¿Qué es eso que estás esperando leer? Desanticipa la idea. Suelta el cuerpo. Centra tu atención en el pálpito. Pregúntate en qué instante del día te encuentras. ¿Es este no más que un entretanto de lo que hay que hacer? ¿Sientes ansiedad por el tiempo que te tome llegar a término?
Por mi parte, ahora mismo, pretendo hendirme en la propia dinámica que conlleva escribir un texto, me despego paulatinamente de la intención cortocircuitada en pos de practicar una originariedad, esa que se hoy día se nos deslinda entre los dedos. No obstante, como dice Hölderlin, “donde está el peligro, está la salvación”, y ella, a mi parecer, se desliza latente unos compases más allá de nuestros pasos. Si levanto la vista y reparo en la direccionalidad de su mirada en descenso, habré aprendido algo más de nuestro mundo y de las posibilidades de despegar no se sabe hacia qué parte, pero al menos, habría aparecido la oportunidad de un encuentro.
Hubo un día, en el metro, en el que la música entrelazó la mirada de la señora sentada enfrente de mí, y la mía. El brío motivó el desenlace de un comentario aterrizado de manera anacrusa, me dijo algo sobre el volumen desmesurado, pero la realidad es que no fue más que un pretexto para salvar las sonrisas, luego risas, que la melodía había generado entre nosotras. Después invitó a su hijo pequeño a la conversación, que introdujo algún comentario típico de la edad “yo soy mayor” y mostró una disensión forzada que no encubría más que un gateo con el que empezar a decir “yo”. Esto me produjo una ternura inmensa. El resto de pasajeros se unió a la complicidad, nos sonreímos.
No hace falta cantar a propósito de Dios para que emerja lo divino entre (y con) nosotras, pensé al bajarme del metro. Nos habíamos despedido y presentado de una vez en ausencia de todas las determinaciones que usualmente adornan nuestro discurso. Un día, por una vez, no fuimos más que amor. Performamos conocernos desde siempre al encontrar en nuestro “entre” un latido desposeído que aparece y desaparece con la misma fuerza y levedad con la que las manos apenas se rozan y se sueltan al despedirse. Agradecemos, entonces, la posibilidad de rememorar el vuelo, nos hemos convertido ahora una fotografía que no detengo.
Rememoro y celebro el tacto, lo aludo sin capturarlo.
Este es el “Andeken” presentado por Heidegger como la alternativa al pensar representacional que se perpetúa en la mímesis y en el deseo de poseer lo inasible. Quizá debamos comenzar ya a ensayarnos en la aceptación de esta condición nuestra inasible, asumir –y ojalá, comenzar a amar- la consistencia de mi pálpito en este momento que me hallo leyendo estas líneas, relegar la dominación del tiempo y destrenzar la difícil -si no imposible- conjunción entre pretender amar al otro si no me asumo ya en el movimiento mismo de amar que me ha sido donado. Volveremos a reencontrarnos, mil veces, si espiro mi pertenencia.
Sin embargo, la melancolía –sentimiento que pienso que ha de sacarse del plano de lo íntimo y traerlo aquí ahora- me contradice teórica y espiritualmente. Responde directamente a una dicotomía sujeto-objeto asumida por la que deseo exasperadamente la presencia del otro, o quizás, repetir la imagen ya vivida, sin reparar en el interludio que en algún momento nos llevó a sentir nuestras manos alejándose. Propongo, ante esto, trabajar en una serenidad con el mundo que aceptaría y ama lo que acontece como un continuum, sin corte temporal ni espacial, en el sentido de que no habría ya un distanciamiento que apresar, sino que cabría la posibilidad del reconocimiento de sí misma como un ser conformado por esa experiencia vivida, por la otredad que fuimos en coexistencia. Una parte de mi ser es ahora su sonrisa, su saludo, su abrazo.
Quizás si reparásemos más en el motor de nuestros pasos, iríamos paulatinamente generando una sociedad porvenir-amorosa.
“Zorra”, la canción ganadora del Benidorm Fest 2024, está superando todas las expectativas. Incluso las de sus propios autores e intérpretes, María Bas y Mark Dasousa (Nebulossa), abrumados por la intensa acogida. El tema es una de las canciones más virales de Spotify no solo en España, sino a nivel mundial, y ha suscitado un insólito debate en torno a su mensaje. De hecho, ya contamos con una parodia de TV3 en la que la misma Isabel Díaz Ayuso también se “empodera” a ritmo de otr¡o insulto como es “Facha”. Incluso Pedro Sánchez ha opinado sobre la propuesta en una entrevista. En ella, el presidente, también llamado “Perro” por sus detractores (en sustitución de su nombre de pila), nos ha legado una inenarrable sentencia para la posteridad: “El feminismo es divertido”.
Numerosos artículos se están haciendo eco del éxito de Nebulossa así como las tertulias televisivas de todo signo, como “TardeAR”. Por otro lado, desde el ámbito de la investigación académica comenzamos a contar con algunas aportaciones que, por lo pronto, ponen sobre la mesa ciertos temas. En concreto, un tema que los estetas lectores de Rancière tanto disfrutamos, pero que rara vez traspasa nuestro dominio disciplinar. Me refiero al debate en torno a dos términos que suenan y hasta operan de manera parecida, aunque en esencia se opongan diametralmente: ética y estética.
El término “Zorra”, como es sabido, tiene en castellano una connotación peyorativa cuando es dirigido a la mujer: “prostituta”. “Zorro”, sin embargo, es empleado para definir a un hombre “hábil” o “astuto”. Como vemos, hay una clara diferencia en ambas acepciones, y aunque el primero se emplea como un insulto, tampoco podemos afirmar que el segundo sea exactamente un halago. “Astuto” define a alguien habilidoso, que sabe cómo mover sus cartas o dirigir los recursos que tiene a su disposición para lograr un determinado fin. Pero este fin habitualmente comprende un beneficio personal, difícil de conseguir. Un fin que requiere el empleo de ciertas maniobras moral y hasta legalmente discutibles. Para ello el zorro precisa de una necesaria discreción. Que no le vean.
