¿Dónde están aquellos maravillosos griegos? Que yo los vea

¿Dónde están aquellos maravillosos griegos? Que yo los vea

Título: Dioses contra microbios. Los griegos y la Covid-19

Autor: Alejandro Gándara

Editorial Ariel (2020)

221 páginas

 

El último libro de Alejandro Gándara que publica la editorial Ariel pretende ser una actualización de la filosofía antigua a la situación de crisis desatada por la pandemia de coronavirus. Mediante un juego metafórico con la noción de contagio, el autor postula que no solo vivimos en una pandemia porque el virus se transmita comunitariamente, sino que estamos también contagiados de modelos de pensamiento dominantes enfermos e incapaces para sobrevivir a una crisis. La filosofía antigua constituye aquel bastión al que el autor retorna y desde el cual resiste las embestidas del pensamiento dominante.

En una mezcla libérrima de autobiografía, ensayo y diario, el autor desgrana sus ocurrencias sobre la metamorfosis que está experimentando una sociedad -en el tiempo de la redacción del texto, todavía confinada- por la emergencia de un nuevo virus. El género en el que se podría inscribir el texto de Alejandro Gándara es aquel en el que Marco Aurelio escribió sus Meditaciones, los hypomnemata, un conjunto de reflexiones que uno escribe para sí mismo, como un recordatorio, una clarificación o una actualización de verdades que se ponen en práctica ante nuevas situaciones vitales. Los hypomnemata son, por tanto, soportes escritos de recuerdos que condensan máximas de actuación y a los que se retorna en situaciones vitales novedosas o especialmente traumáticas.

En la antigüedad clásica los hypomnemata podían ser también enviados como cartas, transcendiendo así su carácter privado para que las máximas y reflexiones allí contenidas se reactivaran al ponerse a disposición de otro. El riesgo que aquí se corre es el del anacronismo por cuanto dicha correspondencia se realizaba entre familiares o miembros de una misma escuela de pensamiento que compartían un conjunto de presuposiciones, no solo morales sino también cósmicas, sobre el mundo. El contexto actual, tanto el del mercado del libro como el de las presuposiciones morales sobre el mundo, no es el mismo y lo que en la antigüedad clásica era una forma de cuidado de sí y de los otros puede ser leído, en la situación presente, como el intento de reanimación de aquel mundo que ya fue, como una carta sin destinatario.

El primero de los capítulos titulado «Metamorfosis, zona cero» creo que es uno de los más logrados del libro en tanto que es aquel que consigue exponer algunas de las problemáticas surgidas a raíz de la pandemia desde la perspectiva de la cosmovisión griega clásica sin caer en una enojada añoranza de la sociedad que aquella cosmovisión tramaba. La emergencia de un virus zoonótico que ha transformado radicalmente el orden mundial y que ha propiciado la muerte de miles de personas se presenta en el tapiz de la concepción griega clásica sobre los dioses como personificaciones metamórficas de las fuerzas prepotentes de la naturaleza. Así, si, por una parte, la mitología clásica servía como un procedimiento de ordenación simbólica de las amenazantes fuerzas de la naturaleza, también constituía una afirmación de su inasible carácter metamórfico. El autor, retomando una de las máximas más recurrentes de la Estoa, nos invitaba a aceptar la naturaleza metamórfica de la naturaleza condensada en esta máxima de las Meditaciones de Marco Aurelio: El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y esta también va a ser arrastrada.

 Si algo ha revelado la pandemia de coronavirus es el límite de nuestros conocimientos, lo que, a su vez, ha puesto de manifiesto la impotencia humana para anticipar, controlar y domesticar los fenómenos de la naturaleza. La magnitud del acontecimiento, sin embargo, no trae consigo una justificación de su acaecimiento y es precisamente su carácter neutral y absolutamente indiferente para con las empresas y los empeños humanos el acicate de racionalizaciones teológicas; véase, por ejemplo, aquella que recurre al tropo de la venganza de la naturaleza para, en un antropomorfismo mitológico, interpretar moralmente la aparición de este virus como una reacción airada y violenta de la madre tierra contra la especie que más populosamente la puebla. Considérese aquella otra que postula la existencia de un gran secreto geopolítico para señalar, como responsables de la creación y expansión del virus, a una élite que, clandestinamente, planificaría el destino de las sociedades occidentales.

