por Rubén Fausto Murillo | Abr 21, 2018 | Críticas, Música |
Uno de los efectos más perniciosos del llamado “canon” de la música, es que nos aleja de otras músicas realmente valiosas, escritas por contemporáneos de esos grandes nombres, a lo que reverencialmente llamamos “grandes maestros”. Un conspicuo caso es el de A. Salieri, estupendo compositor que tuvo la desgracia de compartir tiempo con W.A. Mozart y que por causas totalmente extra musicales está fuera de ese encumbrado listado de lo que define a la música clásica occidental como tal. No es este el espacio idóneo para discutir sobre los procesos que generaron este canon, pero los límites marcados, también excluyeron a compositores debido a su nacionalidad. Así, por ejemplo, aun subsiste en el inconsciente colectivo el íntimo convencimiento de que los países que en su momento pertenecieron al imperio español, por alguna extraña razón, nunca han tenido a ningún maestro de altos vuelos. Muchos fuimos educados pensando que los alemanes o los italianos, tenían algún tipo de plus musical en el ADN, que los hacía particularmente geniales. Esto es similar a lo que en la actualidad sucede con la llamada “música popular” o “urbana”, que pareciera que la inventaron los anglosajones y que por tanto, solo existen los grupos británicos o norteamericanos.
Volviendo al mundo de la música “clásica”, existen una enorme lista de maravillosos compositores nacidos tanto en la península, como en Latinoamérica, que, de nueva cuenta, por razones totalmente extra musicales, no solamente son sistemáticamente excluidos de ese tan deseado canon, sino que su música duerme el sueño de los justos en algún archivo esperando a que alguien haga sonar su obra. El maestro Jordi Savall ha realizado una labor encomiable en ese sentido, pues ha rescatado muchas obras de altísima calidad, que eran absolutamente desconocidas tanto aquí en la península, como en América Latina. En casa nostra no somos la excepción. Cataluña cuenta con una nutrida plantilla de grandes maestros que son injustamente despreciados y que cuentan con una obra de enorme factura. Dejando nombres que, aunque sea poco, pero se les escucha, como el Padre Antonio Soler que se formó en el monasterio de Montserrat, tenemos por ejemplo a los hermanos Joan y Josep Pla, o a Ramón Carnicer, músicos de primer nivel y que actualmente apenas se les conoce. Si miramos más atrás en el tiempo, brilla con mucha intensidad la figura de Joan Cererols, monje benedictino que ostentó la dirección de la escolanía de la abadía de Montserrat desde 1658 hasta el año de su fallecimiento ocurrida en 1680. Justamente en este año, celebramos el cuarto centenario de su nacimiento y por tal motivo, el maestro Jordi Savall presentó a la Jove Capella Reial de Catalunya, con los alumnos seleccionados de la XI Academia de Formación profesional de investigación e interpretación musical que él dirige, en un concierto integrado por dos misas de Joan Cererols. La cita fue el pasado miércoles 4 de abril en el Auditori de la ciudad de Barcelona, registrando una estupenda entrada, cosa que alegra y mucho, al constatar que el público responde tan entusiastamente a proyectos tan importantes como estos.
Las obras programadas fueron la Missa de Difunts a 7 veus y Missa de Batalla. En ambos casos se cuenta con las partes vocales y un bajo que por momentos no tiene ni el cifrado correspondiente. Ante tan magros recursos, el director que se enfrenta con las obras debe de tomar decisiones. Muy en la línea de lo que en su momento se hacía, en tanto que, la ausencia de partes instrumentales, por ejemplo, no indica su inexistencia, si no que el maestro de capilla decidía utilizar tal o cual conjunto instrumental de acuerdo a la solemnidad de la ceremonia en la que tal música sería ejecutada. Así, el maestro Savall, decidió acompañar ambas misas con tres consorts de instrumentos: uno de violas da gamba, otro de bajones y un tercero integrado por 3 sacabuche y un corneto. El estilo compositivo de Cererols, mezcla elementos aun de sabor renacentista muy propios del primer barroco, como la policoralidad que ambas misas pusieron de manifiesto en los diálogos mantenidos entre grupos vocales bien diferenciados los unos de los otros y que eran reforzados por los grupos instrumentales arriba mencionados. Por momentos, esta hermosa música recordaba a maestros tan encumbrados como Victoria o cualquier representante de la escuela romana del momento, y la atinada dirección del maestro Savall, que se encuentra muy cómodo en este repertorio, dio luz a obras que sorprende que nos sean tan ajenas en la actualidad.
