Lo que se esconde tras el oso y bajo la alfombra: comienza la 68. Berlinale

Lo que se esconde tras el oso y bajo la alfombra: comienza la 68. Berlinale

                                                                                                      © Internationale Filmfestspiele Berlin / Velvet Creative Office

Anoche soñé que volvía a Manderley. Me encontraba ante la verja, pero no podía entrar, porque el camino estaba cerrado. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí poseída por un poder sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que se alzaba ante mí. El camino iba serpenteando, retorcido y tortuoso como siempre. Pero a medida que avanzaba, me di cuenta del cambio que se había operado: la naturaleza había vuelto a lo que fue suyo y, poco a poco, se había posesionado del camino con sus tenaces dedos. El pobre hilillo que había sido nuestro camino avanzaba y, finalmente, allí estaba Manderley. Manderley, reservado y silencioso.   (Rebecca, 1951)

335.000 entradas vendidas, 500.000 visitantes, 1085 proyecciones, 20.000 profesionales acreditados de 127 países, 9.000.000.000 de lectores potenciales online…son números de la Berlinale 2017. Con un incremento en la venta de entradas de casi un 50% en la última década, el festival engorda acorde a la expansión de la ciudad.

Pero ¿qué hay detrás de unas cifras tan grandes como un oso berlinés y tan largas como la alfombra roja de Potsdamer Platz?

De dónde venimos

El 6 de junio de 1951, Hitchcock viajó con Joan Fontaine desde Manderley a Berlín, inaugurando con el film Rebecca la primera Berlinale de la historia. Como un viejo rico que no se ha olvidado de sus orígenes, el festival de público más grande del mundo rinde culto desde 1977 a sus clásicos en cada certamen. Así, detrás del glamour de la sección estrella Competition, encontraremos los Berlinale Classics, restauraciones en alta calidad de grandes clásicos –El Cielo sobre Berlín – o a la sección Retrospektive, que se centra este año en el cine de la República de Weimar, la historia de Alemania comprendida entre 1918 y 1933.

Donde estamos

Estamos en la innovación, en el atrevimiento y en la experimentación. Abundan los cortos, las películas heterodoxas y los formatos vanguardistas. Tenemos decenas de talleres, charlas, exposiciones y nuevas formas de interacción que se ramifican cada jornada por la ciudad, transformando el evento en un mastodóntico punto de encuentro para todos. El cine es una excusa para intentar explicar la realidad y reivindicar el derecho a que todos podamos expresarnos libremente. Por supuesto, siempre habrá gente que lo conciba como puro entretenimiento y eso está bien, faltaría más.

Estamos junto a quienes volverán a decir que el festival está politizado, porque esta edición vuelve a poner un foco potente en los refugiados y en las guerras. Asimismo, es alta la presencia de películas africanas, de protagonistas homosexuales y transgénero, de filmes en un sinfín de lenguas, como farsi, quechua o gallego, de sexo explícito e incluso una que toca el canibalismo. La diversidad es fundamental para que el amor gane terreno al odio. Para que el conocimiento se imponga a la ignorancia. Básicamente de eso se trata todo esto. De amplitud de miras. La Berlinale intenta generar conciencia y deconstruir el lenguaje: hablar de temática social, sexual o política es quedarse corto. Se habla de la realidad. Y los cientos de formas que ésta toma tienen visibilidad durante diez días en la capital alemana, en un total de 385 producciones, entre largometrajes, cortos y documentales.

También estamos en la época de la búsqueda de espacio y la contraprogramación. Paralelamente a la Berlinale, durante exactamente las mismas fechas, confluyen dos peculiares festivales: Woche der Kritik, donde críticos de cine y cineastas debaten sobre el cine de autor antes de cada película, y la Boddinale, con películas, conciertos y fiestas de acceso gratuito en el R.A.W, la zona de arte urbano más alternativa de la ciudad y un hervidero de cultura callejera.

Y por supuesto estamos en el #metoo y el speak up, en unos meses históricos cuya dimensión alcanzaremos a valorar pasado un tiempo. Donde cada vez más mujeres se atreven a denunciar a sus agresores, el cine da ahora un paso de gigante. Berlín es tan pionera que ha instalado una asesoría para asistentes al festival, una asesoría para aquellas que se hayan sentido violentadas o abusadas durante el transcurso del mismo.