A esta necesidad de dar una explicación simbólica de la pandemia trata de responder el segundo capítulo del texto «Las palabras y los virus» postulando, creo yo, una dicotomía artificiosa y manida entre los números y las letras: la fría y dominadora cuantificación del mundo se opondría a su delicada y sensible simbolización lingüística. La dicotomía está transida de una melancólica añoranza por un mundo anterior a los descubrimientos de la ciencia natural moderna que consideraban el mundo como un libro de geometría. Compartiendo aquel diagnóstico según el cual la pandemia de coronavirus requiere de formas de justificación simbólica que la doten de sentido y aceptando, incluso, que la imaginación narrativa puede jugar un papel fundamental en dicho trabajo de simbolización, tanto para explicar como para orientar la acción, no me parece que dicha defensa de las formas de imaginación simbólica, de la palabra, en los términos de Gándara, tenga que estar reñida con el conocimiento científico del mundo.

Todo el capítulo segundo del libro constituye una crítica del acercamiento cuantitativo a los efectos y consecuencias de la pandemia y recuerda lejanamente a las críticas de Heidegger al espíritu de la técnica y el olvido del ser. La tesis general del capítulo es la oposición entre la cuantificación del mundo como un procedimiento de control y dominio político, presente en la multiplicidad de estadísticas sobre contagios, muertos, aumento del paro, ocupación hospitalaria, número de PCRs realizadas, etc. Y la comprensión griega clásica según la cual «el universo, la naturaleza, llevaba en sí el número» (112). Desde esta perspectiva, la razón cuantitativa y numérica no vendría sino a opacar las formas simbólicas, sensibles y delicadas, en la representación de la pandemia, imponiendo una ideología de la administración burocrática que «fagocita el nombre. Un nombre metido en un número vuelve transparente a la persona, pero no se trata de sentimientos ni de la guerra ingenua y romántica contra la cifra. Es que la persona, en un medio donde el nombre es sustituido o desvalorizado, se va sintiendo número» (122)

Si bien es cierto que la pandemia ha puesto de manifiesto la magnitud de nuestro desconocimiento y ha desatado un ansia de justificación simbólica que dé sentido a su emergencia azarosa, no creo que estos procedimientos de imaginación simbólica estén siendo opacados o defenestrados por la fuerza matematizadora que, en su avasallador dominio, desustancia al ser humano. La oposición resulta manida y artificiosa y adolece de una nostalgia por aquel tiempo primitivo de la oralidad salvaje donde el número estaba al servicio de la articulación rítmica de los versos y servía para fortalecer la memorización de los contenidos en ellos transmitidos y movilizaba todo el sensorio corporal en una fiesta colectiva donde se tramaba el sentido de la comunidad. Uno de los epígrafes del segundo capítulo se titulada Cuando el número era el ritmo. Las distintas ciencias puestas al servicio del conocimiento y el control de la pandemia no creo que sean una forma de olvido del ser sino, más bien, un modo de autoafirmación humana que ejerce una resistencia frente al poder arbitrario de la naturaleza. La oposición que vehicula este capítulo creo que adolece de los vicios que lastran el desarrollo de los siguientes: la nostalgia por las sociedades integradas de la Antigüedad clásica y la cosmovisión que aseguraba dicha integración se postulan como ideales para nuestro mundo sin que se tenga en cuenta todo lo que, desde entonces, hemos perdido, pero sin valorar pertinentemente aquello que hemos logrado.

                 

La comicidad involuntaria de la épica

La comicidad involuntaria de la épica

 

De niños creamos las normas de nuestros propios juegos y la libertad de la que hacemos uso para crearlas permite también su transformación permanente. El que gocemos de la libertad absoluta para establecer las normas del juego tiene, como contrapartida, el hastío que genera que se puedan imponer unas normas distintas en el curso mismo de la partida. En cierto modo, todos podemos recordar la sensación de aburrimiento que generaban los cambios constantes de normas y que convertían el juego en el puro capricho de quien las dictaba. Esa es la sensación que uno tiene con Dark (2017-2020), la serie alemana cuya tercera temporada cierra el relato.

De un universo ficcional espera uno que se rija por unas normas coherentes y constantes, normas tan perogrullescas como aquella que dicta que si un personaje ha perdido una chaqueta en un trance no puedo aparecer llevándolo en su siguiente periplo. En el contexto de las narraciones de ciencia ficción, el contrato ficticio permite subvertir algunas de las constantes espaciales y temporales que rigen nuestra experiencia inmediata del mundo e imaginar modalidades de este que, dadas las condiciones tecnológicas actuales, nos son técnicamente factibles. Sin embargo, el hecho de que se contravengan determinados principios de la física o, más sencillamente, nuestra experiencia cotidiana del mundo no implica que la constancia y la coherencia del universo ficcional no hayan de preservarse para que la inmersión lúdica del lector/espectador en él sea plena.