Esta definición nos puede remitir asimismo al contraste entre “listo” e “inteligente”. Aunque ser “listo” puede tomarse como un cumplido, también “encubre” –y de “ser visto” va en el fondo todo esto– un cierto modo de hacer o maquinar. Y en una concreta dirección, para un determinado fin, como vimos antes con “astuto”. Normalmente ese fin, lo hemos adelantado, es el beneficio propio. El término “inteligente”, sin embargo, no tiene el peso moral de adónde se dirige dicho potencial, dicha virtud.
Con esto quiero ejemplificar cómo, aunque obviamente el primero está tipificado por la RAE como un insulto y el segundo no, tanto “zorra” como “zorro” se hallan socialmente cargados de connotaciones que atañen a una astucia sospechosa o debatible a nivel moral. “El zorro” también es un héroe de ficción, todos lo sabemos. Pero llamar “zorro” a un hombre en la vida cotidiana difícilmente puede considerarse solo como un halago. Señala a una virtud, está claro, pero a una virtud que solo funciona en la sombra. Al ser pronunciado, el epíteto identifica y desenmascara a quien opera virtuosa y sigilosamente para conseguir su objetivo. El zorro, al ser identificado como tal, es desenmascarado. Y, por lo tanto, comienza a dejar de serlo.
Apuntada esta cuestión, procedamos a analizar la canción en cuestión. El tema fundamental de “Zorra” no es nada nuevo. Las reivindicaciones feministas en el pop tienen ya una larga historia, y muchos seguramente recordamos a Las Vulpes y Meredith Brooks cuando dimos con el tema de Nebulossa. Además, en los últimos años es interesante comprobar cómo otros géneros musicales se han sumado a dicha tendencia, como el reggaetón. Lo que sí sorprende es que el mensaje de “Zorra” sea ejecutado no por una chica joven sino por una mujer madura, de 56 años. “Estoy en un buen momento”, canta con rotundidad María Bas. A rasgos generales, podemos resumir que se trata de una letra irónica, divertida, que aunque hace uso de ciertas expresiones ya conocidas, no cae en lugares comunes. A diferencia de muchas otras canciones pop, el tema desarrolla una historia y resulta entretenido precisamente por articular una narración sin repetir machaconamente su estribillo o agotar todo el mensaje en las primeras líneas. Algo que contrasta en una industria dominada por canciones musical y líricamente más cortas, sencillas y directas (a excepción del rap, cuyas letras obviamente son más extensas). En este punto, advertimos tanto la sofisticación lírica pero también musical del dúo, con un gran habilidad en la construcción de la melodía. Dentro, por supuesto, de los cánones del pop.
Ese es el otro punto que caracteriza tanto a la composición. Suena a los años ochenta. Al igual que lo hiciera Rigoberta Bandini hace poco –o La Casa Azul ya en 2008–, la canción elabora una historia más allá de temáticas de amor predecibles y lo hace con referencias vintage en lo musical un tanto arriesgadas, pues no tienen porqué conectar con una juventud que ha nacido y crecido en el contexto de la “música urbana”. Además, el poco castellano que escucha esta generación, en contraste con la de los años noventa y principios de los dos mil (compárese, por ejemplo, la lista de Los 40 de entonces con la de ahora), procede mayoritariamente de América Latina. Incluso muchos cantantes españoles como Abraham Mateo han incorporado los modos de hablar en dichas regiones –y ya no solo los estilos de música latinos– para acercarse a esa audiencia (Lo llegó a hacer hasta Nena Daconte…).
Todo ello hace de la candidatura de Nebulossa algo tan atípico en la industria musical generalista, quedándose en un lugar intermedio entre lo petardo, lo indie y la canción de Festival. Como los temas presentados al Benidorm Fest van destinados a representar a RTVE en Eurovisión, si uno quiere tener éxito en la competición internacional, debería tener en cuenta ciertas cuestiones. A nivel lírico es importante que la letra de la canción candidata sea lo más sencilla e impactante posible, a poder ser en inglés, para conectar con el gran público y abrir la puerta al mercado internacional. No es necesario una gran complejidad, pensemos en el “SloMo” de Chanel (“Apena’ hago doom, doom con mi boom, boom y le’ tengo dando zoom, zoom on my yummy”), sino de concretar, ejecutar (interpretación, coreografía) y empaquetar (vestuario, escenografía) el mensaje de la mejor manera posible. Esto es lo que llevó a Chanel a lo más alto de la tabla en Eurovisión 2022.
El debate moral suscitado por Nebulossa es muy interesante porque pone sobre el tapete dos cuestiones como son la resignificación de un insulto y el edadismo. Todo ello desde una comunidad autónoma, como la Valenciana, gobernada en coalición por Vox. Partido que, no lo olvidemos, ha censurado en la región tanto libros y revistas en valenciano como publicaciones de temática LGTBIQ+. Las críticas, obviamente, no han tardado en llegar. En cuanto a la resignificación del insulto, como podemos leer en dos investigaciones publicadas en The Conversation, esta tarea, se entiende, es potestad de quien lo sufre por cuanto es a él a quien va dirigido. Los significados están siempre en continuo cambio y negociación en función de su uso. Al apropiarse de un insulto y llevarlo al absurdo en su constante repetición y mofa, este pierde su operatividad. Asimismo, se lanza un mensaje a quien insulta: ya no me duele. De este modo, como ocurre en la teoría queer, uno desactiva su carácter peyorativo. Las armas del enemigo, gracias a una sutil intervención, se vuelven absurdas. El insulto descarrila. Como proyecto, esta idea resulta estimulante por transformadora, pues si cambiamos los significados tenemos el poder de cambiar el modo en el que interpretamos la realidad. Y esto no es nada más y nada menos que, como diría Ludwig Wittgenstein, nuestro mundo.
