En su extensa e imprescindible creación poética y ensayística, el pensador caribeño y decolonial Édouard Glissant estableció una sólida teoría acerca de la relación, entendida como ese abismo al que uno salta cuando se ofrece de manera sincera y confiada al conocimiento y la experiencia compartidas, es decir, justo en ese momento en el que aceptamos que “toda identidad se despliega en una relación con el Otro”. Precisamente ahí, en el instante de relación abierta al Otro radica cualquier posibilidad de comunicación y por tanto de creación y escucha.
El pasado día 18 de junio se celebró en el sobrio y magnífico Patio de los Inocentes del Hospital Real de Granada un extraordinario concierto bajo el título “Manuel de Falla, entre la influencia y la creación”, como parte de la extensa e intensa programación del 73 Festival Internacional de Música y Danza. Dicho concierto estaba protagonizado por Miguel Colom (vl.), Fernando Arias (vc.), Álvaro Octavio (fl.), Ángel Luis Sánchez (ob.) y Vicente Alberola (cl.), bajo la dirección de Benjamin Alard, sentado también al clave. Junto a ellos se anunciaba en el programa la participación del bailaor Israel Galván, Premio Nacional de Danza hace ya casi veinte años.
Teniendo en cuenta las querencias de un servidor -que tienen en lo flamenco y lo contemporáneo dos de sus atracciones más irrefrenables- pueden imaginar la expectativa con la que nos sentamos a escuchar la posibilidad de una relación todavía inaudita; esa que podía establecer un cuerpo experimentador y profundamente improvisador como el de Galván con la sutileza contrapuntística de Johann Sebastian Bach, Juan Vásquez y Tomás Luis de Victoria, con la audacia compositiva de Manuel de Falla y muy especialmente con la ingeniosa y siempre sugestiva finura tímbrica del diálogo sonoro que propone José María Sánchez-Verdú, compositor residente del Festival, reconocido tan pronto como en 2003 con el Premio Nacional de Música y flamante nuevo miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Sin embargo, dicha relación no se dió. O sí, pero de manera exigua y aforística, teniendo en cuenta el peso específico -en duración y significación estética- de las dos obras que protagonizaban la noche: el estreno absoluto Las ínsulas extrañas de Sánchez-Verdú -con el que se reforzaba una personalidad compositiva ya plenamente reconocible- y el Concierto para clavicémbalo, flauta, oboe, clarinete, violín y violonchelo (1923-1926) de Manuel de Falla.
Galván, que conoce y ha bailado músicas de Colon Nancarrow, Igor Stravinsky y el propio Falla, por citar solo algunos ejemplos y gracias entre otras cosas a su trabajo con Pedro G. Romero, se relacionó sólo con las composiciones más alejadas de sí, aquellas pensadas hace más de dos siglos, que también fueron las más breves. Su cuerpo buscó un delicado susurro de brazos con el Affettuoso del Concierto de Brandenburgo nº 5de Bach y un tenso y sonoro temblor de pies con la contención musical de la Sonata K. 87 de Scarlatti. Las piezas de Vásquez y Tomás Luis de Victoria fueron anécdotas musicales en un contexto compositivo como el que planteaba el programa de la noche. A modo de propina deliberada, y quizás para satisfacer a un público que no reparó en la ausencia de relación que describimos aquí y que quizás considerara al bailaor incluso una molestia para apreciar audacias estrictamente compositivas, Galván bailó, sentado delante del clave, las Sevillanas del siglo XVIII recuperadas por Federico García Lorca.
No hubo relación con el lenguaje tímbrico y místico en Las ínsulas extrañas de Sánchez-Verdú y tampoco se dio con la exultante pulsión rítmica y armónica del Concierto de Falla. La valentía artística de una propuesta como la que anunciaba el programa se quedó solo en tentativa.
¡Ay lo que nos perdimos! ¡Qué magnífica relación hubiera podido acontecer! ¡Qué identidad generosamente diluida en lo Otro!
Ocurrió que durante estas dos piezas Galván se quedó sentado en un rincón del escenario, detrás del clave -como pueden ver en la imagen-.
El Patronato de Protección a la Mujer fue un instrumento institucional fundado en 1941 para “la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la Religión Católica”. Durante más de cuarenta años, puesto que en 1985 sólo cambió de denominación para seguir actuando como tal, dicha institución desplegó su acción como una verdadera máquina de alienación, represión, castigo y explotación, un “reformatorio de la moral” de casi cualquier joven adolescente que o bien mostrara una mínima disensión con la vida que le había sido adjudicada o bien hubiera sufrido la mala suerte de ser deseada y abusada por quien debía cuidarla y protegerla.