 No parece que en Dark se mantengan constantes las normas que regían el universo ficcional en sus momentos más embrionarios, cuando todo parecía orbitar en torno a la cuestión del tiempo y el eterno retorno de lo mismo, como anticipa la inocente frase del joven Mikkael – la pregunta no es cómo sino cuándo – en el primer capítulo. La desaparición del niño aspirante a mago desata una serie de desapariciones de jóvenes en el aparentemente tranquilo y boscoso pueblo alemán de Winden que la policía no consigue explicar. Como ocurría en el Twin Peaks de David Lynch, parecen ser los jóvenes amigos de los desaparecidos, reunidos también bajo un puente en el bosque, los más avezados en la búsqueda de las pesquisas y aquellos que determinan que todos los rastros conducen a las cuevas del pueblo y, en sus profundidades, a una puerta soldada que las conecta con la central nuclear.

Es en esta primera temporada donde la serie logra la inmersión plena del espectador en el universo ficcional, tanto porque las normas que componen el universo ficcional mantienen su coherencia y su constancia como por la hábil dosificación de los enigmas sobre las desapariciones que, si bien empiezan a conectarse con la cueva como un portal temporal, parecen implicar, en mayor o menor medida, a todos los habitantes del pueblo. Sin embargo, en la segunda temporada, la sospecha de una posible motivación humana para las desapariciones se sacrifica y el misterio empieza a orbitar exclusivamente en torno a las paradojas espaciotemporales y los personajes empiezan a hablar como si estuvieran recitando pasajes de Así habló Zaratustra que sirven como explicación al espectador de los fundamentos teóricos en los que descansa la trama: que esto es una serie sobre la repetición de lo mismo y que el principio es el final y el final es el principio y que, ay, estamos condenados a hacer lo mismo que ya hicimos.

Todos los conflictos morales a los que se ven sometidos los personajes se producen como consecuencia de los viajes en el tiempo que realizan y todas las decisiones que toman tienen por objetivo acabar con las paradojas que aquellos generan para reestablecer la armonía que regía su vida antes de la desaparición de Mikkael. La psicología de los personajes, sus deseos y sus motivaciones inconscientes devienen así una mera función del desenvolvimiento de los inescrutables hilos del destino que subyacen a los viajes en el tiempo.

En todo caso, se mantienen constantes hasta la segunda temporada las normas que regían el universo ficcional de la serie, aunque el grado de complejidad que el desarrollo de estas normas implica vaya en detrimento de su interés narrativo, únicamente consagrado a un restablecimiento artificioso, engolado y cultureta de la teleología y, en definitiva, a la resolución de la pregunta final, ¿cómo se resuelve el intricado puzzle?, ¿cuál es el fin del enrevesado laberinto? Asimismo, las referencias cultivadas a Goethe, Nietzsche, el mito de Ariadna o las edades del hombre no se engarzan significativamente en el desarrollo narrativo de los personajes, sino que constituyen un endulzado reclamo para aquellos especialmente receptivos al baño vivificador de la luz de la cultura y, por otra, un intento mortecino de reestablecer el vigor reconfortante del tiempo mítico y del remanente de sentido del que gozaban los héroes épicos, cuyo destino estaba asegurado. Es el destino kitsch de Jonas y Martha, spoiler máximo, que, pese a estar locamente enamorados y consagrados el uno al otro, tienen que poner fin al mundo que los permite existir. Su destino es el ancestral motivo dramático del amor imposible, imposible, en esta filigrana, porque pertenecen a dos mundos posibles emanados del vórtice que generó la máquina para viajar en el tiempo de un científico y relojero de apellido Tannhaus.