Pero quisiera, si me permiten, “rebajar los humos” (tan apabullantes en estos escenarios, por cierto) y pensar el tema desde una óptica menos ambiciosa. Quisiera, por supuesto, no tanto generalizar, como se hace desde el feminismo transexcluyente –que por supuesto abomina de esta propuesta–, sino limitarme estrictamente a lo que la canción cuenta. Aunque de forma constante se está extrapolando el mensaje de “Zorra” a todas las mujeres, en realidad la canción parte de una experiencia personal de la propia cantante. De hecho, está escrita en primera persona: “Soy”, canta repetidamente María Bas. En ningún momento se promulga un “somos”. Si a ella, individualmente, le han llamado zorra y ha escrito esta canción para sanarse de la agresión verbal, todo el debate en torno a si empodera o no a la mujer (así, en abstracto), es secundario. Si “lo personal es político”, ¿porqué nos vamos directamente a lo político sin preguntarnos lo más mínimo por María Bas? ¿Dónde queda el individuo en todo esto? “Zorra” no habla tanto de “la mujer”, sino de ella como mujer. Y en lo que haya vivido y lo que quiera expresar poco más podemos decir, al margen de que nos identifiquemos más o menos. Extrapolar de primeras su mensaje a todas las mujeres (y en efecto, muchas se ven identificadas) implica pasar por alto la vivencia concreta de María Bas.
Además, es preciso recordar que estamos hablando de música, no de un mitin político. Toda propuesta artística “encarna” un significado, en palabras de Arthur C. Danto. Lo encarna, no lo ilustra. Es decir, necesita de una forma, de una corporeidad, de una materialidad para catalizarlo. Por este motivo, voy a incidir en la ejecución del tema: cómo es cantado e interpretado y cómo es planteada su puesta en escena. En Eurovisión, es bien sabido, no hay unos criterios de calidad definidos para elegir a la mejor canción (para ganar la competición), escribe Philipp Le Guern. No obstante, las propuestas más exitosas a lo largo de los años en el Festival suelen ser bien ejecutadas (a nivel vocal, interpretativo y escenográfico) y tener un mensaje sencillo, claro y conciso (letras simples, a menudo en inglés y con títulos cortos, lo cual no las exime de ser más o menos originales). Salvo lo escueto de la palabra “Zorra” y la concreción de su mensaje, todo lo demás en esta actuación no es especialmente destacable. La voz de la cantante suena algo ahogada en el directo, e incluso temblorosa en ciertos puntos. Su interpretación tampoco nos cuenta el tema: Bas sonríe indistintamente a lo largo del espectáculo, sin enfatizar de modo interpretativo los distintos y muy diversos pasajes de la canción. Aunque los elementos de atrezo están en consonancia con el tema (remiten al burlesque y al peep show), la realización tampoco ayuda a crear intimidad con la cantante, echando en falta primeros planos que nos permitan conectar con su rostro. Con su historia.
Por tanto, el directo de Nebulossa no está a la altura de la calidad del tema. Y no es una cuestión de edad sino de experiencia en el escenario. Recordemos a los Olsen Brothers, ya entrados en la cincuentena, ganando el Festival de Eurovisión en 2001 con “Fly on the Wings of Love”. Tenían una dilatada experiencia en escenarios de medio mundo, tanta que “vinieron a servir” como se dice ahora, y la victoria fue arrolladora frente a otras candidaturas más jóvenes y joviales, aparentemente más atractivas para el gran público. Volviendo a Benidorm, de hecho, muchos otros cantantes de esta edición, y de distintas edades, también evidenciaron esa carencia de tablas. Y no pasa nada. La industria musical no necesita tanto artistas con buen directo, sino más bien propuestas sofisticadamente producidas y con una eficaz promoción detrás, que enganchen con el público. Si ya sintonizan con los temas del momento, tanto mejor.
Desde el debate surgido en torno al empleo del autotune en la música urbana esta cuestión alcanzó una gran visibilidad. Pero Eurovisión no es exactamente la industria musical. Es un OT a lo grande donde lo único en directo, la voz, al menos ha de sonar bien por respeto al enorme despliegue que implica. Lo sucedido con Nebulossa es muy parecido a la historia de Rigoberta Bandini en 2022. Pese a diseñar un número audiovisual excelente, insólito incluso, la inseguridad de su rostro se plasmó en los pocos primeros planos de la realización y su voz falló en varios momentos. Todo lo contrario al poderío que “sirvió” Chanel con un tema mucho menos sofisticado musicalmente. Pero gracias a cómo lo vendió y transmitió, aduciendo su experiencia en el teatro musical, acabó llegando a toda Europa y Australia. Todo ello con muy pocos elementos, apenas un juego de luces y un cuerpo de baile. Y lo que es más significativo: acabó llegando a los mismos eurofán que tanto la vilipendiaron al ser elegida ganadora en detrimento de Bandini y las Tanxugeiras. Esos mismos eurofán ahora la adoran. Por supuesto, ella en su momento también fue tildada de, como mínimo, “Zorra”.