La sensación general del concierto fue realmente buena, ya no solo por el rendimiento de los intérpretes, que fue estupendo, si no porque, ver mezclados interpretando música tan bien escrita, que lleva tantos años olvidada a un grupo de músicos tan jóvenes, con otros con tanta experiencia a sus espaldas, es algo realmente reconfortante. A tocar se aprende tocando y si a tu lado está alguien que te muestra como hacerlo, haciéndolo tan bien, el resultado es por fuerza, maravilloso, y esto lo pudimos disfrutar el pasado 4 de abril.
Mucho queda por hacer, cierto, pero el camino se recorre andando o en este caso tocando, y afortunadamente son cada vez más los que lo hacen. Nos queda a nosotros escuchar, como así sucedió en este concierto, el resultado de tan hermoso trabajo. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 18, 2018 | Críticas, Música |
Es maravilloso poder examinar el manuscrito de la Pasión según San Mateo de J.S Bach. Pese al paso de los siglos y de que el papel ha comenzado a dar señales de deterioro, es posible acceder al documento. Afortunadamente para todos, este importantísimo documento está microfilmado y a disposición del que quiera trabajar sobre él. La sola contemplación del texto es realmente impactante. Bach puso mucho cuidado en su escritura, distinguiendo con tinta roja y púrpura el texto evangélico, del poético, por ejemplo. La fina y clara caligrafía del maestro, llena cada centímetro del papel con una precisión y un cuidado extremo. Con solo pasear un poco la mirada por él, se tiene la certidumbre de que esta es una obra no solo acuciosamente compuesta, sino muy estimada por su autor. Dentro de la familia Bach era conocida como “zur gross passion” la pasión grande o su gran pasión, y es que realmente esta monumental obra es, con mucho, uno de los grandes proyectos emprendidos por Bach. Su primera audición pública tuvo efecto el viernes santo de 1727 de acuerdo con las últimas investigaciones, pero para 1736 realiza una revisión definitiva, de la que nos queda el precioso manuscrito citado.
Narrar de manera dramatizada los sucesos del prendimiento y ejecución de Jesús de Nazaret, núcleo fundamental de la fe cristiana, había sido centro de los esfuerzos de varias generaciones de músicos dentro del mundo protestaste. En la ciudad de Leipzig en concreto, tal tradición la había iniciado J. Kuhnau, maestro cantor de la iglesia de Santo Tomás, al que sucedió en 1723 J.S. Bach. Instauró la representación en las diversas iglesias de la ciudad, de una modesta narración de la pasión de Cristo, siempre guardando la mesura en la forma y bajo la estricta vigilancia de las autoridades religiosas, que siempre se mantuvieron muy recelosas de que tales manifestaciones artísticas, trivializaran algo tan relevante como la pasión de Cristo. Cuando toma posesión del mismo cargo, J.S.Bach profundiza en la misma práctica y lo hace mediante las diversas versiones que escribió de la Pasión según San Juan. El centro del debate teológico que hacía desconfiar a las autoridades sobre la utilidad pastoral de la composición de una obra musical sobre la pasión del redentor, residía no en el hecho de cantar o recitar los hechos que la tradición evangélica narra, sino que, en medio de la narración, se insertaban momentos poéticos, en los que se invitaba al fiel a reflexionar sobre lo ocurrido y es justamente lo que Bach realizó, tanto en su pasión según San Juan como, y aquí de una manera muy desarrollada, en la pasión según San Mateo.