El siglo XX se iniciaba, en el campo de la novela, con narraciones como el Ulises de Joyce o Mientras agonizo de Faulkner, que ensayaban formas de relato refractarias a la teleología. Si bien es cierto que siguieron escribiéndose novelas con desarrollo lineal en las que la organización consecutiva de las acciones revestía de significación teleológica los acontecimientos ubicados a su final, parecería que los cambios tecnológicos y culturales que experimentaron las sociedades occidentales a lo largo del siglo XX requerían de una forma de representación narrativa de la realidad que renunciaba a la teleología y que buscaba nuevas formas de articulación del sentido. En Dark se transgrede la secuenciación lineal de los acontecimientos, de modo tal que actos realizados en el futuro, como la creación de una máquina del tiempo, tienen consecuencias en el pasado de un grado tal como el engendramiento de dos mundos alternativos al mundo origen, en la jerga de la serie. Sin embargo, la subversión de la exposición lineal de los acontecimientos deja intacta su articulación teleológica pues todo finalmente ocurre como debería haber ocurrido y los personajes no son sino meras piezas de la intricada filigrana narrativa que los hace saltar por diferentes épocas. La metáfora del libro encontrado es ilustrativa: todo lo que les acontece a los personajes ha sido ya escrito y debe ser cumplido según dicta la letra.

Si esta intricada trama temporal ya exige mucho del espectador en la labor de completar las lagunas elididas en el universo ficcional, el cambio de las normas del juego que, en la tercera temporada, se consagra al dios de los giros de guión, trae la sensación infantil de hastío y enfado que sentíamos hacia  el amigo de la infancia que no dejaba de cambiar las normas del juego. Todo orbitaba en torno a la cuestión de los viajes en el tiempo y a la hipotética reversión de las acciones futuras mediante su transformación pasada, pero, en la tercera temporada, se cambia el paradigma para que todos los problemas radiquen en la existencia de dos mundos paralelos, emanados del mundo origen, donde se encuentra la clave del asunto. La cuestión ya no es cuándo, como decía el joven Mikkael, sino dónde.

Y, por último, más allá de que las normas del universo ficcional se transgredan como un sacrificio al dios de los giros de guión y de que se utilice el recurso narrativo de las analepsis y las prolepsis como un efecto de superficie que deja indemne el sentido teleológico del relato, ¿qué valor tiene una ficción en la que la totalidad de los conflictos morales que viven los personajes se deducen de una tecnología que a día de hoy no existe? Si la ficción constituye una herramienta a través de la cual activar un proceso de modelización mimética que nos permita anticipar la actitud que adoptaríamos si nos encontrásemos realmente en esa situación, ¿qué valor tiene un relato en el que las acciones de los personajes son todas consecuencia de la posibilidad de viajar en el tiempo? ¿Qué tipo de actitud representacional, perceptiva o actancial adquirimos al ver Dark si nunca nos encontraremos en una situación como la que se representa?

Debe de ser un gentío fabuloso

Debe de ser un gentío fabuloso

 

Título: El eclipse de la fraternidad

Autor: Antoni Domènech

Akal (2019)

600 págs.

 

Debe de ser un gentío fabuloso, una especie de totalidad. Lo nunca visto. La totalidad se nos escapa siempre. Pero allí, aquella mañana, aquel 14 de julio, hay hombres, mujeres, obreros, pequeños comerciantes, artesanos, incluso burgueses, estudiantes, pobres. 

14 de Julio, Éric Vuillard

 

Fue hace poco menos de un año que empecé a leer El eclipse de la fraternidad de Antoni Domènech. Lo iba a reseñar en esta revista y me lo habían enviado desde Akal unos días antes. Iba camino de Murcia, en autobús, cuando leí el meticuloso análisis conceptual y metafórico que Domènech realiza de la idea de fraternidad. Recuerdo ese pasaje vivamente y el momento de la primera lectura. Según Domènech, la metáfora de la fraternidad procede del ámbito doméstico familiar y su significación únicamente puede entenderse con precisión si se analiza en relación con el origen etimológico de la palabra familia. Familia viene del latín famuli, es decir, los siervos, los esclavos. Durante el Antiguo Régimen la familia era la unidad de base de la vida social, pero, en ella, no solo se contaban los individuos ligados por un lazo de parentesco, sino que, bajo su dominio, también se inscribían el conjunto de individuos que, para asegurar su subsistencia, dependían de un pater familias. La noción de familia no solo comprendía las relaciones de dependencia derivadas del parentesco sino, también, todas aquellas situaciones de sumisión con respecto a un señor feudal.