Con el problema que acabo de plantear quisiera resaltar que, para traspasar nuestras fronteras (resto de Europa, Australia y el mundo entero) no solo es preciso que todo el armazón esté listo (una letra y una música, como es este el caso, muy dignas dentro de los cánones del pop), sino que, ante todo, sea transmitido. “El medio es el mensaje”, decía Marshall McLuhan. Por este motivo, debemos apuntar que el mensaje de momento no se ha transmitido con el mejor de los medios. En Benidorm “Zorra” ganó, pero en una final muy reñida donde no había nada escrito hasta el final. Tampoco ningún favorito que levantara demasiadas pasiones. Aún queda, de hecho, lo más decisivo, y si el tema pretende suscitar ese teórico empoderamiento que tantos ven en la composición, aún está por ver una vez llegue a Malmö. Así mismo, es preciso cuidar la promoción, no solo en los conciertos sino en las ruedas de prensa que el conjunto dará por diversos países. Pero ni María Bas ni Mark Dasousa se defienden en inglés, precisando de un intérprete en todo momento. Todos estos factores influirán en la posición en la que finalmente Nebulossa quede, y ese resultado marcará la trascendencia de la propuesta.
Las cosas hubieran sido muy distintas de no haber ganado “Zorra” el Benidorm Fest. Incluso mejores, asegurándose una trayectoria a nivel nacional algo menos arriesgada. No ganar la competición local, en efecto, ha dado buenos resultados en las carreras de Bandini, Tanxugueiras o Vicco (parece que también a St. Pedro o Angy). Pero ganarlo es una gran responsabilidad, para bien y para mal. Chanel, de hecho, sufrió una intensa campaña de odio en nuestro país, pero al conseguir el tercer puesto en 2022, regresó a España como una heroína nacional. La Casa Real la felicitó y gran parte del mismo público que la vilipendió, ahora la aclama. Acaba de publicar su primer disco. Pastora Soler y Ruth Lorenzo llegaron a sus respectivas ediciones con pocas expectativas, en momentos muy bajos de popularidad, pero sus entonces excelentes resultados han relanzado sus carreras. Sin embargo, como ocurrió con Blanca Paloma el año pasado, si finalmente el tema no convence en Eurovisión, por mucho que sea querido en casa, caerá en la ignominia. Tristemente, y pese a la gran calidad de su propuesta, su puesto en la competición acabó eclipsando el gran trabajo desarrollado por la alicantina, y quién sabe, también su carrera. A Remedios Amaya también le ocurrió, y solo después de muchos años conseguirá volver a la industria discográfica. Por lo pronto, Blanca Paloma no ha sido invitada a cantar en el Benidorm este año.
La única ventaja del dúo Nebulossa al respecto es que, como ellos mismos han dicho, precisamente a estas alturas de la película, saben cuáles son sus “limitaciones”. Lo importante para ellos es enviar el mensaje, más allá de ganar o perder. Tal y como trata la industria a las personas de mayor edad, puede que, en efecto, no tengan tanto que ganar o perder. Y quizás sea importante centrar la atención también en ese tema, el tema de la edad, en una sociedad cada vez más envejecida pero que, paradójicamente, deja atrás sistemáticamente a sus mayores, considerándolos no aptos, no válidos. Que además sea una mujer mayor quien lidere el mensaje de esta canción teniendo en cuenta cómo la brecha de género se potencia con la edad, es sin duda un golpe sobre la mesa. Ojalá ese golpe sea dado de la manera más precisa y certera posible en Malmö.
En suma, aún celebrando la gran calidad de la composición, son tres las cuestiones que quisiera señalar para cerrar esta reflexión. Primera, la dimensión personal de la canción. Esto es, la experiencia de la propia cantante al recibir un insulto y no tanto la extrapolación a todas las mujeres y su hipotético empoderamiento. Segunda, la potencialidad de su ejecución. Toda propuesta creativa o artística en definitiva, expresa su contenido a través de una forma (de lo contrario, esta sería una proposición meramente informativa). En este caso, la ejecución de “Zorra” presenta ciertas carencias para el contexto al que va dirigida. Tercera, la recepción del tema, aún en construcción y que se forjará a través de la narrativa que se promueva durante los meses que quedan de promoción. El resultado obtenido, finalmente, decidirá si esta tentativa resignificadora será algo más que una tentativa. Mientras tanto, disfrutemos zorreando. “El feminismo es divertido”.
Nacido en 1965 en Hamburgo, el director Matthias Glasner ha confeccionado no solo una de las mejores películas alemanas de este siglo, sino en términos más genéricos una obra maestra del cine alemán contemporáneo.
Alemania ha adolecido desde hace quince años de esa gran película de primerísimo nivel, desde que Das Weisse Band (La Cinta Blanca) ganara la Palma de Oro en Cannes en 2009. En el caso de la Berlinale, habría que irse más atrás todavía cuando en 2004 Fatih Akin se alzó con el Oso de Oro por la visceral Gegen die Wand (Contra la pared). Y es que, en esa primera década del nuevo siglo, el cine germano también nos dejó obras de la talla de Der Untergang (El Hundimiento, 2004), Das Leben der anderen (La vida de los Otros, 2006) o Die Welle (La ola, 2008). Más recientemente, hemos visto excelentes películas como Kreuzweg (2014), Western (2017) o Sin novedad en el frente (2022).
Mención aparte requiere Christian Petzold, el único director alemán que se ha mantenido constante durante todo este tiempo. Las absorbentes fábulas y “no lugares” del abanderado de la Berliner Schule han tenido en Nina Hoss primero y en Paula Beer después a esa figura magnética al servicio que cada historia requería.
Pero esa gran obra, esa con la suficiente complejidad y fuerza que aguantara el peso del tiempo, no terminaba de llegar. Del relato de Haneke acerca del origen del mal había llovido mucho, demasiado.
Lars Eidinger, el hijo
Sterben (morir) es una tragicomedia episódica dividida en cinco capítulos y un epílogo, centrados en los miembros de la familia Lunies: Tom, Lissy, Ellen y Gerd.