Adónde vamos

Nos encaminamos a una Berlinale, no muy lejana, en la que el festival lo abrirá un corto, un clásico de los sesenta remasterizado por su aniversario o, quien sabe, un mediometraje grabado enteramente con un iPhone. A un futuro donde Netflix no es el enemigo sino un aliado. Los directores de la exitosa serie Dark charlaran en Berlín sobre el making of y los secretos de una de las series de moda.

Y, por último, vamos hacia el final de una era. El año que viene concluye el contrato de Dieter Kosslick, director de la Berlinale durante los últimos 17 años, el periodo de mayor expansión y éxito del festival. Una comisión de expertos trabaja desde hace meses en la búsqueda de un sucesor. Para ser sinceros, en Berlín se respira melancolía y miedo en el ambiente. El listón está muy alto. Pero hasta entonces, hasta que pase o no todo esto, nos permitiremos disfrutar de esta edición, del presente. Y ser valientes y temerarios, tratando de apartar al oso de la alfombra roja y mirar la realidad, esa otra que hay debajo.

Algunos nombres a seguir en la Berlinale 2018

El prolífico y polifacético Williem Dafoe (Platoon, Arde Misissippi, La última tentación de Cristo) será galardonado con un Oso de Oro honorífico por su trayectoria.

Nuestra Carla Simón -que nos llevará a los Oscar con Verano 1993– será cabeza de cartel en una charla pública dentro de la sección Berlinale Talents, donde expondrá sus estrategias para poner de nuevo en boga al cine de autor. Dicha sección reúne a 250 jóvenes cineastas en Berlín, procedentes de 81 países y con amplia mayoría femenina.

Kim Ki Duk, que estrena una nueva película no apta para todos los estómagos: Human, Time, Space and Human. El director coreano nada como pez en el agua en la controversia y lo subversivo.

Nuestra Isabel Coixet con La Librería, recientemente multipremiada en los premios Goya. Pese a estar fuera de concurso por el Oso de Oro, la expectación entre el público es notable.

Y la miel para el postre con Lav Díaz, un extraño filipino que hace poesía en blanco y negro con películas kilométricas.Season of the Devil es su última obra, de «tan solo» cuatro horas. En la Berlinale 2016 estrenó una cinta de ocho. Cuatrocientos ochenta y seis minutos. El impacto de su duración, unido a unas imágenes que eran versos, le cambió el ADN a Meryl Streep, dicho literalmente.Nunca he escuchado una mejor definición del cine.

El llanto sordo. Sobre la última película de Fatih Akin «Aus dem Nichts».

El llanto sordo. Sobre la última película de Fatih Akin «Aus dem Nichts».

(Foto sacada de https://www.lichtspielkino.de/aus-dem-nichts/)

De la nada irrumpe en la vida de las personas la contingencia de la realidad, como una bomba, un ataque terrorista. La razón por la cual justamente una persona viene a ser víctima de una explosión es incomprensible y allí está lo más perturbador de todo el asunto. La maquinaria ideológica y la combinatoria de la contingencia que lleva a alguien a ser víctima de una tragedia se escapan de cualquier posibilidad de comprensión. La víctima se ve entonces en la tarea, en medio de su descontrol afectivo, de reestablecer un orden perdido, aunque sea en su propia cabeza, de reencontrar el estado en el que se encontraba antes del abrupto movimiento de las cosas; la víctima se encuentra frente a una tarea de inercia trágica. El drama individual de la pérdida, no solamente de los seres queridos sino de cualquier filiación con la realidad, es el tema de la última película de Fatih Akin Aus dem Nichts (De la nada).