 

El famoso dictum kantiano según el cual la Ilustración constituía el acceso a la mayoría de edad ha de entenderse en el contexto de una sociedad cuya unidad de base era la familia, una familia extendida en las que las tutelas y dependencias transcendían el parentesco. La mayoría de edad suponía la liberación de las tutelas feudales que definían la situación vital del grueso de la población humilde. En este ámbito de las metáforas familiares, la emancipación de las múltiples tutelas paternas que definían la situación de la población que trabajaba por sus manos en el Antiguo Régimen era comprendida como un hermanamiento. Habiéndose liberado de la dominación tutelar de los señores feudales, la plebe podía hermanarse no solo con aquellos que, bajo la dominación de un mismo patriarca, compartían un mismo espacio de vida, sino que podían hermanarse también con aquellos otros que, en un protectorado señorial distinto, en otro feudo, sufrían la vigilancia de otro padre. Rota la segmentación vertical de la sociedad en distintas jurisdicciones feudales, podían las clases domésticas reconocerse como hermanas y reconocer un único progenitor: la nación, la patria (¡otra metáfora de la vida familiar!), exclama Domènech. El fundamento político de esta metáfora conceptual propia del ámbito familiar podría resumirse así: la fraternidad suponía la aspiración a la plena incorporación a la vida civil del conjunto del demos, la universalización de los derechos civiles al conjunto de la sociedad.

 

Una vez hube vuelto de Murcia, me robaron la mochila y, con ella, el libro de Doménech. Sin embargo, me resultó tan potente el análisis metafórico-normativo de la máxima de la fraternidad que, tiempo después, compré el libro para terminar de leerlo. El análisis sobre la fraternidad apenas ocupa las primeras páginas del libro que inicia, poco más adelante, un recorrido histórico y normativo que nos lleva desde Aristóteles a la Segunda República española pasando, con detenimiento, por el derecho romano, la Revolución francesa y la consolidación del código civil napoleónico durante la primera parte del siglo XIX. Son precisamente la combinación elegante y rigurosa del análisis político normativo, de raigambre analítica, y la relación histórica minuciosa, que delimita con muchísima precisión las transformaciones de la composición del demos por fuerzas económicas expropiatorias, las características más sobresalientes y más brillantes de la obra de Domènech. Realizar, en el contexto de una reseña, una síntesis del panorama histórico que cubre El eclipse de la fraternidad es, sin lugar a duda, una esperanza vana por lo que me limitaré a espigar tres conceptos principales que Domènech analiza diacrónicamente.

 

El primero de ellos es la libertad que se estudia como un concepto disposicional según el cual libre es aquel que puede materializar sus planes vitales sin interferencia arbitraria. Para la construcción normativa del concepto de libertad, Domènech recurre muy significativamente al ius civilis romano en el que la persona jurídica presentaba tres notas características. La persona jurídica era absoluta por cuanto no dependía de los vínculos con otros individuos, era indivisible, en la medida en que no se podía desgajar de ella ningún componente y era inalienable, es decir, imposibilitaba la entrega voluntaria o la sumisión deseada. La persona jurídica, tal y como quedó definida en el derecho romano, clausuraba, por ejemplo, los contratos voluntarios de esclavitud, la modificación de la nacionalidad o el comercio con el voto. En la Roma republicana, el problema de la persona jurídica libre nunca estuvo desligado de las bases materiales e institucionales que posibilitaban su materialización efectiva, es decir, el problema de la libertad nunca estuvo desligado de la propiedad de unos bienes materiales que la habilitaran. Únicamente los propietarios de bienes materiales e inmuebles eran personas jurídicamente libres, a diferencia de esclavos y desposeídos. La centralidad que Domènech otorga a la Revolución Francesa descansa en la radicalidad de la propuesta política de personajes como Robespierre que, sin desligar el problema de la libertad jurídica de las bases materiales, pretendieron la universalización de la libertad al conjunto de la sociedad. La república no implica necesariamente la universalización de la libertad republicana. Fue el impulso democrático de la Revolución Francesa el que reivindicó esta universalización.

 

El segundo de los conceptos a los que Doménech dedica una atención capital es el concepto de propiedad, intrínsecamente vinculado a la personalidad jurídica libre. Según Domènech, la república ha de ser la propietaria de los recursos de la nación y, por tanto, la responsable de la asignación de la propiedad privada de los recursos, siempre y cuando esta propiedad se rija por relaciones fiduciarias. En un régimen republicano, la propiedad está subordinada al interés común y la República ha de tener la potestad de remodelar la propiedad de los recursos básicos con el fin de asegurar la libertad republicana, es decir, con el fin de habilitar las condiciones materiales que permitan al conjunto de la población vivir sin la necesidad de depender de otros.  

