mismo tiempo: Las tinieblas como la sombra de la luz, y la luz como el juez sobre la maldad excluida. La luz y su esplendor extienden una larga sombra sobre la tierra. Pero lo que parece palpitar detrás de esa división es la sospecha de que esa sombra es la perversión necesaria de la luz, ya que la enmarca (como aquel espacio restante y oscuro en un retrato) tomando en cuenta que luz nunca llega a iluminar todos los rincones del espacio, y justo en el rincón más oscuro estamos nosotros, los pecadores. Bajo la luz divina hay ciertas partes de nuestro rostro que necesariamente están en la sombra. Aquel versículo paradigmático es el preámbulo, el epígrafe de la nueva película chilena El club de Pablo Larraín premiada con el oso de plata de la selección del jurado en la Berlinale 2015. La película retrata aquel entrecruzamiento y retroalimentación entre las tinieblas y la luz, los bordes entre sombra y luz donde hay zonas de indeterminación, la batalla sexual entre el bien y el mal que articula el centro, un tanto podrido, de la iglesia católica. (Sí, la iglesia es una de aquellas esquinas oscuras, oscurísimas de la sombra de la luz.) La película cuestiona una moral cuyos principios se tuercen sobre sí mismos, donde aquella inicial división conlleva a situaciones donde la luz inevitablemente se corrompe con las tinieblas, donde el bien tiene que untarse de sangre oscura para lavar sus heridas, donde todo se sumerge en una batalla de relativos claroscuros, o bien en un gris homogéneo y triste.
La película trata sobre la cotidianidad y la decadencia de un retiro para sacerdotes cuyas acciones han llevado (o podrían llevar) al desprestigio de la iglesia. La iglesia como organismo por excelencia (con defecaciones y esplendores, con auto-purgamientos y contaminaciones) se deshace de lo improductivo por sus propios medios, fuera de la ley divina y social, en medio de las zonas oscuras donde la mirada del juez y la de Dios no alcanzan a llegar: El retiro de curitas en un paisaje desértico y remoto de Chile. Pero la justicia divina llega hasta el punto más remoto, hasta el más profundo de los ocultamientos: En una casa llena de ‘curitas’ pedófilos, insurgentes y perversos, el accidente, el suicidio (un pecado más) toca sus puertas. Este bullicioso suceso lleva al retiro a su juicio. Al llegar un nuevo miembro al club de pecadores, seguido por su víctima y siendo expuesto por ella misma a la vergüenza general, este se ve obligado a suicidarse lo cual desencadena el advenimiento de la clandestinidad de la maldad de la iglesia. De pronto las voces comienzan a ventilar un secreto que puede llegar a incriminar hasta al mismísimo Papa. El suicidio de aquel hombre venido a menos y el arma que surge de los mismo curitas malvados, hace que llegue una justicia no menos perversa al clan, al club: Un sacerdote enviado desde el Vaticano, llega como un emisario de una compañía multinacional, encargado para purificar y poner en orden el caos en el sitio del retiro. Este mismo ángel-ejecutivo se ve obligado entonces a sobrepasar la división divina entre el bien y el mal, a instalar una ‘violencia mítica’ que va a legitimar todo exceso de violencia por el bien del club, del clan, de la mafia eclesiástica. El emisario vaticano deja entonces, después de extralimitar sus funciones como sacerdote, a todo el clan perverso con su nueva penitencia: La hospitalidad para con la víctima, el lavado de los pies del débil, la auto-exposición a la culpa: Y en una masturbación infinita, la iglesia legitima, por medio de la mala consciencia y de la penitencia, el ocultamiento de su maldad.
