por Carlos Ibarra Grau | Dic 26, 2016 | Cine, Críticas |
Existen dos tipos de cine: el representativo y el atemporal. El primero aborda los retos a los que se enfrenta el hombre de cada época, un espejo de celuloide de la sociedad; pueden tratar acontecimientos pasados, actuales o vaticinadores, bien sujetos a la realidad o a la ficción. En el segundo, el atemporal, no importa tanto un periodo o escenario político-social determinado sino la simple idiosincrasia de sus personajes y la interacción entre sus protagonistas, buscando así respuestas mediante la reflexión sobre su vida misma. Nos centraremos en éste, el atemporal, donde Paterson es un buen ejemplo y, con el tiempo, será un exponente.
El movimiento se demuestra andando. Vamos a andar.
Para hacernos un cuadro mental sobre Paterson cojamos un triángulo. Por su lado derecho, el minimalismo. “Menos es más” es una cita del arquitecto germano-americano Ludwig Mies Van der Rohe, jefe por excelencia de este estilo y padre de la arquitectura moderna, allá por los inicios del siglo pasado. Me explico.
Vivimos en una época con una exposición a estímulos como ninguna otra. Una sobreexposición, en realidad, ineludible a menos que el sujeto elija dejarlo todo e irse a vivir en medio de la naturaleza, como el protagonista de Into the Wild (2007). A más exposición, más ansías de alcanzar lo que nos exhiben y más frustración por no conseguirlo o no alcanzar lo suficiente. Paterson busca protegerse de esta feria de excitación y desnudar la realidad para incitarnos a pensar de un modo diferente, llevándonos al detalle despojado de distracciones superfluas.
Por el lado izquierdo del triángulo, la mirada. Suele decirse que los ojos son el espejo del alma. Para que el cine nos convenza, para que una historia nos agrade y nos compense haber gastado en ella dos horas de nuestro tiempo, las miradas deben de ser verídicas y convincentes. El ritmo, el guion, la música o la fotografía de poco sirven si las miradas de los protagonistas no son creíbles, si yerran y nos desconectan de la pantalla impidiendo el fin principal de cualquier película: la abstracción. En Paterson las miradas son auténticas y están cocinadas a fuego lento, sin prisas, por lo que uno no es consciente de que ha visto una excelente película hasta que ha llegado a casa y su mente la procesa, ya en la cama.
Y en la base del triángulo está el director de la cinta, Jim Jarmusch. Su cine, personal e independiente, paladea la calma, mima los diálogos con esmero y prima la sencillez por encima de todo lo demás. El protagonista de Paterson se llama Paterson y la ciudad donde vive se llama Paterson. Esto ejemplifica mucho de lo previamente expuesto. Paterson, encarnado por el actor Adam Driver (California, 1983) se despierta cada mañana a la misma hora sin necesidad de despertador, entre las 06:15 y las 06:25. Tras comprobar la hora en su reloj, acaricia los buenos días a su novia, que duerme plácidamente junto a él. Desayuno, trabajo, vuelta a casa, pasear al perro y cerveza en el bar: la vida de Paterson es una rutina metódica cuya única decoración son la poesía y los nuevos proyectos en los que con gran alegría se embarca su novia cada día. Esto es una simple rima asonante, ni siquiera merece llegar a poesía. Pero Paterson sí que la tiene.
Paterson, el protagonista, escribe en su cuaderno poesías sobre cotidianeidades, objetos tan simples como una caja de cerillas o una jarra de cerveza. Escribir es igual que soñar. Si tienes una vida trepidante soñarás con cosas trepidantes y si tienes una vida ordinaria soñaras con cosas ordinarias. La frase es de Pepe Colubi, un poeta bien diferente a Paterson pero asimismo reflexivo cuando habla de temas trascendentes y deja de lado la masturbación y el sexo con ancianos.
Y hay que reflexionar para conseguir apreciar la belleza en lo sencillo. La belleza en un diamante de 50 quilates es más clara de distinguir que en una copa de vino artesanal de madera. Paterson, la película, es esa copa de madera. Porque Paterson, el protagonista, ni tiene teléfono móvil ni lo quiere, así como tampoco grandes sueños o altas metas para el futuro porque no los necesita, es completamente feliz con la vida que tiene. El carácter efusivo y soñador de su novia Laura, interpretada por Golshifteh Farahani (Teheran, 1983), es un necesario contrapeso para equilibrar la película y demostrar que, en el amor, los opuestos se atraen. Él ama la vivacidad e ingenuidad infantil en ella y ella la serenidad y la bonhomía de su madurez en él.