Y te preguntarás ¿por qué empiezo hablando de esto en una reseña sobre ópera contemporánea?
Voy:
La Bella Susona, ópera en un acto de Alberto Carretero (Sevilla, 1985) con libreto de Rafael Puerto (Sevilla, 1980), toma como motor narrativo la leyenda sevillana de Susana Ben Susón, mujer judía que a finales del siglo XV vino a enamorarse en Sevilla para después traicionar -solo ella, claro- y provocar el ajusticiamiento de su padre y el de todo un grupo de conversos disidentes. Una vida de resentimiento y culpa, embarazo -deseado?-, “retiro” conventual -como en los que encerraban a las chicas del Patronato franquista, regido por órdenes como las Oblatas del Santísimo Redentor, Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad o Trinitarias- y autoescarnio público con la exhibición de su propia calavera tras su muerte. En definitiva, ni más -ni menos- que la enésima historia de cosificación de una mujer que necesita de un proceso de redención para “dignificar” su propia vida y que resulta tan vigente como lo son las vidas perseguidas de tantas mujeres todavía hoy.
Pero más allá de ello, Carretero toma el libreto de Puerto -excesivo en poética y poco eficaz en acción narrativa- para elevar una arquitectura sonora repleta de matices y recovecos en los que ubicarse y disfrutar. En su lenguaje compositivo percibimos gestos creativos entre otros del Quijote de Cristóbal Halffter -en el lirismo expresionista de algunos pasajes vocales-, El viaje a Simorgh o Aura de José María Sánchez-Verdú -en el tratamiento tímbrico y la relación con lo electrónico- y El Público de Mauricio Sotelo -en la reivindicación melódica de expresiones musicales no académicas y ciertos giros instrumentales-, pero también encontramos decisiones compositivas que consolidan a Carretero como una voz cada vez más personal. Estando a cargo él mismo de la electrónica, pudimos deleitarnos con una espacialización inaudita en el Maestranza -aunque muy transitada un poco más al norte de nuestro país- y con un lenguaje sonoro contemporáneo, es decir, sujeto y conocedor de las formas satisfactorias en que se han formulado propuestas orquestales precedentes.
En lo que respecta al abanico vocal, no podemos delimitar hasta qué punto la habilidad para lo experimental que ostenta Carretero se ha visto condicionada por la casi nula experiencia con técnicas y prácticas contemporáneas por parte de los intérpretes, con la excepción de la soprano protagonista Daisy Press, que sí desplegó una paleta de recursos más coherente con el lenguaje orquestal que pudimos oír sabiamente conducido por el militante de lo actual Nacho de Paz.
Lo sonoro se vio enriquecido por la magnífica dirección de escena de Carlos Wagner y los vídeos de Francesc Isern, que ayudaron a reforzar la inevitabilidad de la muerte como única salida para Susona.
Todo ello completó el maravilloso y excepcional estreno de una ópera contemporánea en Sevilla o lo que es lo mismo, todo un mirlo blanco para aquellxs que ansiamos la escucha de nuevos sonidos al sur de la capital de la corte.
… como decíamos, al amanecer también se da el despertar. Pero no me refiero únicamente a ese lento y a veces costoso y farragoso abrir de ojos, a ese abandono del sueño, necesario para entregarnos de manera más o menos deseablemente apasionada a un nuevo día. Hablo también de la agencia propia del despertar, es decir, de su capacidad para traer a la memoria algo ya olvidado y provocar ese fogonazo repentino que nos estremece y que convoca quizás un episodio arrinconado en aquel cajón cerrado de nuestro recuerdo. Lo fantasmagórico, lo sombrío y lo oscuro pueden darse entonces junto con una insólita familiaridad.
Andrés Marín y Pedro Barragán nos dan la oportunidad de amanecer con ellos y despertar a la figura de Vicente Escudero, presente de múltiples maneras en Recto y solo, estreno absoluto con el que concluyó la Bienal de Flamenco del Chaillot. Teatro Nacional de la Danza de París, el pasado domingo 11 de enero.
