por Rubén Fausto Murillo | Dic 11, 2019 | Críticas, Música |
Las tardes del final de otoño suelen tener un color melancólico. Esta sensación se acentúa entre otras razones, porque el sol cae realmente pronto y ya para las 7 pm, estamos rodeados de oscuridad. Ahora bien, ese color melancólico de las tardes de finales de otoño es un marco maravilloso para según qué manifestaciones estéticas. Pienso en como tuvo que ser asistir a los famosos Abendmusik que en la ciudad de Lübeck organizó primero Franz Tunder, maestro cantor en la Marienkirche, de esta ciudad alemana y tras su fallecimiento, su sucesor: Dietrich Buxtehude.
Aquellas “tardes de música”, que es lo que significa su título en alemán, eran verdaderos musicales, que revolucionaron el medio musical de toda Alemania. En estos conciertos, se podía escuchar música escrita por los maestros cantores de la iglesia de Santa María, que siguiendo la directriz marcada por la generación anterior de maestros alemanes como H. Schütz, producían su obra bajo innovaciones llegadas desde Italia, asombrando y conmoviendo a todo aquel que escuchaba aquella hermosa música.
Buxtehude brilló como uno de los más grandes autores de su época, al punto que jóvenes aprendices del oficio, al iniciar el s. XVIII peregrinaban a verle, para poder escuchar sus obras y, sobre todo, para ser escuchados y aleccionados por el gran maestro. Entre estos jóvenes alevines, están nombres como el G.F Händel o el de J.S. Bach, que reconocían en el magisterio de Buxtehude, el origen de su obra posterior.
El pasado 1 de diciembre, pudimos disfrutar en el Auditori, de una auténtica “Abendmusik”, en este caso, a cargo de una de las más distinguidas agrupaciones vocales del momento. Me refiero al conjunto Vox Luminis, cuyo director, es el maestro Lionel Meunier y que nos presentaron un programa integrado en su totalidad por obras del mencionado D. Buxtehude. En concreto, disfrutamos de 4 cantatas sacras y tres Tríos Sonatas, que se fueron alternando y entretejiendo en un programa que dejó un gratísimo sabor de boca.
Vox Luminis llegó precedido por una merecida fama de seriedad y perfección técnica, a la hora de abordar precisamente este tipo de repertorio. Los refinamientos vocales en la afinación y el color que esta música exige, son cubiertas sobradamente por un conjunto perfectamente ensamblado, que cuida la emisión de cada nota, que ha de estar ensamblada en un todo perfectamente congruente. A esta solvencia técnica, se une una altísima exigencia en la expresión en cada uno de los textos cantados. Las aproximadas 102 cantatas que nos han llegado del maestro sueco, están impregnadas de una honda religiosidad. En sus textos, encontramos a un creyente devoto que se abandona a su salvador con la casi inocencia y candidez de un niño. Es imposible no esbozar una sonrisa cómplice, al leer algunos de estos textos que rezuman un poco de candor y al mismo tiempo hondura y tranquilidad. Es sin duda por ello, que su música nos transmite lo mismo, pues es reflejo del mundo interior de un hombre con una fe infinita.
Lamentablemente, la parte instrumental de nuestro concierto quedó deslucida en parte. El color apagado en las cuerdas, logrado por los intérpretes de los tres Tríos Sonatas, sin llegar a ser un error como tal, no hicieron justicia a una música que, pese a no ser la parte más significativa del catálogo de Buxtehude, merecían una sonoridad más brillante y no tan apagada. Así, pasajes enteros de la parte del violín, quedaron ocultos por el bajo continuo, y al ser contentadas por la Viola da Gamba con un sonido mucho más brillante, dieron una impresión muy desfavorable del conjunto, al verse afectada su congruencia en el color y la articulación de estas obras.