Tom, personaje principal y que atraviesa todos los episodios, es un director de orquesta interpretado por el berlinés Lars Eidinger, demasiado atareado entre el trabajo, su vida privada y los problemas de salud de sus padres (Lissy y Gerd). A principio de la película, una llamada interrumpe el ensayo de Tom y correrá a casa de sus padres, donde su madre Lissy (Corinna Harfouch) ha tenido un percance debido a su cáncer e insuficiencia renal, mientras que la demencia del padre requiere asistencia profesional. La llamada procede de una abnegada cuidadora y amiga de la familia, quien permanecerá a su lado en el hospital.
Tom vuelve al trabajo y retoma los ensayos ante el inminente estreno de “Sterben”, una composición musical creada por su viejo y mejor amigo Bernard, que es depresivo. Esta es la presentación y tres de los miembros de la familia darán nombre a tres episodios, quedando dos para conceptos universales y finalmente el epílogo. Porque las tres horas de Sterben van más allá de ancianos con enfermedades terminales y descendientes conflictuados. Si del drama a la comedia hay un paso y viceversa, en Sterben se interrelacionan mediante una armonía musical que va construyendo un panóptico, el de una saga familiar disfuncional.
Será saga porque no solo habrá muertes, sino también nacimientos. Por inabarcable que parezca, el filme de Glasner es honesto y auténtico, carente de esa romantización de la tragedia que atraviesa muchas de las películas contemporáneas que afrontan el proceso de morir. El logro lo encontramos en sus raíces autobiográficas, ya que Sterben nace de la reciente experiencia del propio director al ir viendo apagarse a sus propios padres con el paso del tiempo.
Corinna Harfouch, la madre
Divertida, triste y por momentos conmovedora, su humor negro está impregnado de la frialdad intrínseca alemana, que suele golpear por sorpresa al intercalar vergüenza ajena y una gran incorrección. Esta mezcla de tragedia y comicidad deviene en un excelente estudio de personajes gracias al tiempo que les ofrece Glasner: empezamosa entender cómo y quiénes somos con un esperpéntico desfile de gags a modo de meditación, que nos invita a la reflexión sobre los grandes temas de la vida y tras ella, la muerte de cada persona.
Y en la muerte puede caber, como el cine nos ha enseñado, la poesía. Un morir en particular parece tocado con la varita mágica cuando le llega el turno a Gerd, el padre de Tom. Porque Glasner vislumbra la poética tarkovskiana en una larga secuencia donde asistimos a sus últimos suspiros. En un encuadre simétrico, a medida que los intervalos entre exhalaciones se incrementan, la cámara se aleja muy lentamente a la vez que -casi imperceptiblemente- la luz de la habitación se apaga.
Mientras tanto se enciende la música, que goza de un enorme protagonismo. Sterben es el título de la pieza musical que ensaya Tom y, al igual que en TÁR, atenderemos a su estreno en la majestuosa Filarmónica de Berlín, además de escuchar ensayos y vinilos en las respectivas casas.
Lilith Stangenberg, la hija
Y dejaremos la música clásica cuando llega el episodio de Ellen. El personaje interpretado por Lilith Stangenberg trabaja como asistente en una clínica dental y desarrollará un romance con su jefe, encarnado por Ronald Zehrfeld. Aquellos que sigan el cine alemán se percatarán de la magnitud del reparto de la película. Presentada como la oveja descarriada de una familia con la que apenas tiene contacto, la actriz que se dio a conocer con Wild en 2016 aporta a Sterben ese exceso que es sinónimo de éxito en el cine actual. Un exceso que, por supuesto, no huye de la escatología o de conversaciones sobre penes grandes.
Es el episodio del punk y del rock de una mujer que vive la vida con extrema intensidad. Su tendencia a la autodestrucción nos recuerda irremediablemente a los protagonistas de Gegen die Wand y su escalada hacia el escándalo. Ellen tratará de arrastrar a su jefe Sebastian a un desenfreno que evoca el espíritu de la película de Fatih Akin.
Ni los excesos, desgracias interpersonales o tragedia existencial con las que Glasner ha cargado su guión terminan finalmente en una dirección determinada. Se diría que la película reniega de aspirar a un estatus bigger than life, ni siquiera bigger tan death, probablemente porque, naciendo de su propia experiencia familiar, el pudor le impidiera al director sermonear al público sobre nada. Mucho mejor es tratarlo con humor.
Glasner se presentó en la Berlinale con una sinfonía aventurera que arroja casi todo lo que una película llamada Morir puede arrojar. Esta obra gigantesca de 183 minutos tiene tantas escenas memorables que se podrían escribir varios artículos sobre ellas, pero este artículo ha llegado a su epílogo y ese es el trailer de Sterben:
Nos sentimos como unos padres a quienes se les prohíbe ver a su hijo recién nacido, nos han prohibido ver nuestra película con ustedes en Berlín, una película que trata sobre el amor, sobre la vida y también sobre la libertad, un tesoro perdido en nuestro país. Estamos tristes y cansados. Durante años, los cineastas iraníes han estado haciendo películas bajo reglas restrictivas, obedeciendo líneas rojas que, cuando se cruzan, llevan a años de suspensión, prohibición y juicios. Es una situación tan deplorable que la realidad en nuestro cine muchas veces se pierde u oscurece por la censura.
Hemos decidido esta vez cruzar todas las líneas rojas restrictivas y aceptar las consecuencias de nuestra elección de pintar una imagen real de las mujeres iraníes, imágenes que han estado prohibidas en nuestro cine desde hace cuarenta años. No queremos contar la historia de una mujer iraní teniendo que obedecer leyes como la obligatoriedad del hijab. Por eso, MY FAVOURITE CAKE es una alabanza a la vida y una historia basada en la realidad de la vida cotidiana de las mujeres de clase media en Irán, una mirada cercana a la soledad de una mujer al entrar en sus años dorados. Una realidad que pocas veces ha sido contada.