Toda la obra está llena de simbolismos que invitan al fiel a una profunda reflexión sobre la redención prometida por Cristo. Así, la obra es profundamente ambiciosa y cada elemento presentado, está ahí integrando un todo que, repito, invita a los fieles de nuestro tiempo, a unirse ya desde el primer número a un proceso de trasformación personal muy profundo a través de la vivencia de la pasión de Cristo.
Para poder construir como intérprete semejante obra, independientemente de la profesión de fe que se tenga, forzosamente ha de conocerse toda esta compleja simbología que constituye cada partícula de la obra, para poder hacer una síntesis de ella y así, presentar al público el resultado de tal proceso. Estoy absolutamente convencido de que Marc Minkowski ha transitado por este camino, a juzgar por el maravilloso concierto presentado en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, el pasado miércoles 28 de marzo en que, el citado maestro francés al frente de Les Musiciens du Louvre y un puñado de extraordinarios cantantes integrados dentro de la misma agrupación, nos conmovieron con una hermosa lectura de la Pasión según San Mateo.
Ya sorprendió el hecho de ver tan solo a 13 cantantes sobre el escenario. Acostumbrados como estamos a las monumentales masas corales, que tradicionalmente hacen esta obra. La flexibilidad que dio a la interpretación una textura coral tan fina, permitió a Minkowski tomar tempos mucho más rápidos, lograr matices mucho más apurados en muchos pasajes y sobre todo, generó un color vocal que produjo ya en sí mismo una sensación muy particular entre el auditorio, porque se escuchaba la voz casi desnuda, sin engolamientos, con un color vocal limpio que permitió respirar ampliamente la música y que nos recordó a todos, que el origen de esta obra es, la profesión de fe y no solo el disfrute estético.
Sería muy injusto destacar a un solo cantante de los que 13 que integraban las fuerzas vocales de esta lectura, pero debido a la importancia que tiene una aria como «Erbame dich», sin duda uno de los momentos más conmovedores de toda la obra, la contralto holandesa Helena Rasket dio toda una demostración de cualidades vocales y musicales. Era realmente imposible no conmoverse al escuchar su profunda voz cantando con tanta verdad una aria con semejante mensaje. Por otra parte, el tenor florentino Anicio Zorzi llevó el tremendo peso del Evangelista con una suficiencia y una autoridad extraordinarias, emocionando muchas veces al público presente. A su voz, bien timbrada y llena de fuerza, se unió unas extraordinarias facultades histriónicas que construyeron un papel realmente brillante.
La importancia de la conservación del manuscrito original arriba mencionado radica en que en él están expresados los deseos de un extraordinario músico que construyó en su momento una obra artística sobre la pasión de Cristo, pero estas, solo cobran vida y se realizan de nueva cuenta, cuando músicos honestos y con tanto oficio como los que se presentaron en nuestra ciudad, lo hacen posible. La música solo existe en el aquí y el ahora, la música, básicamente, es práctica y vivencia pura.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 17, 2018 | Críticas, Música |
El desaparecido maestro Nikolaus Harnoncourt escribe en su libro La música como discurso sonoro (Acantilado, Barcelona 2006) “Desde que la música ha dejado de estar en el centro de nuestras vidas, todo esto ha cambiado: como ornamento, la música ha de ser ante todo “bella”. En ningún caso ha de molestar, no debe asustarnos. La música actual no puede cumplir con esa exigencia, ya que por lo menos, refleja -como cualquier arte- la situación espiritual de su tiempo, o sea del presente”. En general, cada uno de los textos que integran este maravilloso libro, son realmente brillantes, pero la anterior cita, me parece que resume perfectamente un fenómeno muy propio de nuestros días: cuando asistimos a un concierto en la actualidad, sobre todo si este concierto está dentro de lo que se suele llamar “música clásica”, lo que queremos es escuchar algo bello, o lo que convencionalmente se ha aceptado como bello, y lamentablemente esta definición suele encajar con algo tranquilo que no nos asuste, o como bien dice Harnoncourt en su texto, sobre todo, algo que no nos moleste.