La película retrata de cerca, demasiado de cerca quizás, los violentos sentimientos de Katja (Diane Kruger) al perder súbitamente a su marido turco Nuri (Numan Acar) y a su hijo Rocco en un ataque terrorista. El público participa de cerca, muy de cerca, del drama interno de Katja. En tres cuadros a manera de tríptico, la tragedia de Katja, desde el ataque pasando por la búsqueda de un entendimiento hasta la reparación de lo sucedido, adquiere una unidad perfecta. Se trata precisamente del retrato exhaustivo del dolor de la tragedia a carne viva, donde cualquier tipo de justicia se revela como la más ciega y sorda de todas. La justicia alemana, con su burocracia inhumana, se muestra impotente ante un dolor que sobrepasa cualquier posibilidad de reparación. Y he allí lo problemático de la película. La tragedia, llevada a la pantalla grande con ese amarillismo peculiar de Akin, solamente puede ser abordada como llanto sordo. La película muestra lo que ocurre en la cabeza de Katja y al mismo tiempo cómo el mundo se va evaporando en su mirada. El cuadro es, en suma, negro pero al mismo tiempo coherente, detallado y completo.

Fatih Akin es tal vez, con Werner Herzog, el director alemán más aclamando en el mundo hoy en día. Sus películas (recordemos Gegen die Wand (2004), Soul Kitchen (2009) o Tschick (2016)) tratan constantemente de la Alemania verdadera en la que las culturas se mezclan, la Alemania de la migración, la Alemania completa. Es de celebrar que justamente un director de descendencia turca sea quien represente a Alemania en el mundo y, dentro de Alemania, trate de desenredar ese drama intenso del conflicto entre distintas culturas. Sus películas investigan a los alemanes en sus afectos más explosivos; por medio de su exageración, su amarillismo, las películas de Akin son ensayos que penetran hasta el centro de la sociedad alemana. Aus dem Nichts es una película denunciatoria del terrorismo neonazi, pero sobre todo de una Alemania que se deshace en sus propias manos: no en vano es Diane Kruger (rubia, blanca y de ojos azules) quien sirve de termómetro de la tragedia. La Alemania en conflicto consigo misma es el otro gran tema de la película de Akin: no es el migrante la víctima, es todo el país.

El engranaje en el que se ve envuelta Katja es el de la contingencia: sus afectos no le pertenecen, tanto su deseo de venganza como su sentimiento de impotencia se le escapan de las manos. Katja pierde su individualidad y la violencia de la tragedia la expulsa al exterior. Katja deviene entonces exterioridad y se deshilacha. Una bomba explota desde dentro de sí misma.

Lo más admirable de la película es ese retrato detallado y, yo diría, antropológico del drama humano en el contexto actual: desde la nada, desde allí donde no entendemos, o nuestro entendimiento y nuestras fuerzas no alcanzan, desde aquella nada irrumpe entonces, como un sunami de horror, la realidad con sus millones de astillas.

Aus dem Nichts presenta, para terminar, la mejor actuación hasta el momento de Diane Kruger. Una actuación que promete una carrera aún más brillante que la que ya hemos visto de la actriz alemana. Solamente por disfrutar hora y media de Diane Kruger en su mejor momento, vale la pena ir a ver la película en grande, en la pantalla grande.

Handia o la insoportable (in)adaptabilidad del ser

Handia o la insoportable (in)adaptabilidad del ser

Cuando se termina la película, nadie se mueve de su asiento. La frágil música de Pascal Gaigne sigue sonando mientras por la pantalla pasan los títulos de crédito. Ninguno de los que hemos acudido al cine parece tener la intención de abandonar la sala.

Handia cuenta la historia de Miguel Joaquín Eleizegi Arteaga, que vivió entre 1818 y 1861, y su hermano Martín. Ambos nacieron en un caserío aislado en la montaña gipuzkoana, en el seno de una familia rural en la que un estómago más que alimentar sólo dejaba de ser un problema si venía acompañado por unos brazos que trabajaran duro desgranando el maíz y arando la tierra. Martín fue reclutado por el bando carlista para luchar en la guerra contra los liberales isabelinos, hecho que determina su vida psicológica y físicamente, al perder la movilidad de su brazo derecho y quedar incapacitado para el trabajo. Al volver de la guerra, Martín se encuentra con que él no es el único que ha cambiado. Su hermano pequeño Joaquín tampoco es el mismo. Durante los años que ha estado ausente, Joaquín ha crecido hasta superar los dos metros veinte de estatura. Y no dejará de hacerlo hasta el día de su muerte. A partir de entonces, pues, ante las dificultades de subsistencia en el caserío debidas a los cambios físicos de ambos hermanos, Martín, con la ayuda de un empresario de espectáculos, comienza a hacer de manager de su hermano, a quien expone por los teatros de toda Europa. Joaquín sólo mantendrá su nombre de pila dentro del núcleo familiar. El resto del mundo lo conocerá desde entonces como “el gigante de Alzo”.