A pesar de lo intolerable que parecen ser los crímenes de los curas en retiro, la película relativiza al crimen y revela cómo la moral del bien y el mal es el dispositivo perfecto para este último, la fábrica perfecta de lo perverso. La película trata de revelar una justicia institucional que ha perdido la facultad de juzgar: La moral católica ha perdido su capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal, ella misma parece crear el mal, ya no es la luz que lo excluye, se trata más bien de un matrimonio entre el bien y el mal, de un condicionamiento. Por eso mismo, el espectador se ve obligado a acudir a una posición más ética que moral, es decir a una reflexión sobre las causas, a la relativización de las culpas, a la apreciación de los contextos generales, de las causas y de los efectos. En medio de una moral asfixiante de la iglesia (una moral que niega rotundamente la vida humana con sus pasiones y deseos, con sus buenas y malas caras), esta se ve sumergida en una entrecruzada ética donde su moral del bien y el mal la llevaría a su propia ruina. Si hablamos de bien y mal, el mal es parte constitutiva del ser humano y de la iglesia y esta última, como jueza sobre el bien y el mal sobre la sociedad, pierde por esto mismo, reconociendo su humanidad, inevitablemente su legítima posición jurídica: La maldad del juez debe ser necesariamente ocultada, escondida. (De una forma muy similar a como ocurre en el drama de Shakespeare Measure for measure.) La iglesia se pliega sobre sí misma, su necesaria base perversa entre el bien y el mal (su matrimonio y copulación eterna) la deja en un debate sin fin, en un juicio sin resultados posibles: El mal constituyente a todo ser humano y a la iglesia la mancharía de tal forma que su facultad de juzgar se desvanecería para siempre. La iglesia debe confrontarse con el monstruo que la habita, el ser humano y sus pasiones, sus perversiones y sus deseos: debe aceptar aquella ‘maldad’ que su moral misma (su luz incandescente) excluye y abraza.
Por más que a simple vista la película parece denunciar a la iglesia y a su doble moral, a su moral corrompida y maligna, esta va mucho más allá y de cierta forma la contempla en medio de un marco de claroscuros de la naturaleza humana; la película no excusa ni juzga más bien entiende críticamente a la iglesia, la entiende por medio de su humanidad, de su tragedia profundamente humana. Es el ser humano con sus contradicciones y con su nihilismo, con la negación de sus deseos, con su auto-represión, con el forjamiento de su otro mundo que se contradice y choca con el verdadero. El club es una película que logra retratar al hombre en medio de esa batalla interminable entre la luz y las tinieblas, ese hombre sin atributos, ese hombre gris y en constante génesis cuyos brotes violentos son síntomas de una tragedia humana desde los principios (desde el principio del universo) hasta nuestros días.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Oct 19, 2015 | Cine |
Imagen sacada de: http://elzarzorevista.com/la-tierra-y-la-sombra.html
El cine colombiano ha girado desde sus comienzos inevitablemente en torno a la conflictiva realidad del país. En el contexto de los diálogos de paz en La Habana, no hacen falta películas que muestran el conflicto interno de forma descarnada y violenta. Uno piensa por ejemplo en Saluda al diablo de mi parte (2011) y en otra serie de películas, en las que la violencia del conflicto es el tema principal, tratándola sin rodeos, directamente y haciendo de las películas meros documentos históricos, filmes educativos, obras cinematográficas banales. Sin embargo, parece que el cine colombiano está virando a un tono más sobrio y frío, parece estar haciéndose cada vez más a una mirada fría cinematográfica de la violencia que lleve a una reflexión más eficaz sobre ella (siguiendo inconscientemente un llamado de Zizek a no seguir la ‘urgencia’ acalorada de lo violento). Esto se puede ver ya en la muy interesante película colombiana presentada en la Berlinale de este año, Violencia (2015) de Jorge Forero, cuya trama violenta solamente deja ver directamente la sangre de un animal y de esta forma deja meramente sugerida la violencia descarnada de la guerra entre la guerrilla, los paramilitares y el ejército. Sin embargo la semana pasada se presentó una vez más en Berlín una nueva propuesta de esta mirada de soslayo al conflicto: La tierra y la sombra (2015) de César Acevedo, la cual fue presentada dentro del marco de la inauguración del festival de cine latinoamericano de Berlín (Lakino). Esta vez el tema de la violencia está implícito pero ya ni siquiera sugerido, lo que se muestra es la cruda y seca raíz de aquella violencia, su trasfondo sistémico, el horizonte de la guerra el cual se ignora recurrentemente: la desigualdad social, la pobreza, la explotación y sobre todo, la inercia de una sociedad cansada y sumisa. La tierra colombiana se muestra como lo que es: una tierra árida para el hombre, fértil para el explotador, para el latifundista y para la Plantación; una tierra que despliega una sombra oscurísima que se extiende por todo el territorio nacional.