La música, vista así, es simplemente algo bello, un ornamento, un adorno. Algo lo suficientemente inocuo como para que al tener nosotros el contacto directo con ella, esta no nos golpeé en la cara con algo incómodo de nuestra realidad. Al ser algo que proporciona un solo momento de esparcimiento o de evasión, nuestra sociedad permite que la música sea apartada de la formación de nuestros niños y jóvenes. En tanto que se entiende que no es algo fundamental en su formación, se puede prescindir de ella y se le coloca en un segundo o tercer plano, cuando realmente, si hay algo que es consustancial al ser humano, es la música.
Cuando se anuncian programas tan aparentemente “bellos” como el que se pudo escuchar el pasado martes 3 de abril en el Palau de la Música Catalana, integrado por dos obras emblemáticas del repertorio barroco: el Dixit Dominus, HWV 232 de G.F.Händel y el Gloria, en Re major, RV 589 de A. Vivaldi uno se sorprende al darse cuenta que lo nosotros llamamos “bello” con una connotación bastante inocua, en el momento en que fueron escritas, el calificativo obtenido por ellas fue el de “excitantes” o “sorprendentes”. Ambas partituras, ahora absolutamente domesticadas por nuestros oídos y que, como mucho, nos llevan a un pálido tonteo sentimental, en su momento, producían verdaderos estados alterados de la conciencia, y no es que la gente se emocionara un poco, es que existen registros de que ambos maestros a lo largo de su carrera, lograron estremecer a públicos que temieron ser arrollados por algún tipo de fuerza exterior, o por el realismo con que la música les evocaba algún tipo de peligro.
Al ser títulos que pertenecen al llamado “canon” de la música, nuestra época las ha escuchado ya muchas veces y el intérprete que se aproxima a ellas por primera vez, tiene la natural tentación de innovar en su lectura, sin pensar que, finalmente, la música es básicamente una práctica, y que la interpretación definitiva no existe. Así, tenemos un sin numero de posibilidades interpretativas de obras como las ya mencionadas, todas válidas y todas muy interesantes de escuchar. Nosotros tuvimos la oportunidad de escuchar la interpretación realizada a cargo del Ensemble Matheus, acompañando al Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana dirigidos por el maestro Jean-Christophe Spinosi.
Tal interpretación fue una lectura inconstante, en el sentido de que se tenía la impresión de que la orquesta y el coro no terminaban de complementarse realmente.
Era muy evidente la diferencia de concepciones. El Cor de Cambra, estupendamente preparado, mostró una sonoridad fuerte y potente, y esta nunca empastó con la sonoridad delicada y por momentos demasiado tenue de la orquesta. Eran dos mundos sonoros que a ratos se contrarrestaban el uno al otro. Por otra parte, los solistas, salían y entraban al escenario para cantar sus números y esto hacia que se interrumpiera el flujo dramático de ambas piezas. En términos generales, podríamos decir que, pese al prestigio que acompaña al maestro Spinosi, refrendado en numerosas ocasiones, en esta, nunca quedó clara su posición frente a las obras del programa o esta se confundió, al no lograr la mencionada fusión entre los dos bloques sonoros y que unidos, se dirigieran a una idea en común.
La música sonó, las notas fueron colocadas todas en su lugar, y así, el concierto fluyó sin mucha dirección. La emoción o la excitación arriba mencionadas nunca aparecieron y por momentos el letargo si que lo hizo.