 

En la cuestión de la propiedad la idea de las relaciones fiduciarias era ya fundamental, pero resulta imprescindible en la definición de la forma de gobierno del republicanismo democrático. El problema de las relaciones fiduciarias se da en el contexto de relaciones en las que la información y los intereses son asimétricos entre el principal y el agente, de modo que dicha relación no se puede regir por un contrato civil habitual. Domènech ilustra el concepto con el ejemplo platónico del médico, a quien recurrimos en busca del diagnóstico y la cura de una enfermedad sin que nosotros, pacientes, gocemos de los conocimientos necesarios para enjuiciar la certeza o la corrección de su recomendación y receta. Este tipo de relaciones se establecen siempre entre un principal, que tiene un interés en que se realice una acción para la que, sin embargo, no está capacitado y un agente, responsable de la realización de la acción deseada por el principal pero que, a diferencia de este, no tiene ningún interés concreto en su éxito. Más allá de las particularidades jurídicas que codifican este tipo de relaciones asimétricas, lo que me interesa aquí es que Domènech concibe la autoridad política republicana como una relación fiduciaria según la cual el pueblo sería el principal que encarga a los representantes políticos el gobierno de la República. De tal forma, los representantes políticos han de estar siempre sometidos al control de los ciudadanos de la República y su representatividad está siempre condicionada al cumplimiento del fideicomiso. Para Domènech esta forma de entender la autoridad política es el factor central de la democracia.

 

El desglose que haya podido hacer aquí de las tesis principales de El eclipse de la fraternidad no hace justicia a la metáfora del título, pues el ocaso del que habla únicamente puede percibirse en el desarrollo histórico de la noción a lo largo de la historia del siglo XIX y del siglo XX. No obstante, dar cuenta del componente normativo que subyace a los posicionamientos de Domènech puede servir para constatar su plena vigencia y animar así al resurgimiento de su estrella.

 

“Sobre José-Miguel Ullán. Por una poética inestable”

“Sobre José-Miguel Ullán. Por una poética inestable”

Título: José-Miguel Ullán. Por una poética inestable
Autor: Rosa Benéitez Andrés
Editorial Iberoamericana-Vervuert (2019)
241 págs.

La recalcitrante rencilla a través de la que se ha caracterizado, clasificado y reducido la poesía española desde la década de los 50 tiene dos contendientes: el conocimiento y la comunicación. Como es bien sabido, los contendientes son caricaturescos, hasta el punto de llegar al grotesco. Representaría el conocimiento aquella poesía hermética, críptica, preocupado por la capacidad simbólica del lenguaje y entregada a un ejercicio ensimismado de autorreflexión. También conocida como poesía del silencio, ¡les presento a la poesía pura! En el otro lado del cuadrilátero, la comunicación, representante de todas aquellas formas poéticas que nos muestran a la Realidad y la Experiencia, que nos hablan de la calle como la calle. También conocida como poesía de la experiencia, ¡les presento a la poesía social!

            Rosa Benéitez Andrés realiza en José-Miguel Ullán. Por una poética inestable un encomiable ejercicio interpretativo que, ubicando a Ullán en su contexto histórico, político y cultural, se resiste a su inscripción en el manido relato de la poesía del siglo XX. El estudio de Benéitez sobre la figura de Ullán se suma a una línea de crítica de nuestra historiográfica poética que ha reducido el ejercicio interpretativo de la poesía española a una clasificación binaria: o estás por el lenguaje o estás por la sociedad. Esta crítica historiográfica la desliza Benéitez en su introducción a la obra de Ullán que, si uno lee detenidamente, no admite la dicotomía, sino que nace precisamente de la relación dialéctica entre lenguaje, experiencia y realidad. En la línea de esa crítica a la historiográfica de la poesía española del siglo XX, Benéitez reivindica una concepción de la palabra poética como un dispositivo a través del cual se elabora la experiencia de la realidad; es decir, la poesía no es el canal de exteriorización de una experiencia subjetiva, que antecede, prelingüísticamente, a su materialización escrita, sino que es un medio de alta intensidad lingüística en el cual la experiencia subjetiva se forma, se conforma y se deforma.