Esperamos que llegue el día en que podamos mostrar esta película en Irán y dedicamos con orgullo nuestra proyección en la Berlinale a las mujeres valientes de nuestro país, que se han puesto en primera línea de la lucha por el cambio social, que intentan derribar los muros de creencias obsoletas y que sacrifican sus vidas para alcanzar la libertad.
Con amor desde Teherán,
Maryam Moghaddam y Behtash Sanaeeha
La actriz Lily Farhadpour, protagonista de My favourite cake (Mi pastel favorito), leyó tan sentido mensaje tras la inauguración de la película en el Berlinale Palast, un mensaje enviado desde Teherán por los directores del filme. El gobierno de Irán les había retirado los pasaportes, prohibido la salida del país y actualmente están a la espera de un proceso judicial. Una hermosa foto de ambos presidia la rueda de prensa en su honor.
Esta situación no es por desgracia nueva. En 2015 la fantástica Taxi de Jafar Panahi se alzó con el Oso de Oro en la Berlinale y cinco años después Mohammad Rasoulof logró la misma suerte por la majestuosa There is no Evil. Ninguno de los dos pudo asistir al festival, el primero por la prohibición de viajar durante 20 años y el segundo por enfrentarse a una sentencia de prisión. Dados los precedentes, My Favourite Cake podría ser la gran ganadora de la presente edición porque, más allá del evidente factor político, también es una película excelente.
Mahin acaba de cumplir 70 años y vive sola desde la muerte de su marido hace tres décadas. Tanto su hija como sus nietos hace tiempo que marcharon a Europa y sus amigas viven en la otra punta de Teherán. De esta manera, My Favourite Cake nos muestra la triste rutina de Mahin, quien solo sale de casa para ir a hacer la compra y regar las plantas de su jardín. Tras un año sin verse, sus viejas amigas deciden reunirse y disfrutan juntas de una apetitosa comida plagada de buen humor, donde la enumeración de las dolencias y achaques dan paso a divertidas bromas subidas de tono. Entonces, en un momento determinado la más vivaracha del grupo comenta su reciente flirteó furtivo con un señor apuesto, tras fijarse que no llevaba anillo. Esta anécdota despierta una chispa en el corazón de Mahin, ¿sería posible encontrar un nuevo amor a su edad? Y así, de un día para otro, la mujer comienza a cambiar sus rutinas con un objetivo en mente: conocer a un hombre.
My favourite cake reflexiona sobre la soledad, la pérdida y la vejez, pero también sobre el amor y cómo éste puede ayudar a sobreponerse a los problemas de la sociedad iraní. Y lo hace con una película de una comicidad y ternura adorables que ofrece luz con el personaje de Mahin, quien está ahora visitando un parque en busca de un hombre, pero se topa con un grupo de chicas jóvenes que están siendo detenidas. La Policía de la Moral es una fuerza de seguridad iraní que vela por el cumplimiento de las leyes del código de vestimenta islámico en espacios públicos. Con enorme valentía nuestra heroína se enfrenta a los policías y consigue salvar a una de las chicas, cuya hijab no cubría completamente su cabello.
La tenacidad de Mahin no conoce límites y conseguirá dando sus frutos en un restaurante cuando conoce a Esmail, un hombre afable y soltero de su edad que trabaja como taxista. La película nos lleva a una fase tierna y divertida por partes iguales, contemplando el inicio de un romance donde Mahin le ofrecerá a Esmail hornearle su pastel favorito. El actor que interpreta al taxista, que se llama también Esmail, reivindicó en rueda de prensa aquello de que el amor no tiene edad, ni para amar, sentir excitación física y redescubrir el Joie de Vivre, sobreponiéndose a la soledad en la que tanta gente mayor vive. Desde la Revolución Islámica de 1979 abunda en el cine iraní una castidad donde ver a una pareja agarrarse de la mano resulta peregrino, donde las mujeres se van a la cama con la hijab puesta o donde no se consume una sola gota de alcohol. La absurdidad de todo esto queda reflejada en la libertad de My Favourite Cake, una película donde la gente se comporta en la intimidad igual que en la vida real, rompiendo preceptos de una falsa realidad iraní provocada por la censura en su cine.
El romance entre Mahin y Esmail es un canto lleno de cariño que dialoga con esperanza y autenticidad con tantas otras historias de vida similares de muchas personas solitarias en este planeta. Y que nos recuerda la importancia de saborear los momentos breves y dulces de la vida, como puede ser cocinar un pastel.
Nada nos advertía del caos que azotaría al espectador. Por un lado, la arriba visible foto promocional de La Cocina nos evoca un amor complejo con una carga poética. Por el otro, los primeros minutos de la película nos conducen por los entresijos de la inmigración ilegal en Estados Unidos con en un espléndido trabajo de contención y una lograda atmósfera de thriller. A partir de aquí, Ruizpalacios se encargará de dinamitar la película y entregar al gran público lo que más le gusta: el exceso.
Estela -interpretada notablemente por la debutante Anna Díaz – es una joven mexicana de diecinueve años recién llegada a Manhattan, en busca de trabajo en un turístico restaurante. Su enchufe – o vía de acceso- es el también mexicano Pedro, el chef de cocina, a quien da vida Raúl Briones. La atención se alternará entre ellos y Julia (Rooney Mara), una camarera estadounidense. Partiendo con estos personajes, el director Alonso Ruizpalacios inicia un paulatino in crescendo de frenetismo y caos reinante en la cocina, donde carreras y gritos se suceden para dar salida a una ingente cantidad de comida. Entre medias sucede la pérdida del dinero de una de las cajas, lo que aprovecha el dueño del restaurante para iniciar una investigación orientada a atemorizar a los trabajadores.