Quizás podríamos calificar de bella esta interpretación y sería justo hacerlo, en tanto que todos los elementos estaban en su lugar, eso es innegable. Pero, y aquí está lo fundamental, esta música al menos nació con la aspiración de ser algo más que música bella, nació con la intención, no de acariciar, si no más bien de confrontar al que la escucha. Quizás para nosotros, que venimos de vuelta de tantas cosas, haya pocas que nos sorprendan, o quizás, es que las que nos sorprenden están ahí y no queremos verlas, y vamos a un concierto para seguir sin verlas, todo depende de con qué oídos escuchemos.
por Rubén Fausto Murillo | Mar 29, 2018 | Críticas, Música |
Vivimos en una sociedad que premia en grado sumo la originalidad. Para nosotros, herederos de la tradición romántica del siglo XIX, un artista, entre sus características ha de lucir siempre la originalidad como característica fundamental. Ahora bien, ¿realmente sabemos lo que queremos definir con original? Si hacemos el clásico ejercicio de acudir al diccionario de la RAE, este aporta 9 posibles definiciones del término, pero, en su segunda entrada dice textualmente: “Dicho de una obra científica, artística, literaria o de cualquier otro género: Que resulta de la inventiva de su autor”. Como siempre, estas definiciones aportan todo y nada, son demasiado generales, pero lo que es cierto es que, como ya he apuntado, nosotros somos herederos de una tradición que concibe la obra de arte como algo creado por su autor en un acto casi de revelación, y no como el resultado de un trabajo realizado por el mismo personaje. Bajo esta mirada, el artista es un mero trasmisor de un mensaje de otras dimensiones, dijéramos superiores.
Un artista que se precie bajo esta óptica, dicho de una manera coloquial, tiene conexión directa con la divinidad, que generosamente derrama sobre él sus dones en forma de obras siempre, nuevas y, muy importante, siempre originales. De no ser así, habría que desconfiar de esa alta instancia que trasmite dones ya toqueteados, o de segunda mano, sobre todo porque, a ver quien es el guapo que va y reclama.
Imaginar a J.S.Bach reutilizando música propia o de algún otro autor nos parece absolutamente imposible, y queridos amigos, esto era una práctica muy frecuente no solo en la época que nos ocupa, si no que venía de antiguo, como algo absolutamente normal. La llamada técnica del pasticcio o de la parodia, era algo absolutamente habitual en la práctica musical del momento. Bach tiene en su catálogo frecuentes reutilizaciones de música propia ya compuesta y que readapta para nuevas obras, pero no solo esto, podemos encontrar varios ejemplos de obras de Vivaldi o Pergolesi, que, a manera de estudio, Bach o bien modifica en su orquestación, o coloca un nuevo texto que redimensiona la obra original.
Händel mismo, también junto con otros autores, en medio de la vorágine compositiva en la que se producían las óperas en ese momento, reutilizaba músicas propias o ajenas, para una nueva producción y ello no ofendía a nadie, incluso, podía llegar a ser honroso el que otro músico considerara tu obra lo suficientemente buena, como para a partir de ella, crear una nueva. Nadie se rasgaba las vestiduras, la musa en cuestión aquí, repartía si me permite, más bien oficio y muchas horas de trabajo, que inspiración revelada.
Ahora bien, cuando Bach acude a esta técnica lo hace de una manera muy particular. Siguiendo la tradición luterana, hace toda una exégesis del nuevo texto utilizado, y hace encarnar en las nuevas palabras la música ya compuesta. No se trata solo de adaptar la letra a la música, sino algo mucho más elaborado; se trata de lograr que la música ya existente, sea verdaderamente el medio por el cual ese texto cobre fuerza y trasmita de manera aun más poderosa su mensaje.