Un absoluto acierto iniciar esta temporada con una velada tan hermosa, integrada por tan buen repertorio y, sobre todo, tan bien interpretada. La posibilidad de escuchar cuatro de las cantatas de uno de los compositores más importantes del segundo barroco en Alemania, no es, lamentablemente, tan habitual y si a esa excepcionalidad, se aúna la brillante interpretación de un grupo como Vox Luminis, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia fue memorable. Una experiencia estética que quizás es bueno vivirla en una tarde de finales de otoño, sobre todo, por su color melancólico, su color de otoño. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Nov 25, 2019 | Críticas, Música |
Finalmente, la vida de cada uno de nosotros se construye a partir de recuerdos. Vivimos en un presente que está salpicado constantemente de pasado. Nuestra memoria nos trae constantemente al presente, sucesos antaño vividos, ya sea por un olor, un sabor o como no, por una música escuchada y que inmediatamente nos trasporta a un lugar y un momento preciso.
En mi caso, la sinfonía Núm. 9 de Beethoven, está íntimamente ligada a mi primera juventud y periodo de formación como músico profesional. No tenía ni la mayoría de edad cuando el coro de mi Conservatorio y del que yo era integrante, fue invitado a participar en la ejecución de esta obra, por la Filarmónica de Querétaro, mi ciudad natal. Daríamos dos conciertos, uno en mi terruño y otro en la Ciudad de México, en el escenario más importante del país: el Palacio de Bellas Artes. Para un jovencito que apenas se iniciaba en esta vida, pisar aquel escenario, estuvo a punto de llevarme al paroxismo, y ya simplemente ese recuerdo, es lo suficientemente importante para nunca olvidar aquel concierto. Pero lo verdaderamente significativo de aquella experiencia, fue que, en medio de la ejecución de aquel monumento sinfónico, la voz comenzó a fallarme, víctima de la emoción, no me sentía capaz de seguir cantando. Para mi fortuna, a mi lado, estaba un profesor del mismo conservatorio que colaboraba con la coral y por ello se había apuntado en las fuerzas vocales del mismo. En cuanto me notó flaquear y aprovechando un período de descanso en la parte coral, muy suave me susurró al oído, “estás aquí para darlo todo, y no tienes derecho a flaquear, convierte tu emoción en música”, aquello se constituyó en un revulsivo maravilloso, que me ayudó no solo en ese concierto, si no a lo largo de toda mi vida. La alegría infinita que experimenté dentro de mi, tras el corte final del último acorde de la obra, fue magia pura y hace que recuerde con mucha emoción aquel concierto sucedido hace ya muchos años.
Querido lector disculparás que te agobie con mis recuerdos, pero la obra central del programa presentado por la Orquesta de la ópera de Praga el pasado 18 de noviembre en el Auditori de la ciudad de Barcelona dentro de la temporada de Ibercamera, tenía como obra central precisamente la Sinfonía núm. 9, en Re menor, op. 125 de Beethoven.
Y es que, si hay una obra que podemos decir que partió la historia desde su estreno en un antes y un después de ella en nuestra cultura, es precisamente esta sinfonía. Las historias que se han contado muchas de ellas falsas, han impregnado a la obra de un claro sabor de santidad. La imagen de un genio atormentado y sordo, que da al mundo en un último gran esfuerzo su más grande obra, es en si misma, la imagen del compositor romántico. Y ciertamente como apuntó en su momento Luciano Berio, esta sinfonía es el gran experimento de Beethoven, pudo no haber salido bien, pues el hecho de aventurarse a poner texto a un poema que habla de la alegría y hacerlo sin someterlo a una forma establecida como podía ser la cantata o el oratorio, es arriesgado, pero si además esto se da en el marco de una sinfonía de grandes proporciones, la cosa suena a aventura. La idea que subyace siempre de fondo, sin duda es la de comunicar lo más claramente posible, un mensaje que las formas existentes no logran hacerlo, se trata de emocionar en lo más profundo, de tocar en cada uno de nosotros esos mecanismos íntimos que hacen que la emoción y la sensación de lo trascendente nos embargue. Si se escucha esta obra con los oídos del alma, es imposible salir indemne de ella. El problema es que nuestra época ha abusado tanto de ella que ya nada, o casi nada, nos emociona.