La película retrata el regreso de un hombre al hogar abandonado muchos años atrás. Este hombre, que ha sido llamado por su hijo que se encuentra convaleciendo con una mortal enfermedad pulmonar, se ve entonces confrontado con el rencor acumulado por años de su mujer y con los cambios que han hecho de lo que era antes una colorida plantación frutal, la Plantación de caña de azúcar (con mayúscula siguiendo la argumentación de Antonio Benítez Rojo y todas las terribles implicaciones que esta conlleva). Este miserable hombre melancólico, abuelo de un niño sin futuro, encuentra entonces a una familia que se ha tenido que subyugar al imperialismo de la caña para poder sobrevivir, a una mujer vieja que ha tenido que sacar la cara por la familia para combatir el hambre. Pero es justamente esa mujer la que representa la fatalidad de la familia, con sus raíces gruesas e inertes, duras e inamovibles dentro de una tierra polvorienta e infértil para el hombre. La familia se asemeja a una planta resistente a la aridez pero moribunda y sedienta, cuya raíz es aquella mujer testaruda, la Madre escrita con mayúscula, la dolorosa patria, la mujer ultrajada. La mujer es aquella moral implantada en el trabajador que encuentra en su explotación el ‘normal’ curso de su cotidianidad. Un pasado mejor se mantiene en la memoria melancólica de ese hombre que regresa a confrontar de nuevo una realidad de la que ya había huido, regresa para salvar a aquellos que había abandonado. La madre de la familia y su nuera se ven obligadas a reemplazar a su hijo en la Plantación justo en el momento en el que se intenta (simplemente se intenta, como todo en Colombia) armar una huelga por falta de pago. Aunque los trabajadores de la Plantación se organizan para no trabajar, el miedo y el hambre es una constante amenaza que no deja que se geste de verdad una revolución. Con las bocas vacías parece haber poca energía para resistirse ante la explotación. El cansancio y la inercia de la clase explotada lleva al público de la película a plantearse una solución cuya inmediata salida son claramente las armas, la violencia. Una guerrilla pareciera una sensata salida a ese infierno. En medio del desierto la indignación de una sed sin agua para saciarla solo puede llevar al levantamiento, el cual queda solamente sugerido, nunca planteado directamente sino permanece en un estado virtual, en potencia.
Los personajes de la película deciden huir, pero no por la guerra como millones de desplazados en Colombia, sino por la falta de un estado social, por la pobreza y la injusticia en un estado donde la naturaleza se ha vuelto un desierto, donde la madre naturaleza se ha vuelto hostil. La patria ya no es un hogar sino un mero árbol en medio del desierto. Colombia es aquel desierto del que se huye, aquella tierra infértil y explotada. La Plantación (y no la guerra) es el dispositivo del desplazamiento y de la violencia más importante en Colombia; la Plantación es ese dispositivo resultante de una reforma agraria que nunca se dio. La Plantación es la máquina de aquella ‘violencia sistémica’ de la que habla Zizek cuyos brotes de violencia inmediata solamente son su superficie, su síntoma. La Plantación es ese gran setting colombiano que incluso en Cien años de soledad adquiere ya la importancia que realmente mantiene en el contexto nacional. La película retrata perfectamente la aridez y la violencia desértica de este espacio laberíntico, el espacio vacío, inhabitable y deprimente del campesino colombiano. La hermosura de ese desierto es ácida y la película es una gran muestra de ello: La belleza del filme es violenta, sus imágenes hermosas son desgarradoras. El sueño americano, o bien el latinoamericano, la tierra del libre comercio con sus crueles injusticias adquiere un rostro con esta película, su rostro infértil. La