            Además de esta crítica de la rencilla que ha empobrecido las interpretaciones de la poesía española del siglo XX, Benéitez es también muy minuciosa en la diferencia que distingue la poética de Ullán con respecto a los novísimos. La antología que publicó Castellet en 1970 tuvo una gran incidencia en el panorama poético español y supuso la constitución de un grupo generacional que se caracterizaba por su vanguardismo, siendo algunos de sus rasgos distintivos el uso del collage, la yuxtaposición ecléctica de elementos de alta y baja cultura, la desarticulación sintáctica del discurso (lo que engoladamente se definió como cogitus interruptus) o la recurrente ironía. Muchos de los atributos con los que Castellet vistió a su recién nacida generación, caracterizan también la poesía de Ullán que, muy legítimamente, por su originalidad estética, es hermana de las neovanguardias. No obstante, Benéitez realiza un exhaustivo y minucioso ejercicio hermenéutico para caracterizar la peculiaridad de la poética ullanesca a través de tres elementos característicos: la recuperación, apropiación y reivindicación de lo sonoro como material poético, la utilización de una ironía de origen romántico y las dislocaciones discursivas a través de procedimientos como el montaje, el collage o la alegoría.

            Resulta especialmente interesante la lectura que realiza Benéitez de la presencia de materiales sonoros ajenos en la poesía de José Miguel Ullán. Apoyándose en un conjunto amplio de autores (Alpers, Crary, Mitchell, Havelock, Ong) que han criticado la hegemonía de la visualidad, como un efecto derivado de la extensión y consolidación de la tecnología de la escritura y su contraparte poética, la tradición muda de la lírica moderna, Benéitez interpreta la imbricación de la experiencia auditiva natural con la experiencia auditiva literaria como un intento, por parte de Ullán, de devolver al lenguaje su función de ser el órgano de transmisión de la experiencia de una comunidad. Sin embargo, Ullán no añora la naturaleza funcional del lenguaje poético de las comunidades orales, consagrado a la conservación y la transmisión de su enciclopedia tribal, sino que se apropia de residuos sonoros escuchados para recontextualizarlos y resignificarlos a través de la escritura poética. La interpretación que Rosa María Benéitez realiza de esta estrategia retórica consistente en la legitimación de la oralidad rural mediante su reelaboración poética resulta especialmente iluminadora por cuanto constituye un síntoma de la transformación del medio poético que, a finales de los sesenta y los setenta, ensayó un grupo heterogéneo de poetas.

            Más controvertida me resulta la interpretación de las apropiaciones y montajes discursivos que caracterizan la poesía de Ullán en términos políticos pues, si bien se compadece con las concepciones que el propio autor tenía de estos procedimientos, incurre en un sobredimensionamiento de las capacidades transformadores del lenguaje poético. Basándose en La estética como ideología, Benéitez concibe la ideología como un fenómeno discursivo o semiótico. En ese sentido, «la literatura puede jugar un rol decisivo en la alteración o desnormativización de los usos del lenguaje, incluso, del “lenguaje literario”.» (Benéitez, 2015). En la línea de la crítica de las nociones de normalidad y normatividad que han caracterizado al pensamiento francés tras el estructuralismo, parecería que a la poesía le correspondería una labor anárquica de trituración de dichas normas. Sin embargo, los lenguajes humanos son instituciones normativas y, quizá, la labor de la poesía no sea la de la abolición de toda norma sino la construcción de nuevos órdenes normativos, como los lenguajes inventados por los niños. Mas, con el grado de implantación social de la poesía en las sociedades contemporáneas, ¿puede la poesía lograr la institución convencional de nuevas normas lingüísticas, nuevas formas de hablar? Quizá, la potencia política del proyecto de Ullán, así como la de otros proyectos poéticas entre los 60 y los 70 , era la de reconfigurar no solo el lenguaje poético sino el medio de la poesía, no únicamente planteando nuevas formas de escribir sino nuevas formas de leer, crear, distribuir y concebir la poesía.

 

Bong Joon-ho y el parásito como tragicomedia de la clase media

Bong Joon-ho y el parásito como tragicomedia de la clase media

Aviso: esta reseña contiene spoiler

Parece ser una certeza compartida que las sociedades occidentales carecen de mitos y símbolos culturales que congreguen y articulen políticamente al conjunto de la sociedad. Sin embargo, parecería también el declive de la capacidad de imbricación social de nuestras representaciones simbólicas ha venido acompañado de una intensificación de las problemáticas sociales y políticas en la esfera artística y cultural. Quizá se podría ir más allá e inferir que la proliferación temática o representativa de los conflictos sociales y políticos en la esfera artística no es sino efecto de la constatación de una sociedad que no pueda estar estéticamente constituida y que, por tanto, no encuentra un símbolo que constituya y represente al conjunto de sus ciudadanos.