Sin ser propiamente una comedia, las ocurrencias de Paterson provocan una risa sincera y espontánea, donde no se fuerza para agradar al espectador: el humor está diseminado en pequeñas dosis, interpretadas con tal naturalidad que encajan en la película con la facilidad de las piezas de un puzle para niños. La cinta muestra la vida de la pareja con un sosiego de ritmo constante, donde la voz en off de Paterson, el protagonista, nos relata poesías mientras éstas se escriben en la pantalla, a la vez que el poeta las escribe en su cuaderno.
Cada fragmento y cada objeto están cuidadosamente elegidos, donde no sobra ni falta ningún plano, porque todo lo que aparece tiene una función y lo que no aparece es porque no era imprescindible: el minimalismo. Los ojos de los personajes son francos, no tienden a la sobreactuación y transmiten fidedignamente mediante buenas interpretaciones lo que cada escena requiere de ellos: el poder de la mirada. Una obra tranquila y bonita, de diálogos muy elegidos y de humildad para con el proyecto: el cine de Jim Jarmusch. Triángulo cerrado. El cierre y el reforzamiento del mismo son la expresión facial de Adam Driver, que debería llevarle a una nominación en los Oscar. Paterson tiene una finalidad y es la de recordarnos, a través de la poesía y de una pequeña gran película, que la rutina también puede ser bella y sanamente edulcorante. La misión es, en resumen, valorar lo que uno tiene.
por Carlos Ibarra Grau | Nov 3, 2016 | Cine, Críticas |
“Un náufrago palía su soledad entablando amistad con un cadáver” Como gancho la frase sin duda funcionaría, a modo de sinopsis súper reducida. Pero entonces:
- Uno se echa para atrás al ver que el protagonista es Harry Potter. Y en una comedia. Ingredientes peligrosos.
- Otro le da sin embargo una oportunidad al asombrarse con las buenas, aunque también controvertidas, críticas que encuentra por la red.
- El receloso se reafirma tras leer que en su estreno en Sundance la mitad del público abandonó la sala.
- Al intrépido eso mismo le apuntala su curiosidad.
- El desconfiado puede que reniegue, al descubrir que en Sitges triunfó como mejor película y actor principal.
- Finalmente, el convencido le envía un Whatsapp a un amigo: “Oye, ésta cuando llegue a España hay que ir a verla, mira este tweet tras su estreno”:
Ben Jammin (@BenFrankIV) January 23, 2016:
«He escuchado algunas cosas sobre ‘Swiss Army Man’. Básicamente, pedos del cadáver de Harry Potter y mucha gente marchándose. Esto debe ser divertido».
Nos llega ahora a los cines europeos. La ventosidad como alegoría de la libertad. Y si, es divertida. Tenemos a un cadáver muy especial, que invita a reflexiones existenciales y del comportamiento humano; en ocasiones, arroja una visión de la vida mucho más interesante que la de muchos vivos. Y lo intrepreta pero que muy bien. Algunos dirán que hacer de muerto es fácil y añadirán, con crueldad, que es el único papel en el que Daniel Potter podría destacar. Yo pensaría lo mismo de no haber visto este mismo año Imperium (2016), una película del montón, pero en la que Harry Radcliffe se destapa con una magnífica actuación, interpretando a un infiltrado en un grupo neo-nazi. Por supuesto no es Edward Norton en American History X (1998), pero salir del encasillamiento es una larga travesía del desierto; por lo tanto, dejemos que se gané a partir de ahora, como mínimo, que lo llamemos por su nombre, Daniel Radcliffe. Incluso deberíamos empezar a tomarnos al actor en serio.