Cuando en la pascua de 1731 presentó en Leipzig su Pasión según San Marcos, la obra estaba escrita reutilizando materiales de otras obras ya compuestas por él mismo. Lamentablemente, no contamos con el manuscrito original del maestro y por poco perdemos también el libreto que utilizó; pero sabemos que, en principio, echó mano, por ejemplo, de la Oda fúnebre BWV 198 y que muy probablemente también utilizara música extraída de sus dos conocidas pasiones. Hay que entender que Bach, en ese momento creativo, está ya de vuelta de muchas cosas: ha creado ya casi la totalidad de sus cantatas y las dos pasiones que nos han llegado, así que, como músico, se abre al estudio y revisión de su propia producción y la de otros maestros. Y en este espíritu, escribe no solo la mencionada pasión según San Marcos, sino varias misas luteranas e incluso el Oratorio de Navidad que contiene un buen numero de pasajes ya existentes en sus siclos de cantatas. A los fieles que asistían a los oficios en cualquiera de las iglesias donde Bach actuara, les daba exactamente igual de quien era la música, era algo que ni se planteaban; esas disquisiciones solo nos afligen a nosotros, que buscamos la originalidad desde luego.
El pasado 22 de marzo en el Auditori de Barcelona, el maestro Jordi Savall presentó su versión de la mencionada pasión, y aquí es muy importante mencionar, que es una versión posible y muy autorizada de la obra, pero que no es la única, ni mucho menos la definitiva. Existen por lo menos otras seis versiones más posibles, destacando mucho la que Ton Koopman presentó en 1999 y que se apoya en fuentes musicales totalmente diferentes a las que acuden el resto de las versiones, incluida la presentanda por Savall.
Lo cierto es que, mientras no encontremos el autógrafo original, esta obra será siempre un pasticcio de la obra original, cosa que al mismo Bach no le hubiera molestado, en tanto que la pasión en su origen, fue creada del mismo modo, es dijéramos, una obra que se sigue escribiendo constantemente.
La interpretación fue realmente buena, destacando mucho las hermosas voces blancas del Cor infatil amics de la unió, estupendamente bien preparadas por su director Josep Vila i Jover y que empastaron a la perfección con el resto del conjunto vocal e instrumental. Creo que el maestro Savall acertó de pleno en la elección de este tipo de color vocal, muy próximo a lo que Bach utilizaba en sus interpretaciones. Termino felicitando especialmente a David Szigetvári que cantó el papel del Evangelista primorosamente y al contratenor Raffaele Pé, que bordó todas sus arias con una voz carnosa y una musicalidad exquisita.
por Rubén Fausto Murillo | Mar 28, 2018 | Críticas, Música |
“Tristeza insondable”, “La desdicha de gatos con sueños perturbados”, “La horrible longitud”, “La música interminable, desorganizada y violenta” y “No es imposible que el futuro pertenezca a este pesadillezco… estilo, un futuro que, por lo tanto, no envidiamos”, estos son los términos que el poderoso y vengativo Eduard Hanslick dedicó a la Sinfonía núm. 8 en Do menor de A. Bruckner en la crónica que realizó para su estreno en Viena el 18 de diciembre 1892.
La historia que precede a este estreno, que pese a lo que Hanslick escribió, fue un absoluto éxito, describe perfectamente el modo en que Bruckner pasó casi la totalidad de su vida creativa. Primero, la composición de una ambiciosa sinfonía en la que su autor pone todo su ingenio y trabajo; posteriormente, vendrán las dudas sobre la misma obra; el envío a varios directores esperando que alguno acceda a estrenar la nueva partitura, es el siguiente paso de este proceso; la insoportable incertidumbre sobre el destino de su nueva criatura será constante y no abandonará nunca a Bruckner en todo este proceso. Cuando por fin llegan noticias de alguna orquesta, suelen venir acompañadas con la solicitud para que la obra sea revisada y ello sumirá al compositor en periodos depresivos cada vez más prolongados y dolorosos; para concluir este complejo proceso, con el estreno de la obra, que habitualmente suele ir acompañado de críticas como la que hemos leído al inicio de este texto. En el caso de la octava sinfonía, lo anterior se cronifica drásticamente.