Pues sí, Vicente Escudero recogió como bailaor y pensaor el impulso de Antonia Mercé la Argentina e hizo crecer en París entre 1922 y 1939 una raíz irremplazable e imprescindible para entender la flor más radical y experimental de lo flamenco -tan significativa como mayoritariamente ignorada-; y sí, Vicente Escudero protagoniza Recto y solo desde su propia voz que nos da la bienvenida por tanguillos hasta su cuerpo y su vocabulario gestual y sonoro que Andrés descifra, traduce y re-crea en su propio y muy personal devenir coreográfico. El fantasma -¿o quizás el duende?- de Escudero se nos entrega también a través de su palabra y sus dibujos -proyectados al fondo en dos momentos distintos- y de objetos aparentemente inanimados como la silla blanca inmaculada que centra el foco del escenario al inicio, el sombrero que culmina el anguloso cuerpo de Marín o la máquina-roomba con la que bailará más tarde por cantiñas; pero también se encuentra en la poderosa luz que sirve a Benito Jiménez para convocar espacios ausentes y sugerir lugares, huecos y volúmenes donde efectivamente no los hay. Porque la luz es aquí un territorio enigmático y cautivador en el que Marín se sitúa -muchas veces en penumbra- para desplegar un ejercicio de fuerza, ingenio creativo, riesgo e improvisación, siguiendo a rajatabla la máxima de Escudero: “aquel que baila sabiendo de antemano lo que va a hacer está más muerto que vivo”. Y esto también lo contemplamos en la guitarra de Pedro Barragán: su libertad es incondicional, lo modal armónico queda trascendido hacia la composición de un paisaje sonoro -en el que también tendrán lugar las “pelotitas americanas” de Raúl Cantizano– que envuelve e ilumina a Andrés y a su cante por malagueña y abandolao, por tientos o por seguiriyas. El bailaor cada vez canta más -desde que comenzara a hacerlo ante el público en Yo le canto a mi baile– y en cada ocasión impacta de manera siempre sorpresiva.
Y ambos arrancan el ole. Pero este ole no viene únicamente del tenso contraste entre contención y expansión, entre fragilidad y brío que se puede contemplar en una acción flamenca convencional; el ole de Andrés y Pedro proviene además de lo incómodo, de la incertidumbre en la que nos ubican y de la liberación física que supone seguir Recto y solo por cada uno de sus múltiples y a veces insondables recovecos. Desde una posición radical contra la repetición fordista de un vocabulario gestual preconcebido y familiar, canónico y clásico, Andrés busca el conflicto a través del agotamiento y la extenuación para crear un espacio vacío que nosotros debemos consumar.
La experiencia deviene así significativa: Andrés materializa en cuerpo y volumen, luz apolínea y penumbra dionisíaca el enunciado sonoro de Pedro y así observamos una escultura angulosa, barroca y valdelomariana en constante movimiento.
Andrés y Pedro conversan en definitiva con un fantasma; yo lo hice a mi manera en 2016 cuando un alma del diálogo musical en París como era Frédéric Deval falleció pocos días después de responder a mi penúltimo mensaje. Con “Una entrevista telefónica la semana que viene, quizás?” dejó por abrir una posible conversación imaginaria y que sin embargo mantengo con sus libros, quizás ubicados entre las luces y sombras que observo en mi estantería cada vez que vuelvo a París.
El flamenco contemporáneo tiene en Rocío Molina y Yerai Cortés dos figuras indiscutibles.
[Ojú, esto no lo veo para empezar. Todo es discutible ¿no? Dale de nuevo]
El flamenco contemporáneo tiene en Rocío Molina y Yerai Cortés dos figuras indiscutibles.
En marzo de 2016 falleció Frédéric Deval. Nos dejó el alma del diálogo musical en París.
[A ver, Pedro, ijomío, esto aquí no funciona, ¿quién conoce a Frédéric Deval]
En marzo de 2016 falleció Frederic Deval. Nos dejó el alma del diálogo musical en París.
El pasado jueves 7 de febrero de 2024 amaneció en París a las 18 horas de la tarde.
[ahora sí, esto puede que tenga tirón, ole tú].
El pasado jueves 7 de febrero de 2024 amaneció en París a las 18 horas de la tarde. Cerca de la plaza Trocadéro, allí donde la Torre Eiffel alcanza una perspectiva casi irreal, justo en frente del restaurante Carette, donde sirven el mejor croque monsieur de la ciudad -Daniel Torres dixit- Rocío Molina y Yerai Cortés compartieron su amanecer -también conocido como Vuelta a uno– con el afortunado público que se dio cita en la sala Firmin Gémier del Teatro Nacional de la Danza Chaillot, en el marco de la Bienal de Arte Flamenco de París.