Swiss Army Man es, sin lugar a dudas, una comedia absurda, pero no sin miga que desgranar. Todo lo contrario, de hecho. Empezando por su título, hábilmente elegido, o siguiendo con el extravagante cadáver y su impacto en el náufrago, su finalidad es la de transmitir lo trascendental mediante lo irrisorio y el disparate. Por esta extraña y tramposa vía nos inocula razonamientos para sacar partido a nuestra vida, alejándonos de nuestros miedos y vergüenzas, para tornarla por fin enriquecedora. Para ello se apoya fuertemente en lo audiovisual. En una muy cuidada fotografía y un valiente uso de la cámara, hilando la historia con un delicado manejo de los tempos narrativos.Y en una rara y hermosa banda sonora, repleta de ecos y voces superpuestas de un modo extrañamente coral, conformando un mantra cómico-chamánico contemporáneo. Luego, por encima de todo, su gran triunfo es hacernos olvidar quien es Daniel Radcliffe y a su alter ego en nuestro inconsciente colectivo. Parece un papel hecho a su medida o será él que lo borda. Puede que ambas cosas. La historia y el cadáver evolucionan originalmente entre carcajadas por lo hilarante y admiración por la belleza de las imágenes. Todo ello contrasta con la baja calidad de unos ordinarios efectos especiales, pero se entiende que el presupuesto de una cinta de cine independiente no llegue para comprar fuegos artificiales de primera marca.
Junto a Radcliffe, aparece el actor “vivo” de la película: Paul Dano. Quizá por nombre sea un desconocido para muchos, pero su cara se reconoce inmediatamente cuando aparece en pantalla. Dano sorprendió en su irrupción en Pequeña Miss Sunshine (2006), brilló en la oscarizada Pozos de ambición (2007) y se consolidó en el biopic Love&Mercy (2014) fascinando con un papel esquizofrénico. Quienes aún no le hayan puesto cara, ¿recuerdan a ese pobre chico de gafas con retraso mental de Prisioneros (2013)? Exacto, su rol es secundario- aparece en el último tercio- pero es imposible olvidar su actuación. Su impacto en Swiss Army Man es menor que en las anteriores mencionadas, pese a contar aquí con un papel principal; porque delega el protagonismo en el cadáver de Radcliffe, sabedor de que es la gran atracción de la película, aunque de igual manera cumple con su función decentemente.
El film destila un fuerte olor a fresco y se comprende al ver quienes hay detrás de las cámaras. Dos directores nóveles, expertos en cortos y videoclips, uno campos donde por el reducido metraje prima la potencia de la imagen y el sonido, transmitir un impacto visual y auditivo en un escaso periodo de tiempo. Una ópera prima rezuma por lo general esa frescura, pero es a su vez aquí su talón de Aquiles, pues su inexperiencia lleva a diluir por desgracia la calidad de la cinta. La trama no consigue ensamblarse convincentemente cuando parecía que ya lo tenía hecho y la guillotina del cliché cae y decapita la singularidad del film. Uno no entiende porqué cambiar de ruta cuando la que seguías era tan acertada; claro, se ve todo tan fácil con la perspectiva que da mirar desde fuera, ¿verdad? Dan Kwan y Daniel Scheinert, los directores debutantes, posiblemente alegarían esto mismo en su defensa; siempre se ha dicho que lo más difícil no es llegar arriba sino mantenerse, igual en la vida en general o circunscrito a una película.
Ya que, llegado un momento, deja de ser una comedia con visos de algo gordo para quedarse en tan solo comedia, una verdadera lástima. Las metáforas y simbologías que se esconden tras los pedos no logran cerrar el círculo de nuestra convicción, pese a que en algunos momentos puntuales se acerque. Si las flatulencias tuvieran sabor diríamos que Swiss Army Man deja un regusto agridulce, aunque un cadáver que especula acerca de lo existencial no es algo que se vea todos los días. Un puzle efectista pero efectivo compuesto de artificios y bellas rarezas, que contrasta con una ineludible sensación de duda final de si hemos visto una buena película, un engaño magnético bien diseñado o un film absurdo y fortuito cuyo único fin es llamar la atención. Incluso sería posible todo ello a la vez.
por Carlos Ibarra Grau | Sep 14, 2016 | Cine, Críticas |
Debe de ser duro. Actuar de un modo que sea tildado de excéntrico, así considerado por el sistema en el que todos convivimos. Lo reducimos a un “hacer el payaso”, nos disculpamos si nos comportamos fuera de lo esperado con un “es que a veces soy un poco payaso”. En esta sociedad, debe de ser duro el vivir siendo payaso. Nos regimos por unos estándares de comportamiento de cumplimiento no obligatorio, pero salirse del camino dirige generalmente a la incomprensión. ¿No deja de ser esto injusto? No hay dedo corrector que limite a los extravagantes, somos nosotros, la sociedad; eso requiere como mínimo una reflexión. Lo que uno recibe de Toni Erdmann incita a la misma.