En el concierto que nos ocupa, como suele suceder cuando se anuncia esta sinfonía, la sala estaba repleta. La pasada temporada pudimos disfrutar de un Beethoven espléndido de mano del director y clarinetista Karl-Heinz Steffens, que en recientes fechas fue nombrado titular de la orquesta Checa, por lo que las esperanzas de escuchar una buena lectura de la novena eran altas.
En la primera parte del programa, pudimos disfrutar en una deliciosa interpretación por parte del maestro Steffens que, en un doble papel de solista y director, presentó el Concierto para clarinete, en La mayor, K. 622 de W.A.Mozart. La musicalidad, la honradez ante el texto original y el cuidado extremo por el detalle, son solo uno de los muchos méritos que pudimos disfrutar de este experto músico. El concierto que fue pensado no para el lucimiento de un solista virtuoso, es el escenario perfecto para que un músico de alta escuela demuestre que la verdadera música está más allá de la simple técnica y la pirotecnia.
La segunda parte del programa, como ya lo mencioné, estuvo consagrado a la novena sinfonía de Beethoven. La orquesta de la ópera de Praga en este caso y pese a los esfuerzos de su nuevo titular, no lograron una sonoridad lo suficiente potente en el primer movimiento, además de que pudimos distinguir claras inexactitudes en la congruencia rítmica, sobre todo a la hora de empastar secciones, lo que restó dramatismo al inicio de la obra. Los movimientos intermedios de la obra, fueron bien resueltos por la orquesta, para dar paso al extenso y famoso movimiento final, donde brilló intensamente el Orfeón Donostiarra, espléndido coro que dio un empaque y una contundencia notable a la interpretación de este icónico movimiento. Los solistas vocales fueron maravillosamente acompañados por el maestro Heinz Steffens, experto director operístico, que mostró un oficio muy acabado a la hora de arropar a los cantantes y permitirles que pudieran fluir con soltura dentro de una obra muy exigente para ellos.
Las emociones que esta obra despierta en el público desde su estreno, son indescriptibles, en mi caso personal, están asociadas a los hechos referidos al inicio de esta crónica, pero a nivel cultural, la novena sinfonía, tiene una preminencia en nosotros, en tanto que continúa convocando a millones de personas que aún llenan salas como el pasado 18 de noviembre en Barcelona. Todas las sociedades a lo largo de la historia, han tenido monumentos o manifestaciones artísticas que representaban de manera privilegiada, lo que esa sociedad o civilización consideraba algo fundamental, la novena sinfonía de Beethoven es, sin suda para la nuestra, una de esas manifestaciones, la novena es mucho más que solo música. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Nov 22, 2019 | Críticas, Música |
Lamentablemente para nosotros, hay obras que se programan poco y que sin duda son enormemente valiosas. Las razones son muchas, finalmente, quienes organizan y promueven temporadas musicales, lo hacen bajo directrices económicas. No nos llamemos a engaño, los promotores musicales son empresarios y quieren mediante su iniciativa, generar unas ganancias. Hasta ese punto todos de acuerdo. El problema en este punto radica en que se tira demasiado de éxitos, de obras ya consagradas, para asegurar el éxito de una temporada y ello hace que el medio poco a poco se fosilice. No hay entrada de nuevos públicos, en parte porque no hay renovación en los repertorios, existiendo mucho material de todas las épocas, que podría ser combinado con el ya existente y de este modo, generar un movimiento de renovación, que cada vez es más urgente.
El pasado 13 de noviembre, en el Palau de la Música tuvimos el gusto inmenso de poder escuchar una obra que se toca poco en nuestros escenarios y que, con mucho, es una obra maestra en la literatura violinística. Me refiero al concierto para violín y orquesta Núm. 2 de B. Bartók, que fue interpretado por el maestro Leonidas Kavakos, acompañado de la NDR Elbphilharmonie Orchester cuya dirección corrió a cargo de Alan Gilbert.