[Yo creo que funciona como salida, Pedro, tírale pa la primera letrilla].
Es difícil distinguir
que esto no es cosa cualquiera
la cuestión está difícil
pa’l que siempre lo exagera
Rocío Molina y Yerai Cortés describen el momento quizás más confuso, desordenado y apasionante del día: el amanecer, entendido no solo como ese momento en el que aparece la primera luz del sol y que abre la posibilidad de un tiempo renovado, sino también como esos segundos en los que convergen y se concentran el temor y la pasión, la nostalgia y la valentía, la pereza y el porvenir.
Rocío Molina y Yerai Cortés se desperezan, juegan, retozan, discuten, gritan a través de sus cuerpos y sus instrumentos y sobre todo bailan. Bailan mucho. Porque poco importa si oímos códigos del flamenco clásico como los que encarnan los tangos -seductores y juguetones al inicio-, las cantiñas -cómplices y sabrosas- el taranto -cavernoso y futurista- o la serrana -perenne y expansiva-. Eso es verdaderamente lo de menos, aunque parte del público los necesite para sentirse en un lugar reconocible. En este amanecer podemos recordar el ayer de una infancia que se perdió en algún lugar de la playa apenas esparcida por el suelo siguiendo un breve pero refulgente haz de sol o evocar la adolescencia divertida y socarrona con unos peta-zetas amplificados desde la boca de Rocío. La gestualidad de la bailaora es vigorosa y enérgica, exuberante y rebosante de recursos que se derraman por la escena, pero también resulta grotesca -goyesca- e insurgente, provocadora y siempre, absolutamente siempre, en diálogo íntimo y cómplice con Yerai, cuya guitarra despliega un espacio sonoro exquisito y elegante
[mae mía Pedro cómo te pasas con los sinónimos del wordreference]
, también tenso por momentos con la sola narrativa de una cuerda al aire, sobrao de compás -eso todos lo sabemos- y repleto de matices en los que también actúan el octavador, el loop y el reverse delay lanzados desde dos pedaleras.
En esos mínimos segundos del amanecer, también despertamos al deseo; Rocío y Yerai entrelazan sus cuerpos, se tienden en la escena y dos abanicos alados se convierten en pájaros del desvelo que buscan de algún modo cantar al amor. Vuelta a uno es todavía un canto al amor, pero no a un amor servicial o condescendiente sino exigente e inconformista. Lo cómodo o lo confortable no resulta atractivo ni da pie a ningún tipo de experiencia de vida.
Y sin embargo, aún hay lugar en el amanecer para que aparezca la amargura por una ausencia irreversible. ¿Quién no ha despertado alguna vez sintiéndose absolutamente sola? De repente caemos de nuevo en una angustia abrumadora. Rocío se fragmenta y se rompe, distorsiona su figura y tensa su cuerpo y su rostro, su lengua azul anuncia el crujir de su garganta y lo que antes eran pájaros ahora son artefactos con los que percutir la estructura que ha sustentado la luz al fondo. Rocío gime y patalea. Zarandea la luz y se encabrita. Un grito final levanta al público. Como decía Rosa Chacel, al amanecer:
“un corazón se rompe más silenciosamente que un vaso de vidrio, no causa el estruendo con que se despide de la vida un objeto precioso: se va en silencio y deja silencio al desaparecer.”
La raíz también necesita estar asentada en el terreno, ajondarse y profundizar en un suelo, que a veces puede resultar hostil incluso para la supervivencia de la propia planta. Alfonso Losa, bailaor con una carrera ya consolidada en los escenarios del flamenco nacional e internacional -justo en 2022, ha obtenido el XXIII Premio de la Crítica de la XXVI edición del Festival de Jerez-, propuso en su Flamenco: espacio creativo –el viernes 20 de enero– todo un jardín coreográfico exquisito: con la bailaora invitada Concha Jareño desplegó un ramillete de sutilezas y complicidades, acompañado de una propuesta musical francamente cautivadora, que tuvo a Ismael el bola en el cante, a quien se asoció la invitada Sandra Carrasco –cuya voz siempre resulta portentosa—, y la gustosa y suculenta guitarra de Francisco Vinuesa.