película muestra aquel rostro revelando así mismo que es justamente el subsuelo del conflicto colombiano, mostrando tal vez cuáles son los problemas, las heridas por sanar y en qué debe basarse un posible tratado de paz. Ese sueño, que es solamente idílico para unos es una pesadilla para otros, y deja solamente la posibilidad de una huida, de un escape. La huida y el escape que ya fueron contemplados alguna vez por el moribundo Simón Bolívar el cual entendió que de Latinoamérica no habrá otra opción que huir, que partir en busca de otras tierras más fértiles, efectuar un éxodo a un Edén añorado desesperanzadamente.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Sep 6, 2015 | Críticas, Literatura, Recomendaciones, Teatro |
Foto: Marcus Lieberenz/bildbuehne.de
El proyecto de la ilustración, salir de la cueva por medio de la luz de la razón revelándonos la oscuridad en la que vivíamos en medio de parábolas y mentiras religiosas, parece revelar cada vez más su teatralidad. Trabajamos hace siglos en un proyecto que pareciera infinito ya que trata de luchar contra lo que siempre ha sido. Sobre todo hoy, viviendo en medio de un conflicto ideológico, donde la crítica de la razón no nos ayuda a salir del calor de las religiones y las ideologías. Todo radica en el error de pensar que se sale de las ensoñaciones ideológicas con la razón y no con los mismos cuentos, con las mismas parábolas, con las mismas mentiras. Al fin y al cabo somos seres de mentiras, siendo un poco injustos y banales parafraseando a Nietzsche. Nuestro proyecto de ilustración no es más que eso, una ilustración en su segundo sentido, una imagen, un mundo construido, diseñado, ilustrado. Ya Žižek lo señala en sus críticas al liberalismo capitalista, a esa mentira de nuestra verdad de que el hombre es en su forma más pura un sujeto universal, un sujeto desnudo de culturas, lo cual viene siendo en definitiva un ideal, un sueño. Ese sueño del humanismo, el hombre desnudo de todo, es el mayor proyecto de la ilustración o tal vez de toda nuestra cultura occidental. Es justamente en una grandiosa obra de teatro, como Nathan der Weise de Lessing, donde este sueño de la hermandad de todas la culturas en el marco de una misma humanidad llega a su esplendor pero al mismo tiempo revela su suelo imaginario, su irrealidad.
La temporada de teatro en Berlín comienza de nuevo, tras una pausa de verano, entre otras con una adaptación contemporánea, dirigida por Andreas Krigenburg, del clásico de Lessing en el Deutsches Theater. Hay que resaltar que la presentación de esta obra clásica del teatro alemán, obra ensayística y dramática y cumbre de la ilustración alemana, cae como anillo al dedo en la situación que está viviendo Europa. A pesar del fracaso de la puesta en escena (donde lo humorístico barato oscurece y empaña el verdadero poder de la obra) es justamente con esa obra donde se nos presenta de forma utópica la irrealidad de nuestros ideales humanistas. Se presenta utópicamente sin negar la fuerza, la importancia y sobre todo la urgencia de esa utopía. Es justamente una parábola, la parábola de los tres anillos, la única que puede revelar esa verdad. Se trata de aquella verdad humanista que se revela en forma de narración, de cuento, de mentira. En pocas palabras se puede resumir el cuento, que relata Nathan, de la siguiente forma: Un rey viéndose en aprietos por la división de su herencia que está condensada en un solo anillo, decide hacer tres copias idénticas de la joya, una destinada a cada uno de sus hijos, y hacer desaparecer de esta forma el original. Los tres anillos, las tres fes (el islam, el cristianismo y el judaísmo) son ante el Dios monoteísta iguales, y este mismo une a las tres en una sola humanidad fraternal. Es decir, las diferencias son meramente superficiales, meras mentiras, sucios trajes.