La historia gira en torno a un jubilado de aspecto afable pero solitario que parece fuera de sitio. Todo en él invita a fruncir el ceño, como lo hace su hija, separándoles una especie de barrera invisible. Toni Erdmann es una película diferente, parece no pagar ningún peaje al género de la comedia ni a los cánones establecidos, portándolo con sencillez desde la primera escena hasta la última. Tiene una secuencia de desnudo de la que mucho se hablará, alocada e inimitable, que acaba por encumbrar la cinta. Esta escena y la película en general no pretenden tanto generar conciencia sino mostrar una realidad que hemos apartado; que tomemos o no esa conciencia no es más que intrínseco a cada uno.
Empaticemos con esos incomprendidos, no quieren faltar el respeto ni banalizar las situaciones, solo actúan en ocasiones apartándose del guion. ¿Hasta qué punto nuestra personalidad es forjada de una manera determinada? ¿Hasta que otro punto podemos y debemos decidir cómo actuar dependiendo de las circunstancias? Hemos perdido la perspectiva, juzgamos porqué somos como somos y porqué otros son como son. Se diría que tenemos siempre la obligación de cambiar, acorde a unas normas de conducta no escritas aceptadas como leyes.
Los principales causantes de estas cavilaciones son el veterano austriaco Peter Simonischeck en el papel de padre y la alemana Sandra Hüller en el de hija, encumbrada a estrella nacional por los medios de su país: geniales y totalmente entregados a sus papeles, son árboles que no deben impedir ver el bosque, el mensaje. Que reciban actores y filme premios y distinciones forma parte de la realidad principal en la que vivimos. Que saquemos alguna conclusión de las que seguramente la directora Maren Ade pretendía con la película, pertenece a esa otra realidad, menos glamurosa y más alejada de los focos: lo estrafalario, lo estrambótico, en última instancia lo diferente, habita en nuestra sociedad y tiene el mismo derecho a hacerlo con naturalidad como lo que aceptamos como normal u ortodoxo. Lo diferente es visto con misericordia y altanería, eso nos convierte en ignorantes si acatamos este absurdo dogma.
El ritmo es poco usual y algo desacelerado, atípico en las comedias, acostumbradas a cuantos más gags seguidos mejor. Toni Erdmann es consecuente y su cadencia es apropiada a su protagonista, un hombre ya de cierta edad pese a su actitud desenfadada e infantil: ni rápido ni despacio, como transcurre la vida por lo general, con sus picos de humor (excelsos por momentos en el filme), sus transiciones y sus descensos al drama.
Lo más difícil es hacer las cosas de manera fácil, de ahí que el ingenio tan singular de esta comedia -así como la manera en la que es contada y transmite- quede encuadrado en una atmósfera de simplismo la hace tan especial. Sin lugar a dudas, es para no perdérsela.
por Carlos Ibarra Grau | Jul 30, 2016 | Cine, Críticas |
El verano en Berlín es un rompecabezas que debe afrontarse con astucia y positividad, donde el clima juega incesantemente al gato y al ratón. Al principio, uno no sabe por dónde cogerlo, ni que ponerse para asomarse a la calle o si hacer determinados que planes por miedo a esa meteorología tan caprichosa. Al final, miras más veces al día la página del tiempo que tu WhatsApp y rara vez falta una prenda con capucha encima de tu hombro, por si a la tarde-noche refrescara y un grupo de nubes confluyeran para tratar de aguarte la vuelta a casa.
El otro día fui a uno de los maravillosos cines al aire libre que la ciudad ofrece, escondido en medio de un parque tras una catedral, confiando en una previsión que aventuraba una noche despejada y tranquila. Proyectaban el Nuevo Testamento (Le tout nouveau testament, Bélgica, 2015) del poco prolífico pero no por ello menos talentoso Jaco Van Dormael. Servidor tan solo conocía al cineasta belga por esa genial e hipnótica producción del 2009 bajo el peculiar título de Las vidas posibles de Mr. Nobody (Mr. Nobody, 2009), encabezado por un siempre excelente y polifacético Jared Leto.
Con la grata compañía de un amigo francófono, visionamos el film en versión original (francés) subtitulada (alemán), de manera que ambos pudimos disfrutarla sin problemas, a excepción de algunos giros del lenguaje teutón que mis 3 años en Alemania no han alcanzado todavía a dilucidar.