Cuando inicia la composición de la octava, Bruckner viene del clamoroso éxito obtenido con el estreno de la séptima sinfonía. Hermann Levi en Munich, ha sido su gran valedor y a él envía la nueva partitura en la que había trabajado durante tres años y medio, seguro de su apoyo. Él, tras revisarla, contesta mediante un amigo común que no programará la obra. La depresión que ello causó en Bruckner fue inmensa y lo llevó a un proceso de revisiones y reelaboraciones sin fin, intentando obtener la aprobación de algún director que accediera a estrenarla. Finalmente, tal estreno se llevó a cabo en la ciudad en la que vivía Bruckner, Viena, y de la que tanto recelaba por ser el bastión de personajes como Eduard Hanslick, crítico poderosísimo que podía hacer naufragar dicho estreno. Al final, hemos leído lo que Hanslick publicó sobre aquel evento, pero lo cierto es que, como ya lo he mencionado antes, la obra triunfó clamorosamente, constituyéndose para muchos, en la cumbre no solo del catálogo de su autor, sino, del sinfonismo del siglo XIX.
La sinfonía cuenta con varias versiones, fruto de las revisiones llevadas a cabo por Bruckner y que han complicado mucho llegar a una versión, dijéramos, definitiva de la partitura. La más utilizada suele ser la que la OBC utilizó en su concierto del 17 de marzo. Me refiero a la publicada por Leopold Nowak en 1955 y que es, sin duda, la más espectacular al utilizar una orquestación con maderas a tres, dos arpas y tubas wagnerianas. Ahora bien, en cualquiera de sus diferentes versiones, la octava sinfonía es una obra muy exigente que pone a prueba a la orquesta que la ejecuta, por varias razones. La primera de ellas, es que es muy extensa, su ejecución dura casi una hora y veinte minutos de pasajes de una complejidad técnica tremenda; mantenerse concentrado y en constante tensión es todo un reto para cualquier agrupación sinfónica. Un segundo problema se deriva del anterior, y es que para lograr una ejecución brillante de la pieza, hay que poder realizar un discurso bien articulado de frases muy extensas y prolongadas, lo que exige una concentración muy profunda por parte de todos; dijéramos que, en la octava sinfonía, al igual que en toda la obra de Bruckner, se está ante una pieza de dilatada elaboración, que requiere de procesos lentos pero muy concentrados, para que al público llegue un discurso coherente y atractivo.
Para tal fin, se necesita primero de una orquesta con un nivel técnico muy elevado, y después es indispensable un director que logre ver y crear esas dimensiones tan extensas. Dennis Russell Davies, director huésped en esta ocasión de nuestra orquesta, es sin duda un director que entiende perfectamente a Bruckner y que logró una buena lectura de esta sinfonía frente a una OBC atenta y siempre dispuesta a dar lo mejor. La sonoridad lograda fue brillante y bien trabajada, con unos tempos rápidos y potentes que favorecían el decurso de la obra, y que la hicieron por momentos muy espectacular. Sinceramente, creo que ha sido un acierto la programación de una obra de esta envergadura. Su efecto suele ser siempre beneficioso para la orquesta que trabaja en ella, en todos los sentidos. Ello se hace posible, sobre todo, si se tiene la oportunidad de colaborar con un director tan inteligente y con tanto oficio como Dennis Russel Davies.
El público congregado en el Auditori de nuestra ciudad, se mostró muy entusiasmado con la buena lectura de la sinfonía bruckneriana, misma que costó tantos sinsabores a su autor. Mientras la sala se desbordaba en aplausos, pensaba en el profundo contraste existente entre la personalidad pública de Bruckner, siempre muy austera y sencilla, propia de un hombre de campo, sin apenas inquietudes intelectuales ni apenas viajes, y lo impactante que es su obra sinfónica. Parece imposible que un hombre tan francamente anodino y lleno de tantas manías como las que tenía el maestro, creara semejantes obras, y en ese punto es donde uno descubre, que el alma humana es realmente asombrosa y que basta solo un pequeño análisis de nosotros mismos para descubrirlo. En Bruckner esto es más que patente.