Lo que me interesa de esto es justamente la forma en la que esta verdad aparece: Aparece como una superficie, como una mentira. Es una concepción de verdad que anticipa de cierta forma a Nietzsche. Pero al mismo tiempo esta narración se conjura, casi como una nostalgia, al final de la obra uniendo en la realidad escénica a las tres religiones en un acto de familiaridad humanista. Pero los cristianos, los musulmanes y los judíos solamente se encuentran porque la contingencia de los hechos en el drama los lleva a eso. Somos nosotros, los espectadores, los que vemos la obra y nos es contada en una segunda instancia la misma historia, ahora hecha carne sobre las tablas. El discurso humanista nos es impartido como una moral religiosa, un cuento que nos convence y nos conmueve. Ahora somos nosotros los que tenemos que realizar esa comunión. Sin embargo ignoramos que todo hace parte de nuestra narratología, todo hace parte de la narración ideológica de occidente que nos hace ver que la cultura es un disfraz, una vestimenta y que ese hombre que está ahí debajo debe ser revelado. Esta revelación es justamente nuestra cultura y es llevada a cabo solamente, como señala Žižek, con violencia. Al fin y al cabo no conocemos y no sabemos qué es ese hombre desnudo, ese sujeto universal. El camino para revelarlo siempre va a ser el de la narración. Salir del mundo de lo retórico, aquel proyecto ingenuo de la ilustración, es un proyecto mandado a recoger. Más bien hay que reconocer ese proyecto como algo nuestro, como nuestra ideología y de esta manera luchar por ella, sin engañarnos al pensar que no se trata esta vez de una narración hermosa. Una y otra vez volvería entrar a ver y a oír las líneas de Lessing, tal vez no en el Deutsches Theater donde no se toma en serio la mentira que es esa obra.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Ago 31, 2015 | Artículos, Cine, Literatura |
Foto Aurélien Arbet and Jérémie Egry, I would prefer not to (2005)
Al parecer el arte se gesta como un coqueteo con el fracaso, una inclinación al vacío, al silencio, pero solamente una inclinación cuya acrobacia es el centro y la esencia de la producción artística. El objeto artístico como aquel objeto que está allí por sí y para sí mismo, esa maquina inservible se rebela desde adentro en el contexto capitalista de la producción en masa. Detrás de un empleado inservible, de un Bartleby callado y melancólico, se esconde el artista que se rebela constantemente, con su silencio incómodo. El arte es producción pero producción inservible, sin progreso, no comprable ni vendible. El arte tiene que desertar a la sociedad y en una segunda instancia, para poder sobrevivir, vuelve a ella inevitablemente dejando que esta se lo devore y lo convierta de nuevo en un objeto de consumo. El arte se fracasa entonces en su última instancia inevitablemente a sí mismo; del fracaso dentro de la sociedad al fracaso a sí mismo. Todo comienza con la acrobacia, una acrobacia sobre el vacío. Esto por lo menos en nuestros tiempos: el arte todavía como vanguardia, como revolución, renuncia y es rebelión contra los axiomas de la sociedad de consumo, todo esto parece colarse entre las líneas poco comerciales pero muy bien consumidas de Enrique Vila-Matas, pero sobre todo en la nueva exitosa película sobre la vida llena de fracasos de Amy Whinehouse.
Amy Whinehouse, aunque suene ridículo, fue realmente una fracasada, eso parece ser el mensaje de la película; Amy fracasó en su intento por fracasar. La fama y sus intentos en vano por auto-sabotearse le impidieron lograr lo que siempre había querido, vivir la música como una rebelde, una cantante de jazz disidente de toda aquella absorbente industria del pop. Quería ser una cantante de cantina no una vedette del mundo plástico. Antes de lograrlo la sociedad se la devoró y la convirtió en un símbolo hipster, en un nuevo símbolo pop. La fama era lo último que buscaba con la música, y su vida parece ser la prueba vehemente de esto. Una ingenua, una eterna adolescente, una perdedora de verdad, una artista. Su mayor intento de fracaso fue entonces el enamorarse de un perdedor, y la película le da la importancia necesaria a este hecho. Fue ese amor adolescente, el amor que la llevó a hacerse a un cuerpo vacío de drogas y alcohol; él significaba entonces la única oportunidad para sabotear su vida exitosa que cualquier Britney Spears