El maestro Kavakos es ya un habitual de nuestros escenarios y no por ello, deja de sorprender el espléndido violinista que es. Abordar con una absoluta naturalidad un concierto tan complejo, como el segundo de violín de Bartok, está reservado a muy pocos virtuosos. La obra está escrita en estado de gracia y hay que estar igualmente inspirado para abordarlo con fortuna. La orquesta perfectamente bien medida desde la escritura original del autor, nunca sobresale ni cubre al solista, que es quien guía el decurso de la obra. Orquesta y solistas se complementan y se retroalimentan en una obra que muestra hasta que punto pueden aunarse en un músico, una depurada técnica violinística y un inmenso instinto musical. Kavakos no defraudó y mostró el increíble violinista que es, administrando sabiamente su arco, logrando fraseos y articulaciones increíbles. Su sonido fue robusto por momentos y en otros, ligero y muy ágil, pero siempre manteniendo una calidez sonora impresiónate. Gilbert por su parte, fue sensible siempre al solista y mantuvo en su lugar a una orquesta muy potente, que supo amalgamarse con Leonidas Kavakos.
Tras un intermedio, el programa continuó con una de las grandes sinfonías del siglo XIX: la Sinfonía Núm. 7 en Mi mayor de A. Bruckner. Bruckner es otro compositor que pese a tener cada vez más presencia en nuestras orquestas, sigue siendo uno de esos grandes ausentes de nuestros programas y temporadas. En este caso, los requerimientos en la plantilla orquestal hacen difícil que una orquesta no muy grande, pueda interpretar una sinfonía del compositor austriaco. Bruckner requiere de un aparato orquestal muy nutrido. No cualquier orquesta puede abordar las inmensas sinfonías del maestro, entre otras razones, porque demanda una solvencia técnica muy elevada por parte de todos los intérpretes del conjunto y una comprensión absoluta del director que trabaje cualquiera de sus obras.
Es este el gran aspecto ha tener en cuenta: Bruckner es un autor difícil de entender por varias razones, pero quizás la más evidente sea la enorme extensión de sus sinfonías. El director ha de comprender el sentido que tiene cada una de las extensas partes que integran estas colosales obras. Su sentido de la forma y de la proporción, ha de agudizarse en grado extremo porque de lo contrario, la escucha de una sinfonía del maestro austriaco se puede constituir en una condena de más de una hora.
La presencia de una orquesta alemana con la solera de la NDR Elbphilharmonie Orchester garantizaba una buena interpretación de la 7ª sinfonía, y lamentablemente, solo quedó en una correcta lectura de este monumento sinfónico. Gilbert, que es un director competente y muy brillante, no supo entender la arquitectura de la obra y nos regaló una interpretación hueca, donde al faltar esa comprensión profunda, muchos pasajes sonaron absolutamente descontextualizados y sin esa magia especial. Sobre todo, el exceso de velocidad, lastró el decurso de la pieza, pues no permitió que las extensas melodías tan características de nuestro compositor trasmitieran toda su expresividad, misma que, fue ahogada en un puro gesto acústico, sin ningún tipo de sentido de más hondura emocional.
Al final, la sensación trasmitida fue la de una lectura correcta, solvente, por parte de una orquesta de altísima calidad, pero, cuando se te ha prometido viajar al Olimpo y ni tan solo te has elevado un metro del suelo, la frustración es normal. Las condiciones estaban dadas para algo memorable y ello no llegó, muy probablemente porque este tipo de repertorio, en el caso de un director tan “americano” como Gilbert, que es sin duda un valor en alza en la escena internacional y que cuenta con una brillante carrera, no es donde mejor podemos disfrutar de su trabajo. Hacer recaer el peso de una lectura tan insulsa, en la tradición que supone una orquesta con el nombre de la Elbphilharmonie Orchester y con esto querer presentar por bueno algo que no lo es, constituye un truco de prestidigitación artística asombroso. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Oct 29, 2019 | Críticas, Música |
En estos tiempos de zozobra y desazón, comprobar que las entradas para los conciertos de esta semana, dentro de la temporada regular de la OBC están casi agotadas, tiene el efecto de un milagro reconciliador. Pero ¿qué o quien es el que ha logrado semejante novedad en nuestra ahora sobresaltada vida cultural?, es fácil la respuesta y se llama Rinaldo Alessandrini.
