por Pablo Mato Cano | Abr 3, 2016 | Críticas, Teatro |
Un cuadrado perfecto es un espacio limitado, cerrado, asfixiante incluso, tan regular en sus ángulos y lados, tan idéntico a sí mismo, que provoca en las almas inquietas la misma opresión que una rutina o una tradición inalterable. Puede representar un ring de boxeo o un tablero de ajedrez o una cocina, todos ellos, espacios propicios para la representación teatral. Así es el escenario que contiene la obra estrenada el 30 de marzo, en la Cineteca del Matadero de Madrid: La fiesta de Spiro Scimone, que se podrá ver hasta el próximo 24 de abril.
La cocina, coronada por voluminosas bombillas, cuya luz marca los tiempos, y flanqueada por dos objetos tan cotidianos como un calendario y una foto familiar, es el territorio donde sucede toda la acción. Apenas dos metros cuadrados donde la mujer, típica madre italiana (en el texto original se trata de una familia siciliana, mientras que en la representación del Matadero podría ser española, aunque no se identifica claramente), pasa sus días con la única e intermitente compañía de su marido y su hijo. La obra nos muestra la vida cotidiana de una familia tradicional en un día que sería como otro cualquiera, si no fuera el veinte aniversario de la pareja. “Hoy es nuestro aniversario”, le recuerda ella, “¿Otra vez?” le contesta el marido. Esta mezcla de humor y de amargura impregna toda la obra, llevándonos constantemente de la risa al estupor, de lo cotidiano a lo grotesco. Es una muestra más de la capacidad del teatro para poner al espectador frente a la violencia soterrada de lo cotidiano, frente a las actitudes heredadas que perpetúan las relaciones de dominación social, en este caso dentro de la familia. El diálogo, construido a base de repeticiones, de actitudes hostiles (los dos hombres utilizan casi exclusivamente el modo imperativo), crea una atmósfera impregnada de tristeza y de melancolía, de esa violencia cotidiana que solo se manifiesta en su crudeza más explícita con el golpe en la mesa al que recurren padre e hijo para hacer callar a la mujer. A la creación de esta atmósfera patética contribuye la estupenda selección de canciones tradicionales italianas.
Dos actores en estado de gracia dan vida al texto: el extraordinario Jorge Basanta representa tanto al padre como al hijo en un desdoblamiento muy bien ejecutado, que recuerda al de Miguel Rellán en Amanece que no es poco el que, ante semejante prodigio, afirma: “Me habré desdoblado, es una de esas cosas que hacemos los borrachos sin darnos cuenta”. Para más inri Miguel Rellán estaba entre el público y los personajes del padre y el hijo son sendos borrachos irredentos. Ella, Marta Betriu, representa a la madre y esposa permanentemente preocupada por los cuidados de sus dos hombres, en un constante vaivén entre la contención y el histrionismo, que provocan en el espectador a la vez misericordia y exasperación. Porque este retrato de la mujer y madre dentro de una cultura católica, permanentemente asediada por el sentimiento de culpa, la permisividad y sumisión con respecto a su marido, no nos mueve solamente a la contemplación compasiva o a la denuncia de la sociedad patriarcal, sino que incide en lo que Pierre Bourdieu denominó como “violencia simbólica”, es decir, aquella violencia indirecta (no física) ejercida por un “dominador” sobre unos “dominados” que no son conscientes de la misma o que la permiten. En este caso, por ejemplo, ella se enorgullece de haber llegado “intacta” al matrimonio, a pesar de que esto no ha hecho que sea más feliz o su convivencia con el marido más amable, y desea para su hijo una mujer que pueda vanagloriarse igualmente de su pureza. De tal manera que, siguiendo el concepto de Bourdieu, se convierte en cómplice de la misma dominación a la que está siendo sometida. Lo cual no quiere decir que la culpabilice sino que pretende retratar cómo se perpetúan los esquemas de dominación patriarcal a partir de la asunción acrítica de los mismos.
Los personajes tienen algo de beckettiano en su fragilidad, su patetismo, sus obsesiones, su desvalimiento, en su incapacidad para comunicarse, etc. Es una obra que nos mueve a la reflexión, al análisis de actitudes cotidianas, que se revelan patéticas o deleznables al mostrarse en un escenario. La incomunicación, la represión, la culpa, la injusticia, parece decirnos la obra, son enfermedades sociales que se transmiten de generación en generación.
por Pablo Mato Cano | Mar 30, 2016 | Críticas, Teatro |
Exterior. Madrid. 21 de marzo de 2016. Lluvia intensa. Guerra de paraguas insolentes en la entrada principal del Teatro María Guerrero. Un hombre de largo pelo cano se acerca para cobijarse bajo el paraguas del que esto escribe.
Paco: ¿Os importa si me refugio con vosotros? (Escribe un mensaje en su móvil, que tiene la pantalla mojada). Me llamo Paco, encantado.
Yo: (Mojado. Patético) Por supuesto, Paco, te hacemos un hueco. Soy Pablo, encantado.
Paco: ¿Se entra por aquí?
Yo: ¿Tienes ya la entrada?
Paco: La taquilla es por allá. ¿Tenéis entradas? Menudo tormentón.
Yo: Sí, Paco. Creo que por aquí se entra. A ver si abren pronto.
Paco: A las 19:30. Siempre abren media hora antes. (Es un hombre curtido en mil tormentas.) ¡Qué buenas son las gentes de la farándula!
Yo: Y que lo digas, Paco.