hubiera deseado. Él era la salida a ese camino asfixiante de la fama, la puerta al fracaso, a su íntimo éxito. El amor fue aquella mano que se le tendió, una mano desde la oscuridad del fracaso, sí, la mano de la muerte. Pero fracasa incluso en el fracaso, una y otra vez y esta racha llega a su mayor esplendor, ya llegando al final de la película, cuando frente a unos cincuenta mil espectadores, haciendo un berrinche de niña chiquita se niega a cantar, se planta enfrente de un bullicio de chiflidos y linchamientos y decide no cantar, decide renunciar, sabotear toda la maquinaria de fama en la que estaba ya sumergida hasta la coronilla, mucho más de lo que se hubiera imaginado. La cámara entonces muestra por primera y última vez una cara feliz, satisfecha; la cámara captura tal vez los únicos minutos de felicidad de su vida. Ese es el clímax de la película y el de su vida, y muy bien acentuado en la película, ya que su muerte carece en definitiva de importancia existencial. Después de aquel concierto en Belgrado, justo después de haber alcanzado su libertad como artista, lo que le sigue es, una vez más, otra cadena de fracasos. Decide volverse la nueva Ella Fitzgerald y seguir el camino de su ídolo Tony Benett, pero la sociedad ya la ha aprisionado demasiado, es demasiado débil y sucumbe ya de forma definitiva en la muerte. Justo después de haber saboteado el destino de su desgracia, la fama, ya es demasiado tarde para tomar las riendas de su vida miserable. La película lo deja a uno con un sinsabor extraño, entre conmiseración y desesperanza, y al mismo tiempo con la impresión de habernos reflejado nuestra realidad de la forma más directa, nuestra muy contemporánea forma nihilista de ver la vida, nuestra vida que solamente es una racha de fracasos a la búsqueda de un fracaso mayor. Nuestra vida en la que el arte parece ser un tipo de acrobacia sobre un vacío con el que no se deja de coquetear hasta desaparecer. El arte es entonces efímero como aquellos momentos de libertad, silenciosos frente a miles y miles de personas. I would prefer not to, decimos entonces con una tristeza ácida.
Enrique Vila-Matas escribe libros sobre fracasados, libros en los que no pasa absolutamente nada y en los que solamente se habla sobre el vacío del mismo libro. Escribir sobre autores que no quieren escribir nada es al mismo tiempo coquetear literariamente con la nada. El resultado es fantástico, la literatura termina siendo sin embargo todo lo contrario al entretenimiento, por otro lado el aburrimiento se vuelve exquisito. El escritor catalán es tal vez uno de los autores más aclamados en Europa de los últimos tiempos. Su fama es una fama igualmente hipster: se vende como alternativo, como rareza, pero lo que es claro es que su literatura es demasiado aburrida para ser un best seller. Al hipster le gusta apartarse de lo «mainstream» y coquetear con lo aburridor, con lo no consumible, con el tedio; la literatura Vila-matesca pasa entonces muy bien con esta tendencia, se vuelve popular sin dejar de ser interesante de verdad. Y allí radica el mayor humor de su obra, su mayor grandeza, lo extraordinario de su juego literario. Vila-Matas acepta la fama que le es dada pero la sabotea a cada instante dejando juegos abiertos, imágenes que no se dejan consumir, profundidades que se escapan al ojo lector-consumidor. Cada libro es una llaga abierta en todos nosotros, y se consumen, se leen como hamburguesas de McDonalds sin saber el veneno que se está consumiendo. Un veneno exquisito al fin y al cabo, pero para el que sabe que se trata de un veneno. El autor barcelonés sabotea constantemente su literatura y con una gran carcajada se da cuenta de cómo el auto-sabotaje no es más que aquello que la sociedad espera de él, el producto que se ha vuelto contra sí mismo y por consiguiente Vila-Matas fracasa constantemente al igual que Amy. Pero es precisamente su humor el que lo salva, su literatura refresca por eso mismo, porque es autosuficiente, autodestructiva. Nos damos cuenta entonces que el arte hipster, aquel arte que coquetea con el fracaso para tratar de salirse de la cárcel del consumo en la que ha sido encerrado está destinado a fracasar, está destinado a ser uno más de los productos del estante: Nos hemos vuelto grandes consumidores del fracaso, tal vez conforme a nuestra nueva forma de vivir la vida, una acrobacia sobre el vacío.