Alessandrini es un caballero italiano de los pies a la cabeza. Inquieto y lleno de energía, nos ha visitado ya en numerosas ocasiones, tanto al frente de su grupo instrumental el Concerto italiano, como en solitario, demostrando siempre un altísimo nivel artístico en sus interpretaciones. Pese a no ser ya el jovencito que era hace 30 años, que comenzó a dejarse ver por casa nostra, ahora a sus casi 60 años, mantiene esa misma vitalidad y entusiasmo que es sello distintivo de nuestro director huésped.
El programa que nos presentó en esta ocasión al frente de la OBC, fue realmente atractivo y permite terminar de entender el éxito de asistencia que ha tenido nuestra orquesta esta semana. Tal programa inició con la famosa Sinfonía n.º 25 en sol menor, KV 183 (173dB) de W.A. Mozart concluyendo, tras una media parte, con el Stabat Mater de G. Rossini. En la parte vocal contamos con las brillantes actuaciones de la soprano catalana Marta Mathéu, la mezzosoprano noruega Marianne Beate Kielland, el joven tenor italiano Enea Scala, y completando a los solistas, el experimentado bajo italiano, Riccardo Zanellato. En la parte coral disfrutamos de la actuación del Cor Madrigal.
La sinfonía mozartina, obra ya de repertorio, escrita por el maestro salzburgués en plena adolescencia (¡¡17 escandalosos años!!), es con mucha frecuencia, considerada una pieza de sencilla ejecución; por el contrario, los contrastes dinámicos dentro de ella son constantes y requieren del intérprete una precisión rítmica que obliga a todo el conjunto orquestal a estar muy pendientes el uno de otro, y en última instancia, es precisamente el director del conjunto, el gran generador de esa comunión musical. Como era de espera, el maestro Alessandrini logró su cometido final, aunando en un todo homogéneo a una orquesta que lució un sonido compacto y muy elegante, lleno de una ligereza y de una gracia que permitió que la obra fluyera como el agua e inundara nuestros sentidos.
El plato fuerte de nuestro concierto, si me permite el símil culinario, era sin duda el Stabat mater del cisne de Pésaro. Obra ya tardía en el catálogo de Rossini y que obedece inicialmente a un encargo realizado en la ciudad de Madrid. Su destino era muy modesto de acuerdo con los planes originales de su autor y solo una concatenación de sucesos, obligaron a Rossini a trabajar en profundidad en lo que sin duda es una obra maestra dentro de la música litúrgica del siglo XIX.
Rinaldo Alessandrini presentó una lectura llena de fuerza y vigor, logrando que la OBC se aplicara profundamente a lo largo de toda la obra. Su larga experiencia como director operístico, le permitió acompañar con mucha solvencia a los cuatro solistas, dando pie a que cada uno de ellos, en sus números individuales, construyeran una línea vocal perfectamente fraseada, sin el agobio de una orquesta que los hostigase, o los llevara a errores en el decurso de su interpretación. Alessandrini es un músico de pura cepa, inteligente y muy sensible, que sabe esperar cuando toca, e intensificar cuando es conveniente.
Tanto el cuarteto vocal, como el coro, se mostraron espléndidos. Los solistas, mostraron cada uno una enorme estatura artística, y tanto en los números solistas como en los de conjunto, nos regalaron con lecturas de muy alta factura. El coro, no defraudó, mostrando un trabajo muy logrado en cada una de sus voces. La potencia y homogeneidad del sonido final, el mimo al detalle y a cada uno de los fraseos y articulaciones marcados en la partitura por el autor, son marcas distintivas de una interpretación maravillosa por parte de esta espléndida coral catalana.