El ambiente entre festivo y de batalla (que los eventos gratuitos corren el riesgo de convertirse en batallas campales, es algo bien sabido) evoca la entrada al Coliseo romano o la salida del Congreso de los diputados un jueves víspera de puente, un avispero, vaya. En la espera pienso que así se deben de sentir los costaleros en cada procesión bajo la lluvia: como si no tuvieran suficiente con cargar con el Cristo, la Virgen o lo que toque, Dios les pone a prueba sistemáticamente cada año con una tormenta que mojará sus sandalias (¿Los costaleros llevan sandalias?). De la misma manera los aquí presentes somos costaleros del teatro madrileño, los que gastamos el dinero de la carne roja que no comemos en entradas para ver el espectáculo de la semana. Por un día que no hay que pagar, Dioniso pone a prueba nuestra fe con esta lluvia incesante.
Se abren las puertas y la multitud entra a codazos en la vetusta y magnífica sala del Teatro María Guerrero. Cogemos sitio. Nada mal. Entre el público todo son amigos, conocidos, eternos rivales, compañeros del gremio, en definitiva. La media de edad está en los 30 años, algo verdaderamente inaudito en el teatro. Durante la media hora de espera, aferrados a las butacas que heróicamente hemos conquistado, la gente se habla por señas de un lado a otro de la sala, generalmente instándose a hablar más tarde. Las buenas butacas comienzan a escasear. En esto, entra una señora que parece salida de una obra de Fernando Arrabal, o más bien parece el propio Arrabal vestido de señora, gritando: ¡Siempre se dejan un asiento vacío en mitad de la fila! ¿Por qué lo hacen? Por joder. Exclusivamente por joder. ¡Siempre, siempre el asiento del medio!. Puro teatro. Algún lector, si lo hubiera, puede preguntarse por qué aún no he hablado de la obra a la que asistimos y me he entretenido con la descripción del público; la respuesta es obvia: sin público no hay teatro y, en este caso además, hay más actores entre el público que en toda la programación del Centro Dramático Nacional.
Al turrón. Lo que tanta expectación y festejo genera en esta sala es un experimento magnífico, una celebración del arte teatral enmarcada en la semana del teatro promovida por el CDN [Centro Dramático Nacional], previa al próximo día internacional del teatro (27 de marzo). El experimento consiste en la representación de 27 escenas breves que el organizador del cotarro, Pablo Canosales, encargó escribir a 27 dramaturgos, acaso los más prolíficos y necesarios de la escena actual española. No están todos los que son pero sí son todos los que están. Abajo la lista, en riguroso orden alfabético:
Carolina África, Ernesto Caballero, Pablo Canosales, Alberto Conejero, José Luis de Blas Correa, Ignacio del Moral, Denise Despeyroux, Blanca Doménech, Ana Fernández Valbuena, Daniel García Altadill, Ignacio García May, Esteban Garrido, Antonio Hernández Centeno, Javier Hernando Herráez, Pedro Lendínez, Juan Mairena, Juan Mayorga, Josep María Miró, Jorge Muriel, Jose Padilla, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Laila Ripoll, Antonio Rojano, Juan Carlos Rubio, María Velasco y Alfonso Zurro.
El joven dramaturgo y programador eventual de la cosa sale a escena, visiblemente nervioso, a presentar el espectáculo. Mis fuentes me cuentan que lleva años fraguando la idea, que surgió en un curso con su profesor, el también dramaturgo, Alfonso Zurro. La premisa es sencilla: Canosales realizó 27 fotografías a 27 puertas variopintas y las envió (las fotos, no las puertas) a los 27 dramaturgos mencionados para que escribieran una escena breve. Cumplieron y aquí estamos. Comienza la función. Un actor sale al escenario y se sienta en las escaleras, otro viene por el pasillo con tacones, pantalones verdes, gabardina, una pistola en la mano, iracundo. Lo amenaza. El de la pistola encarna todos los personajes del teatro (Segismundo, Salomé, la tortuga de Darwin, etc.), el otro, afirma, se pone burro con la personalidad múltiple. Se besan. Escena bella como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.
Toda la sala es escenario. Los seis actores (Carmen Mayordomo, Víctor Nacarino, Silvana Navas, Txabi Pérez, Nacho Sánchez, Camila Viyuela), con una energía extraordinaria, van saltando de escena en escena, en sano ejercicio de transformismo desquiciado, del escenario a los palcos, de los palcos a la platea. Decenas de personajes aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. Padres e hijos, amantes, absurdos boyscouts, un cínico que quiere ser el perro de una dominatrix, una madre dice que su hijo está endemoniao, una ouija que funciona por wifi gracias al dios Facebook, una profesora que llama a su majestad, la reina, para decirle que a su hija, la princesa, le ha arrancado la nariz de un bocado una compañera de colegio que quiere ser reina de mayor. Muchas risas. Mucho absurdo. Alguna tiniebla. Puro teatro.
Las dos horas que dura el espectáculo pasan volando, algunos nos quedamos con ganas de más, pero esta gente tiene que descansar, lo comprendemos. Esperamos, sin embargo, que se repita, que esta divertida y animosa propuesta tenga más recorrido, que otras salas la programen, que sean otros los que ocupen las butacas y que siempre, siempre se llene como hoy. Porque hay que celebrar este arte magnífico, siempre proclive a abrir puertas, a descubrir nuevos umbrales y a trascender el tedio de lo cotidiano.
Salimos. Ya no llueve. La realidad, como siempre, resulta decepcionante después de una tarde de teatro.