Pues sí, Dios existe, vive en Bruselas y no es un señor lo que diríamos afable, sino un tirano en bata y barba de una semana que domina la humanidad a su antojo desde un ordenador en su cuarto, siempre cuidadosamente cerrado bajo llave, al cual ni su hija ni su mujer tienen nunca acceso. Efectivamente, Dios tiene familia y son tan “humanos” (o quizá no tanto) como él.
Éste es el punto de partida de una comedia veraniega fresca y nada pretenciosa, ideal para esta época del año. El protagonista de la historia, en una película que personifica a Dios, es sin embargo su pequeña hija Ea, quien sobrepasada por lo malévolo de su padre decide dejar de vivir en el tedio y la apatía y pasar a la acción. Durante su aventura, tanto Jesús como en especial los apóstoles tienen un papel fundamental para cerrar el círculo del cometido de la joven, aunque no precisamente el que pudiéramos esperar, pues esto es una comedia de ficción satírica y el pájaro de la imaginación se despliega aquí abriendo las alas desde el mismo inicio de la cinta.
El ingrediente que adereza a El Nuevo Testamento y que en mi opinión lo hace altamente disfrutable es un original y bello lirismo cuasi poético que abraza e impregna a muchas de las escenas, entrelazadas éstas a otras ya más ligeras de claro humor estival, conformando una sonrisa en el espectador que ha pagado bien a gusto el precio de su entrada.
Pese su apariencia, no es peccata minuta por muy revestida que esté de comedia: una película satírica donde la bondad del ser humano trata de abrirse paso y avanzar ante un Dios que se nos presenta sátiro y ridiculizado a partes iguales, incluso bufonesco. Es esto lo que el film a última instancia nos ofrece y con gran acierto dado que ninguna voz ofendida se ha alzado desde su estreno.
El parque estuvo abarrotado durante la proyección, pero la habitual educación exquisita de los alemanes y del resto que acudieron hizo que las risas y el ulular del viento azotando las hojas de los árboles fueran los únicos sonidos perceptibles durante dos horas que se pasaron volando (a cualquiera que en una apacible tarde de julio se decante por ir a ver un film belga en versión original en lugar de estar de cervezas y cháchara en una terraza se le presupone compostura y respeto suficientes para con los demás)
En esta jornada el clima impredecible de Berlín fue bondadoso y brindó una temperatura tan agradable que ni siquiera la fresca brisa invitaba a ponerse encima la sudadera; si somos buenos puede que Dios desde Bruselas se apiade de nosotros y nos regale más veladas como ésta durante el verano.
por Carlos Ibarra Grau | May 22, 2016 | Cine, Críticas, Música, Sin categoría |
Pocos medios más potentes que la música como creadora y desarrolladora de ideas, sentimientos, sensaciones…y de vida. John Carney (Dublín, 1972) tenía que haber sido músico (The Frames, 1991-1993) irremediablemente antes que director para conseguir dotar a sus películas de ese amor y esa pasión por la música que se refleja en ellas. Con mucho talento y un presupuesto de apenas 160,000$ – algo más de 140,000€- salió adelante en el 2007 y rodada en su ciudad natal “Once”, su cuarto largometraje y el proyecto por el cual el artista irlandés se hizo un nombre en el panorama internacional; el filme recaudó más de seis millones de euros en apenas tres meses y entre decenas de galardones, un Oscar bajo el brazo a la mejor canción original por la maravillosa pieza “Falling slowly”. Su protagonista, Glen Hansard, es en la vida real cantante y guitarrista de la arriba mencionada banda, lugar donde Carney y él se conocieron.
El cine irlandés viene gozando en las últimas dos décadas de una salud envidiable, gracias a una generación de oro de realizadores que nos regalan pequeñas grandes historias y un mimo a la hora de abordarlas muy diferenciable de la habitual impostura del cine americano actual y la sobriedad del inglés. Neil Jordan, Jim Sheridan, Ken Loach, Steve Mcqueen, Lenny Abrahamson, John Carney…una lista en continuo crecimiento.
Carney estudió en la escuela de secundaria Synge Street CBS de Dublín, homenajeando con su nombre a este último film, en el que plasma sus propias experiencias de la adolescencia. Sing Street (2016) -ambientada en la capital irlandesa de los 80- recita acerca del poder de la música como conductor de vida entre personas humildes y mundanas, con sus problemas y sus miserias, siendo el salvavidas para su protagonista, el empuje de un soplo de aire puro para encontrar un sentido y una vía de escape, donde las relaciones humanas lo son todo pero siempre con la música como actor principal.