Sin duda alguna, Rinaldo Alessandrini puede decir como Julio Cesar: “veni, vidi, vici” y nos alegramos de que así sea. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Oct 10, 2019 | Artículos, Música |
A mis manos querido lector ha caído un tesoro: Monsieur Croche Antidilettante (Gallimard, 1926), de Claude Debussy. Deliciosa lectura y en homenaje sincero y muy humilde, les comparto mi versión muy personal de este alter ego de C. Debussy. Como «Mr. Corchea», «Philippe», mi amigo, muerde, espero no despeinar a nadie, es solo un tributo, pequeño, minúsculo, a lo que en mi personal concepción debe ser el quehacer de un critico.
Y ahí estaba, grande y sabrosa. Yo la contemplaba lleno de deseo y porqué no decirlo, con una cierta concupiscencia. Mis deseos, efectivamente no agrandarían a Dios, si es que en tales cosas repara el creador; o quizás, pienso ahora, de tanto cuidarnos y vigilarnos, tiene la hacienda descuidada y es por ello, que estamos en los grandes asuntos en los que estamos… Pero volviendo a mi relato, mis sentidos estaban siendo puestos a una tremenda prueba de temple y contención, porque ¿cómo se puede estar tranquilo, ante semejante objeto de deseo?, ¿cómo no sentir que el vientre te quema y las ganas te consumen si estás ante una enorme y rellena hamburguesa doble?
Y es que, precisamente aquella fresca y perfumada noche, yo me disponía justamente a disfrutar de semejante manjar después del concierto de la Orquesta del Teatro Mariinsky. Pensé yo, – “has elevado el espíritu ya lo suficiente, démosle a nuestro cuerpo peso específico”. Y ahí estaba yo, viendo y devorando ya con la mirada mi hamburguesa, y justo cuando me disponía a hincarle el diente, escucho detrás de mí, una voz potente que sin ningún reparo dijo “digno cierre para una noche que es preferible olvidar. Tras escuchar los fuegos fatuos de una orquesta que fue muy grande y que ahora da tristeza escuchar, nada como culminar la velada con semejante bomba calórica, si señor”. ¿Quién se atrevía a poner en duda la excelencia de una orquesta tan célebre y anunciada por todos lados? y peor aun ¿Quién se atrevía a criticar mi gusto por las hamburguesas? Me giré y lo vi tan tranquilo, y con cara socarrona: Philippe Mastropiero.
Pensarás, querido lector, que me he confundido, pero que no te engañe tan ilustre apellido, pues este Mastropiero, es pariente lejano de aquel insigne músico, cuya historia se ha contado abundantemente por trovadores porteños. Este, precisamente este Mastropiero, tiene la cualidad de espetarte la verdad a la cara, sin mediar petición de tu parte, y así esa noche, sin que yo se lo pidiera, me regaló su opinión, cruda, desnuda e hiriente.
Philippe Mastropiero es un hombre de complexión mas bien enjuta y pequeña, de verbo rápido y conversación elocuente, siempre está nervioso y el color cetrino de su piel lo convierte en un personaje no muy atractivo a sus semejantes. La mezcla de semejantes características, al final lo hace un ser por el que o se siente un profundo afecto o directamente se le rechaza y se le da de lado.
“Veo que tus gustos musicales son muy parecidos a tus placeres culinarios, querido amigo” me dijo con sorna y un poco de mala leche, “disculparás mi sinceridad, pero te he visto aplaudir entusiasmado una lectura perfectamente mediocre del “Bolero” de Ravel y ello me hace pensar que no discriminas con finura lo que dejas entrar en tu ser; simplemente engulles grandes porciones de alimento para acallar a saber qué tormentas internas, o peor aún, te dejas ir por el aplauso fácil de una multitud ciega y sorda integrada por personas que solo quieren ser vistas en un evento social más y adormecer su conciencia con un poco de cultura”.