Amy sucumbe, mientras que Enrique triunfa en el coqueteo; es cuestión de peripecia, no todos son tan acrobáticos al margen del vacío. Dos síntomas con valores distintos, expresiones de un mismo diagnóstico: búsquedas en el silencio, en nuestro auto-sabotaje, búsquedas de nosotros mismos lejos de lo que hemos sido. I would prefer not to, seguimos diciendo con ahínco como si ya nos estuvieran empujando al precipicio.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Jul 13, 2015 | Críticas, Literatura |
La nueva novela de Michel Houellebecq se trata en efecto de la sumisión, sí, de una que produce una gran carcajada. La carcajada que damos al vernos ante el espejo repitiendo las mismas muecas, al vernos inevitablemente efectuando una acción vergonzosa del pasado. Nos vemos de nuevo, siendo irremediablemente ese humano que se equivoca una y otra vez, entonces nos reímos a carcajadas. La nueva novela del escritor francés publicada en París el pasado siete de enero, no solamente trata con un humor muy negro la principal problemática europea del momento, el terror y el hecho de la islamización del continente, sino que plantea una idea propia del tiempo y de la historia que nos deja perplejos, como ante un thriller que nos revela nuestro futuro e irrefutable rostro, el más íntimo.
La novela retrata a Europa en un futuro próximo (el año 2022) que no es más que el reflejo de la Europa de un pasado no muy lejano. El personaje principal, un profesor un tanto deprimente, dedicado a la obra de un no menos triste autor canónico de la literatura francesa (Joris-Karl Huysmans), presencia el cambio definitivo de la sociedad en la que vive. El candidato oficial del partido islámico francés le gana a la candidata de la extrema derecha (Jean Marie Le Pen de Le Front National), cambiando así por completo el panorama de la sociedad. Este cambio de valores morales conlleva a uno burocrático que hace que el personaje pierda su empleo y emprenda así un muy novelesco viaje hacia sí mismo y, al mismo tiempo sin saberlo, hacia lo más profundo de su alter ego, el autor francés del fin de siècle. Los dos principios de siglo se entrecruzan en la novela, haciendo de la idea del fin de la cultura europea una idea a-histórica, un sentimiento perenne desde hace siglos, tal vez el fantasma principal de toda nuestra modernidad. Pero en la decadencia de la imagen de Europa, que comienza tal vez con la secularización del renacimiento y con la despedida de la edad media, asistimos al mismo tiempo al entierro de la religión que no es más que los preparativos para su inevitable regreso. Y es que en el centro de la novela está ese temible regreso ocasionado por una nostalgia de la religión. Según la novela de Houellebecq nuestra sociedad está virando de nuevo, de nuevo a una era religiosa, donde nos desprenderemos por fin del materialismo del liberalismo que nos ha llevado a este caos social. Pero para que esto ocurra tenemos que devenir en otras personas, en «la otredad», rechazar nuestra realidad y dar la bienvenida a otra, en este caso al islam.
Huysmans marca en la novela el hilo conductor de ese futuro y su vertimiento. Su vida, y sobre todo la del personaje principal de su mayor novela (À rebour) des Esseintes, es lo que nos deja anticipar el advenimiento de una nueva era religiosa. Huysmans escribe À rebours de la misma forma que Houellebecq escribe su novela, como un desdoblamiento de sí mismo. Los dos libros no son otra cosa que la expresión de odio a una sociedad que se pierde entre el crash de culturas que se vive en dos antesalas de la guerra. El contexto de Huysmans es muy parecido al nuestro: El crecimiento de las ciudades, el fin de la hegemonía religiosa, la muerte de Dios, la ciudad como la torre de babel, el inicio de la sociedad de consumo como regla general, etc. Des Esseintes se retira entonces de la sociedad para reencontrar en el pasado de la decadencia latina (la caída del imperio romano) esa otra época que se repite inevitablemente en la Francia del fin de siglo. El decadente busca en el pasado el éxtasis de una estética perdida que lo llevará inevitablemente a una conversión al catolicismo. Al referirse a la caída del imperio romano, va des Esseintes mucho más atrás que el inicio de la modernidad que es la cuna de su tragedia, huyendo así a una especie de alteridad en su propia cultura. Pero el que al final se convierte al catolicismo es el mismo autor, Huysmans, el cual logra reflexionar sobre su propia vida en el libro, y encuentra que no existe otra salida distinta al regreso a la religión. Houellebecq opera de una forma similar en su novela, no va hasta el siglo III para encontrar una solución, prefiere referirse sin embargo a la situación parecida en la época de Huysmans y marca así una línea entre el pasado, el presente y el futuro, cuya única constante es el hombre y sus pasiones.