Once fue una romántica artesanía musical indie, que desbordaba sentimientos con un reparto anónimo y que nos encandiló con sus canciones, convirtiéndose desde el primer instante en película de culto. Su debut norteamericano Begin Again (2013) tomaba Nueva York como sede y con actores de altura, dejándose impregnar por el sello Carney, para conquistarnos otra vez y cantarnos con la colaboración de Adam Levine -Maroon 5- que todos somos estrellas tratando de iluminar la oscuridad (Lost Stars). Sing Street vuelve a casa, a Dublín, relatando en claves de humor e ingenio la historia de Conor -interpretado por Ferdia Walsh-Peelo– un introvertido joven de 14 años de una familia humilde en plena crisis. En el filme, el muchacho decide formar un grupo musical para impresionar a la modelo enigmática (The Riddle of the Model), una guapa chica mayor que él, quien se planta cada día maquillada y provocativa en las escaleras de una calle delante de su colegio, con expresión de esperar a alguien, desconociendo el ingenuo Conor la verdadera profesión de la “modelo”.
Carney repite una vez más con éxito la fórmula “vamos a montar una banda”; con un talento notable, consigue envolver de nuevo a una historia que nos es familiar de un aire novedoso y sin pretensiones. Abandona en esta ocasión su característico tono esbelto y melancólico del amor en la madurez, pues su protagonista está en edad entre niño y proceso de adulto; enfoca el filme desde el prisma del humor tierno que generan las primeras relaciones, en las que nos vemos reconocidos en nuestra propia adolescencia. Las continuas referencias a los grupos e hits estadounidenses de los años 80 encajan a la perfección en la ambientación de la película, donde parte importante de su triunfo lo tiene Brendan (Jack Reynor), el hermano mayor de Conor, cuya habitación se asemeja a un museo de la música de la época.
Si bien la primera mitad de la película respira un aire fresco a través de un humor imaginativo y desenfadado, en su segunda retoma el dramatismo indie que Carney tan bien sabe hacer, pero los clichés y algunos altibajos en el ritmo de la historia le restan unos puntos de potencia visual y auditiva que hasta el momento venía acumulando: durante el progreso de la historia, la falta de autenticidad entra en escena, en parte por un desarrollo demasiado acelerado del crecimiento de su protagonista. Remonta sin embargo la cinta y consigue mantenerse alto gracias a la evolución del papel de la modelo (Lucy Boynton), quien se marca una recta final de película excelente y pasa a soportar el peso del relato.
Las impresiones que deja esta cinta tras su desenlace son un tanto contradictorias. A este respecto y un tiempo posterior al estreno del filme, el director irlandés expresaba su opinión en una entrevista, donde se lamentaba de que la audiencia no había parecido entender su intención en la manera de terminar la historia, a lo que añadía que a una parte de él le gustaría haberla rematado de otra manera bien distinta. Estos apuntes me parecieron muy reveladores para apreciar las bifurcaciones de su todavía corta pero ya destacada carrera.
Durante los siete años que separan a Once de Begin Again, John Carney rodó dos películas más: una comedia de humor absurdo y una de terror que bailaba entre el pavor y la sensualidad; dos géneros muy distintos, dos filmes que no entusiasmaron donde abandonó a la música como leitmotiv, tras lo que decidió retomar la fórmula del éxito rodando esta vez en Estados Unidos. Ahora, parecería que su paso por aquellas tierras le ha inoculado parte de esa impostura americana de la que hablábamos al principio y que podría aproximarle al artificio en futuras cintas.
Pese a todo, deberíamos y debemos mantener el foco y las expectativas, porque así se la ha ganado a pulso, en el artista dublinés, creador de un género único en un mercado abarrotado de filmes de géneros ya creados; en definitiva, nos muestra en Sing Street una vez más una historia que nos suena, pero con un sello emotivo y encantador; canciones y personajes llenos de vida y de un potente transmisor de sonrisas de cansancio tranquilo. Un relato que recompensa con gratitud su visionado y una filmografía, la de su director, que merece un adentramiento para quienes ahora le han descubierto. Intuimos que no olvidará cual es el verdadero protagonista de sus películas. Ya lo decía Nietzsche: la vida sin música sería un error, así como el cine actual contemporáneo sin la pasión por la música de John Carney.
Fuentes: The Verge, entrevista de Tasha Robinson a John Carney el 16 de abril de 2016
www.indiepedia.de
www.filmaffinity.com