“Philippe, esta noche estás particularmente incisivo, vamos, que si te muerdes la lengua caes fulminado por ti mismo” le contesté. En ese momento no estaba para escuchar discursos, yo quería disfrutar ya de mi hamburguesa, no tenía tiempo, ni ganas de moralinas estéticas ni metafísicas de un pseudo profeta del arte. Así que, con gesto altivo, le dirigí una mirada de odio a tan molesto personaje y directamente le di la espalda.
Veo que tus modales van acordes con tu dudoso gusto en la comida y en la música. ¿Te crees que ese grosero trozo de carne que ahora estás a punto de engullir, al no ser comprado en Mcdonals, es menos chatarra? Veo que como todos, te dejas engañar por las modas y la apariencia. Si un concierto como el de hace un momento, viene precedido por un cúmulo de anuncios y promociones del tipo: “la mejor orquesta de Rusia”, “Su director titular embruja al público con su elevado grado de inspiración”, vosotros asumís que tal evento es automáticamente excelso y digno de asistencia al ser vosotros almas de una delicadeza sin límites. Asistís a los conciertos con un cúmulo de prejuicios que les taponan los oídos y les aturden y asfixia el alma. Porque ¿de verdad no te distes cuenta que en mitad de ese “Bolero” de Ravel que acabas de escuchar las trompas no dejaron de desafinar y las trompetas tocaban demasiado fuerte? De no ser así, es que la otitis te carcome los oídos; si lo escuchaste, como más de la mitad de los que ahora aplaudían hasta con las orejas, es aun peor, porque ni te importa lo que escuchas, ni tu alma se nutre con los selectos néctares de la ambrosía que dices paladeas y más bien, debe de estar famélica por tanta «hamburguesa» con que la alimentas.
Se había cruzado un límite claro, Philippe me estaba insultando sin ningún género de dudas y una cosa era darlo por loco y otra soportar sus insultos. A punto estuve de tomarlo por el cuello, pero algo dentro de mi me recordó que efectivamente, yo había percibido aquellas notas falsas, aquellas bocanadas de sonido descontroladas, emitidas por unos músicos que, sobre explotados, tocaban de mala gana un concierto más de los 4 que tenían que dar en una semana de gira por nuestro país. Fue entonces cuando las palabras de mi amigo me comieron las entrañas y la sola presencia de mi hamburguesa me comenzó a dar franco asco. Yo había aplaudido con entusiasmo aquello porque asumí que, ¿quien era yo para discrepar de una apabullante mayoría que celebraba aquello?, seguramente era yo el que se había inventado todo, porque, era imposible que aquellos músicos se equivocaran, el anuncio lo decía bien claro:” Una experiencia sublime”, “ la mejor orquesta de Rusia”, y yo era un simple espectador, un diletante que creía haber escuchado algo que no le gustó, pero que por cobardía se unió al coro de aplaudidores inconscientes.
“La realidad, querido amigo, está allá afuera y muchas veces nos pasa por encima sin que nos demos cuenta, ese concierto fue como una inmensa, y vulgar hamburguesa, que está llena de muchas cosas, pero que de sustancia nutricia tiene poco, mucho oropel y poco alimento”. Me quedé frio, ahora si que la habíamos fastidiado, porque la sola visión de lo que iba a ser mi cena, me producía casi nauseas y atiné a decirle: “tienes razón, vámonos, al final no comeré nada” a lo que el contestó “si no te la vas a comer, ya me la como yo, que una cosa es el espíritu y otra desperdiciar la comida”. Mi cara de asombro seguramente fue tal, que Philippe, mientras devoraba aquel objeto tan deseado antaño, se reía y dejaba escapar algunos trozos de carne, y uno incluso me alcanzó en la boca.
Me relamí el trozo escupido en mi cara y comprobé lo que ya sospechaba, la carne estaba muy hecha.