La Cocina tiene un fuerte componente de crítica social, dado que la mayoría de los empleados se advierten atrapados: son inmigrantes que se dejan la piel durante años con horarios interminables, esperando como recompensa a su esfuerzo una prometida regularización en el país. Esto y nada impide que la película sea tambien percibida como comedia, pues abunda (todo en la película es abundante) el humor.
Decía Ruizpalacios en rueda de prensa que se inspiró en dos fuentes: en una obra de teatro de los años 50 que transporta a la actualidad y en su propia experiencia de joven trabajando en una cocina. Y uno advierte la clara influencia teatral en la película, en tanto a las coreografías (una de ellas es un soberbio, complejo y larguísimo plano secuencia) y entrada y salida de personajes se refiere. En un momento determinado, un compañero de la prensa mencionó la masculinidad tóxica, preguntando al director y al actor principal acerca del comportamiento abiertamente machista que mantienen los hombres (en especial el jefe de cocina), a través no solo del lenguaje sino también mediante la violencia física. Y otro dato que no es menor es el silencio que guardan muchas camareras cuando reciben comentarios fuera de sitio. Pero todo parece impregnado por un tono de humor. El realizador mexicano se remitió a la inexistencia del término “masculinidad tóxica” en los años 50 y a su propia experiencia laboral, aludiendo que en una cocina los códigos de conducta no existen como en el mundo exterior, sino que todo se rige por un estricto sistema de jerarquías y castas que nunca se cruza.
El otro aludido, Raúl Briones, nos ofreció una de las mejores respuestas del festival: “Mi personaje en esta película fue el gran tema para mí. Soy una persona no binaria y el rodaje llegó a mitad de mi transición. Pese a mi rostro hermoso, siempre he tenido papeles de hombres duros, fuertes, malvados, asesinos, etc. y entonces me dí cuenta de que era por la energía que proyectaba. Pedro es un hombre autodestructivo que siente que debe defenderse con violencia y se sacrifica para reconstruirse en base a unas premisas asociadas a la masculinidad: ser un líder, el que controla los fogones y tener una presencia física imponente. Cuando terminó el rodaje y llegué a casa destrozado (incluyendo un dedo roto y la espalda desecha) me preguntaba sobre el precio que pagó Pedro por “ser un hombre” y llegué a una conclusión: algo tiene que cambiar en la construcción de la masculinidad y sus premisas, de lo contrario nos convertiremos en nuestros propios enemigos.”
Entre un embarazo por aquí, otros insultos por allá y la investigación en curso sobre el dinero robado, la película se toma licencias poéticas y existencialistas, como cuando llega la hora de la pausa del trabajo. Toca hablar de los sueños y la película lo hace buscando el cielo de Nueva York, con panelados lentos sobre los inmigrantes que tratan de evocar lo trascendente y lo lírico, coronados por una perorata lacrimógena de uno de los cocineros y contra rematado con un chiste fácil. Hay un despliegue interminable de elementos del cine más comercial (incluyendo giros de guion, el abrazo del cliché y una relación de desamor) que alternan escenas supuestamente elevadas. A la pregunta de la decisión de usar el blanco y negro la respuesta del director era clara: la cocina es un mundo donde parece que el tiempo no existe. Traducido, buscaba la poética de lo atemporal y epatar al espectador.
Tras la escatología descontrolada y la supuesta Frankenstein feminista llega el caos culinario coreografiado: en su primera coproducción con Estados Unidos, Ruizpalacios da el salto hacia el camino del exceso. La Cocina aprieta teclas similares a Triangle of Sadness de Ostlund y Poor Things de Lanthimos, teclas que parecen ser sinónimo de éxito. Además del exceso, coinciden los tres en la exposición de personajes muy estereotipados hasta el límite que los acerque a una realidad cómica. La Cocina es una película destinada (y diseñada) a triunfar tanto en salas de cine como en la plataforma que apueste por ella (muy probablemente Netflix). Y de seguro a recoger premios en festivales incluyendo el de Berlín, pues Ruizpalacios salió de aquí con algún premio en sus tres obras anteriores. Con su cuarto largometraje, el director avanza a la casilla de salida de Hollywood, entregado a un cine espectáculo al igual que Ostlund y Lanthimos, quienes ganaron uno en Cannes y el otro en Venecia el premio a mejor película. De conseguir el mexicano correr la misma suerte en la Berlinale, significaría que el último bastión del llamado Big Three también cayó: el cine del exceso y el éxito programado venció finalmente a otro más audaz y desafiante, ese otro que históricamente se ha alzado con el Oso de Oro en la capital alemana.
Un cuerpo que paraliza, un hecho que precede la investidura del shock y la inercia de la prohibición como herramienta aniquiladora de nuestra elección y sentir vital. El miedo, el dolor y el ideal como constructo que alcanzar se instaura en nuestros cuerpos, traumatizan nuestra materia para volverla moldeable a la norma. ¿Es la consciencia corporal e identitaria una forma de autosabotear el dolor impuesto?, ¿cómo podemos desprendernos de la lógica cisheteronormativa si se ha alojado en nuestra reproducción gestual cotidiana?, ¿cómo se reproduce el dolor de la prohibición en nuestras prácticas y cómo configura nuestro desarrollo discursivo del propio “yo”?