            Para Bong Joon-ho, en su película Parásitos (2019), ese símbolo son los parásitos, no porque esta sea la identidad que una sociedad desea darse sino porque es más bien la única función que le resta en el contexto de extrema radicalización de las diferencias económicas. La trama de la película narra las vicisitudes de una familia pobre coreana que, para poder derivar y succionar parte de la riqueza de una adinerada familia, imposta y actúa la pertenencia a una clase media en proceso de desaparición. Para ejercer de profesores extraescolares, chófer y ama de casa, los componentes de esta familia, sedientos de una conexión a internet que no pueden pagar, actúan su pertenencia a la clase media, falsifican un deseado y siempre postergado título académico y se visten con ropas que no les sientan. El clasemediano ya no constituye el ideal normativo hacia el cual tenderían los trabajadores sino más bien una máscara vacía, un suplemento funcional que posibilita el cumplimiento de la última identidad posible de los pobres: el parásito.

            Habiendo conseguido adherirse al tejido íntimo de la familia, mediante el desplazamiento tan salvaje como astuto de los antiguos trabajadores, toman los parásitos el cuerpo de la casa y habitan en ella ya sin los hospedantes, que han partido a una excursión campestre. En el momento en que los parásitos parecen haber controlado el órgano central del cuerpo del huésped, una de las antiguas trabajadoras retorna y solicita el acceso a la casa. Es ella quien desvelará la existencia de un pasadizo secreto en el sótano de la casa donde su marido sobrevive en la añoranza de su antiguo amo, el antiguo amo-huésped, a quien manda mensajes de amor cifrados en código morse a través del sistema eléctrico de la casa. Parecería entonces que la casa ha estado siempre parasitada y que este modo de vida no constituye una singularidad histórica sino más bien una ley natural dictada por un entorno hostil. La presencia de Kafka se hace en este momento evidente en la película, no solo por el carácter grotesco, absurdo y descarnado de unas situaciones vitales aparentemente inverosímiles, pero crudamente realistas sino también por la temporalidad detenida y anunciada con el descubrimiento del laberíntico sótano. Otros parásitos ya habían vivido aquí y quizá antes de ellos otros, aquellos.

         Ambas familias de parásitos, en el corazón de la casa, inician la lucha por el cuerpo del huésped. Como ocurre en los conflictos que padecen los protagonistas de El Proceso y El Castillo el carácter cómico e incomprensible de las situaciones a que se ven abocados no aligera o banaliza los conflictos, sino que refleja deformada y realistamente el estado de nuestras relaciones sociales. 

            Tras unas escenas de cruenta e hilarante violencia, la segunda familia de parásitos consigue reducir a los parásitos pretéritos con la mala suerte de que, en el entremés de esta reducción, retorna la familia huésped a la casa por terrible e inevitable tormenta que proscribe toda actividad al aire libre. No hay por parte de Boong Joon-Ho ningún intento de camuflar o revestir estos gestos narrativos propios de la comedia más estereotipada sino más bien de evidenciar su realismo, pues no son sino el reflejo de la causalidad incomprensible de nuestras sociedades complejas. Si La metamorfosis había transformado la literatura fantástica en una rama del cuento realista, Parásitos hace del slapstick un subgénero de la novela social.

       La vuelta inesperada y repentina de la familia huésped en el curso de la atareada reducción de los primeros parásitos, amenaza la verosimilitud de la representación de clase media perpetrada por la familia parásito-segunda y les obliga a esconderse. Corren el riesgo de que la familia huésped identifique el cuerpo de la garrapata y trata de arrancárselo. En una huida estrepitosa y grotesca, evitan el peligro de extirpación viéndose obligados a retornar a su antigua casa, pero consiguiendo perpetuar la fantasía. Vuelven a las cloacas de su vivienda para encontrarse una incontrolable inundación que en una trágica e irónica prolepsis anticipa Ki-Jeong, la hija de la familia, quien, mientras su hermano lanzaba un cubo de agua a un indigente, grita extasiada “menuda inundación”.

        La película culmina con una catártica y grotesca fiesta familiar que convierte una representación pretendidamente infantil de escena bélica nativoamericana en un liberador asesinato del padre de la familia rica, condenando una vez más a los parásitos a una vida de escondite y disimulo. En un contexto de desafección con cualquier clase social y con cualquier símbolo o relato político, podría decirse que Bong Joon-ho ha encontrado una metáfora que sirve para congregar, aunque trágicamente, a los condenados de la tierra.