Desde los tientos con los que se abrió el telón, tuvimos clara una cosa: Alfonso Losa es un virtuoso en lo físico y en la precisión con la que ejecuta cada uno de sus muy medidos gestos coreográficos. El vocabulario corporal que exhibe nos resulta familiar y reconocible —ahí se percibe el rastro del Güito y Antonio Canales o la explosión pasional de la Chana–, pero adquiere un fraseo distinto, quizás enriquecido e inesperado. Cada intervención de Losa supuso un despliegue orgánico pero también efectivo y enérgico: en la seguiriya rematada por bulerías vimos la fiesta y el buen humor, en la soleá extremadamente lenta percibimos también la necesaria contención; en la repentina conclusión a solo vivimos casi la suspensión del movimiento, frustrada por un público deseoso de aplaudir y que no tuvo la paciencia de esperar al silencio final. Pero también pudimos observar el diálogo con Jareño tras su elegante y viva aparición en escena para bailar sola los tangos y con un fandango ternario y de tempo verdial después, pasmosamente grácil y festivo, danzado a dos junto con Losa.
La propuesta estrictamente musical fue tan alentadora –por el despliegue armónico y compositivo de Vinuesa– como excitante –con Carrasco y el Bola dialogando también a dos voces–, sobre todo en las cabales que abrieron y cerraron el extenso paso por la seguiriya, que concluyó con un Todo es de color que nos quebró el alma. Las alegrías se movieron entre Córdoba –y su paso a modo menor–, Jerez –transitando a bulería por soleá– y Cádiz, demostrando que todo el flamenco es en sí mismo una creación nómada.
Algo que sin duda llamó la atención durante todo el espectáculo fue la capacidad del elenco para habitar el escenario y los bailes -ese infinito espacio creativo- de manera fluida y aparentemente sencilla: en ello fue decisivo el magnífico trabajo de Rafael Estévez y Valeriano Paños en la dirección artística y coreográfica -aquí junto al propio Alfonso Losa-.
Flamenco: espacio creativo es por todo lo dicho y por lo que se pudo disfrutar una excelente ocasión para el goce de lo flamenco.
Tras la vivencia crítica propuesta por Yinka Esi Graves en The Disappearing Act, la 33ª edición del Festival Flamenco de Nîmes fue concluida el sábado 21 de enero por la guitarra desnuda, solitaria y ascética de Rafael Riqueni. Resulta obvio declarar aquí la envergadura que adquiere la figura de Riqueni en el paisaje de la guitarra flamenca durante las últimas décadas del siglo XX y en la actualidad, de forma ya sublimada. Parque de María Luisa (Universal, 2017) y Herencia (Universal, 2021) suponen una oportunidad para detenerse y reposar, para observar la belleza de un entorno en calma, tras una tormenta que quizás haya durado demasiado y que aún se atisba en el horizonte, pero ya alejándose. Riqueni presentó en Nîmes su Herencia y pudo ofrecer al público una mano amable, con una guitarra frágil pero convencida, más libre y sugerente en las fantasías flamencas -sin duda un nuevo palo flamenco- que en aquellas piezas que intentaban seguir un sistema musical prefijado como el de la granaína o la soleá. Como el guitarrista Pat Metheny y el contrabajista Charlie Haden consiguieron en aquel mítico Beyond the Missouri Sky grabado en 1997, Riqueni alumbró el camino hacia una luna clara en una noche gélida, con armonías aparentemente sencillas y un lenguaje musical familiar y hogareño que se pudo extender hasta con cuatro espléndidos bises.
El Festival Flamenco de Nîmes llegó a su fin con más de 15.000 asistentes y un índice de ocupación del 95%. Un éxito, sin duda, en el que tiene mucho que ver la apuesta decidida por la creación actual que exhibe su programación –magníficamente ideada por François Noël y Chema Blanco– y la labor de transferencia y divulgación que desarrolla, a través de conferencias como las de José María Velázquez-Gaztelu sobre el maestro Manolo Sanlúcar y la de Corinne Frayssinet-Savy sobre el tristemente fallecido René Robert.
Por todo lo dicho en estas tres breves reseñas y volviendo al episodio con el que las comenzaba, Nîmes resulta ser un opulento humedal, una laguna abierta, extensa y propicia para el flamenco migrante y nómada, en busca siempre de un territorio diverso donde poder echar nuevas raíces.