Retomando las ideas de Freud en cuanto al dolor como condición previa para el autoconocimiento de nuestro “yo” y la formulación del descubrimiento de nuestro cuerpo1, entendiendo que el dolor y el miedo son a priori dos cuestiones diferenciadas por campos de acción cercanos pero lejanos. El miedo, provocado por la instalación de la inseguridad inmaterial -aunque a veces se torne a pura materialidad-, envenena el cuerpo mediante síntomas circundados por el dolor. Constituye el espacio, el tiempo y las prácticas desarrolladas desde el intento de la preservación identitaria. Tal como señala la querida Sara Ahmed, no es tanto una cuestión material y tangible, sino que el miedo puede aparecerse en forma de impresión, de incertidumbre, de prohibición. Hablamos de actitudes normalizadas como consecuencia de estrategias dictatoriales de represión que el orden heteronormativo siembra en nuestra vidas y, por ende, en nuestros cuerpos:
“el miedo está hecho para contener el cuerpo de lxs otrxs”.2
En este sentido, creo que la norma sexual es un paradigma que se materializa a través de nuestros cuerpos, por lo que no se objetualiza de forma individual, concreta y visible sino que la reproducimos de forma inconsciente en nuestras propias prácticas. No obstante, ¿cómo se edifica la materialidad cultural de nuestros cuerpos?, ¿en qué medida la identidad se vuelve dolor y el dolor se formula como miedo para acabar en prohibición inconsciente? Desde el campo de cuerpos e identidades que se alejan de la norma, es común entender el miedo como experiencia corporeizada3, siendo la prohibición y la parálisis corporal los síntomas primigenios de dicha materialización del miedo -al menos, en mi caso-. Estas cuestiones afectan directamente a la reproducción y consolidación de nuestro “yo” identitario, provocando que estemos construidas bajo condicionantes que oprimen nuestros deseos sexuales, identitarios y de expresión. Bajo esta idea, entender cómo se construye nuestras prácticas y nuestra materialidad corporeizada es fundamental para poder politizar el cuerpo traumatizado -en términos de Adriana Cavarero- y construir narrativas alternativas a la impuesta… De esta forma, entendiendo la identidad como una construcción social y cultural que nunca se posiciona en un estado inmóvil, vemos cómo se destruye y se edifica como quiere, como le (nos) apetece… Como cooperadoras de este sistema por habitar el suelo que el régimen organiza, creo que identificar nuestra identidad nos puede llevar a estrategias de actuación colectiva... ¿En qué medida mi disidencia responde a singularidades y patrones que interesan al sistema?, ¿apelo desde la inconsciencia al ideal de familia y a la consolidación de un vínculo monógamo como reafirmación de esa heteronorma desde la inercia gestual?, ¿qué atisbos puedo identificar del ideal de familia normativa en mi búsqueda identitaria?, ¿y si me interesa la comodidad?, ¿y si no quiero politizar ni identificar?
La Radical Gai, Madrid. Imagen de archivo «El eje del mal es heterosexual» del Museo Reina Sofía de Madrid.
Desde los espacios activistas queer, la politización de la rabia, el miedo y el dolor es una práctica y herramienta común para el entendimiento de nuestras propias narraciones. Algo así como sanarnos a través de la política, de la reivindicación y de la teorización comunitaria. Nuestras experiencias, nuestros cuerpos y nuestras identidades son territorios de subversión, la mera subsistencia supone un posicionamiento concreto que se aleja de la neutralidad de hallarse. No existe diferenciación entre ser y acción, puesto que el ser supone de por sí un ser-para-otro, leído y enjuiciado por la mirada de lxs otrxs, siendo casi una amenaza para la tradicional “política global”. Esto me lleva a pensar, ¿en qué medida nos conforma la mirada y cómo performamos ante la violencia?, ¿mi disidencia responde a unos patrones que se han normalizado dentro de la comunidad?, ¿mi cuerpo define mi lesbianismo -en mi caso- o es un error de identificación ajena?…
La creación de espacios donde podamos crear relatos alternativos desde la comprensión corporativa es una estrategia y/o herramienta capital para desprendernos del miedo a la vida. Un miedo que circunda nuestros cuerpos al no cumplir con lo dictado, a no ser nunca suficientes para nada ni nadie. No se trata solo de cuerpos adoctrinados, sino de identidades escondidas, de acciones prohibidas, de miedos anclados a lo matérico por el dolor instaurado. Tal como indica Sara Ahmed en el capítulo Sentimientos Queer, de su trabajo Política cultural de las emociones:
Una fenomenología queer podría ofrecer un enfoque sobre la «orientación sexual» al repensar el lugar del objeto en el deseo sexual, prestando atención a la manera en que la dirección que toman los cuerpos «hacia» algunos objetos y no otros, afecta la manera en que los cuerpos habitan los espacios y los espacios habitan los cuerpos. (Ahmed. 2004:223). 4
Sin tener respuestas sólidas para absolutamente nada, lo único que tengo claro es que nuestra identidad es política, nuestro cuerpo es política y nuestras prácticas pueden o no ser política. Así como la deconstrucción de nuestro deseo como condición fundamental para la politización de nuestro-estar es el primer paso para alejarnos del dolor a la norma impuesta sobre nuestra materialización corporeizada. Desde lo que somos, actuar.
Raras y monstruosas. Exaltar nuestra disidencia frente al régimen. Dejar únicamente de existir para hacernos notar, ocupar, molestar. No me interesa vivir el dolor desde la ausencia a la representación, no me interesa seguir viviendo influenciadas por las clásicas narrativas teóricas y académicas que exponen nuestra identidad queer desde el miedo y la contemplación continuada a la vida.
No somos teoría, somos cuerpos -y esto es lo que duele-.
#Imagen portada: Cabello/Carceller. Lo que puede un cuerpo. (2022). Ciclo audiovisual – HER Feminist Festival. Centro de la Cultura Audiovisual, CCA Gran Canaria.
Freud hace referencia a que el desarrollo de la subjetividad de nuestro “yo” nace de las sensaciones corporales. Algo así como “una proyección mental de la superficie del cuerpo”. Freud, S. (1961). The ego and the ID and other works. ↩︎
Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. UNAM (UNIV.NACIONAL AUTONOMA MEXICO). ↩︎