La novela parece plantear la tesis, partiendo de una perspectiva a-histórica, de que las ideologías solamente son efectos superficiales, efectos en la superficie de un hombre que siempre ha sido lo mismo: deseo. Sea el islam o el cristianismo, sea Le Front National o la NSDAP, todo está destinado a repetirse en el marco general de las pasiones humanas. La novela refracta e invierte la política actual y muestra un ambiente en el que los valores que tomábamos como universales (la igualdad entre la mujer y el hombre, el libre desarrollo de la academia, la secularización del estado, el rechazo al antisemitismo, etc.) pueden muy fácilmente venirse abajo. Se presenta al hombre en este ambiente apocalíptico con una tranquilidad y una aceptabilidad que hace del cuadro completo un panorama grotesco y sarcástico. Sin embargo algo es claro, el ambiente propicio para la llegada de los despotismos al comienzo del siglo pasado, no es algo que hayamos dejado detrás de nosotros, es el reflejo de la realidad de nuestra sociedad que se sigue reengendrando constantemente. Seguimos habitados por los mismos fantasmas, seguimos siendo víctimas y, como el protagonista de la novela y su deseo insatisfecho de macho, cegados por el deseo y lo seguiremos estando, ya que nuestra historia no es más que la respuesta a ese único deseo.
La novela retrata, por otro lado, la irrisoria maquinaria de la academia de los estudios literarios. Se trata pues también de la academia, esa institución política que solamente produce monografías largas, inservibles y aparatosas sobre literatura ignorando tal vez el valor principal de esta misma: la literatura es comunión con el otro que soy yo mismo, es el contacto con esa otra consciencia que abre espacios en mi vida y no se deja reducir a referencias bibliográficas o a análisis etimológicos. La literatura adquiere, al igual que la religión en ese futuro próximo, de nuevo en la sociedad que ha perdido tal vez el gusto por la lectura, un nuevo protagonismo. La visión futura de Houellebecq no representa más que el regreso de anacronismos, la destrucción de nuestro ideal de progreso: la decadencia de ayer es la misma de hoy.
El hombre no tiene más remedio que someterse a esa naturaleza y a esa historia que lo ata a un futuro ya pre-escrito, ya señalado, nuestra propia naturaleza. La sumisión no se refiere pues, como han querido ver muchos, a aquella frente el islam; ese es su significado superficial, cuyo fondo irónicamente revelado va mucho más allá de eso. Soumission es una mezcla entre ensayo (su trama no es libre y está subordinada a un discurso que quiere sobresalir constantemente), una novela histórica y un tratado de teoría literaria, una sátira social y un documento histórico. Ignorando sus grandes y aburridores pasajes sobre la política interna francesa, la obra trata de ser espejo del hombre común y corriente. Todos estamos sometidos a ese ciclo demoníaco de la historia que parece no ofrecer otra salida más que la del regreso a la fe, y he allí donde el nihilismo y la religión se reconcilian, he allí donde Nietzsche deviene Cristo, donde la vida de Huysmans cobra colorido. ¿Estamos destinados, nosotros humanos desilusionados de este mundo, a repetir la vida de aquel decadente escritor? Hace mucho tiempo que ningún libro resumía de tan perfecta manera el Zeitgeist de nuestra época, remontándolo a otra anterior. Si pensábamos que íbamos en línea recta, en progreso, Houellebecq nos muestra lo ilusorio de ese sueño, mostrándonos nuestro caminar en círculos, y entonces claro, nos morimos de risa.
por Camilo Del Valle Lattanzio