Más allá de la fábula que late tras esta historia real, cuya excepcionalidad habría sido suficiente para dedicarle un largometraje, Jon Garaño y Aitor Arregi llevan a cabo con maestría una película llena de sensibilidad, emoción y delicadeza, que les sirve para ahondar en lo que hay de universal en la vida de todo ser humano. Y esa dimensión humana universal no es otra que la necesidad de adaptación de las personas al cambio y la tensión que se crea por la imposibilidad de hacerlo. El cambio no se elige. Es imparable, sucede poco a poco, sin aparente agresividad, sin que uno se dé cuenta. Pero el cambio es también un deseo que choca frontalmente con la realidad.

Las vidas de Martín (Joseba Usabiaga) y Joaquín (Eneko Sagardoy) representan esa tensión entre el Antiguo Régimen y el liberal, esa inevitabilidad del cambio histórico que cada uno vive atrapado en su propia realidad inmutable. Joaquín reza angustiado cada noche para que sus huesos dejen de crecer. “Que pare, que pare”, grita, pero su cuerpo no deja de crecer. Él sólo quiere que las cosas se queden como están, volver a Alzo, comprar el caserío con su hermano y vivir como siempre lo ha hecho, en paz. Martín, por su parte, no crece por fuera, pero sus ambiciones se hacen más y más grandes. Su cuerpo lisiado, sin embargo, refleja la imposibilidad de realizarse y de escapar de un destino que siempre le hace volver al inicio. Martín abraza el cambio, desea salir del caserío, hacer dinero a través de su hermano para irse a las Américas. Pero no puede. Día tras día, en su cama, Martín le pide a su brazo derecho que se mueva, pero no le hace caso. Una vez más la realidad se impone y los deseos no son más que voluntad irrealizable. Por mucho que Joaquín rece, no dejará de crecer. Por mucho que Martín sueñe, no dejará de ser un campesino manco que utiliza a su hermano porque él no puede trabajar. Y ambos personajes se nos presentan atrapados, evidenciando, por un lado, una tensión entre ellos y, por otro, la tensión más angustiosa, si cabe, de cada uno dentro de sí. Ambos deben adaptarse al cambio, pero ninguno es capaz de hacerlo. Uno, porque no lo desea; el otro, porque, aunque lo desee, quizá hasta demasiado, no lo logra.

Las propias imágenes de la película, con una fotografía exquisita, reflejan esta tensión: las montañas con su falso estatismo; el paisaje nevado, siempre igual y siempre distinto; el leitmotiv del lobo como figura desestabilizadora ante la que Joaquín se acobarda y que Martín abraza valiente; el caserío que aparece intermitentemente con su vida monótona y cíclica. Joaquín muere joven a causa de su enfermedad. Martín sigue vivo recordando las hazañas con su hermano, manteniendo viva la memoria y alimentando así lo que su vida pudo haber sido y no fue. Resignado como propietario del caserío familiar, sigue pidiéndole a su brazo derecho que se mueva. Los huesos de su hermano descansan en el terreno del caserío del que jamás quiso salir. Pero, cuando Martín va a enterrar en el mismo lugar a su padre, se da cuenta de que han desaparecido. No queda ni rastro de su hermano, sólo su recuerdo. “Inor ez da etengabe hazten”. Nadie crece eternamente.

Las luces de la sala se encienden y ya no queda otra que abandonarla, con la extraña sensación de no saber si se ha asistido a algo extraordinario o completamente familiar. Una vez en la calle, la lluvia sigue estando ahí. Nada parece haber cambiado. Habrá quien rece para que pare. Habrá quien implore que no pare jamás. Pero la lluvia cae ajena a nuestros deseos.

 

The Killing of a Sacred Deer y la justicia divina

The Killing of a Sacred Deer y la justicia divina

The Killing of a Sacred Deer (2017), la última obra del griego Yorgos Lanthimos, conocido por sus ya célebres Kynodontas (Dogtooth, 2009) o The Lobster (2015), es una cinta que, a pesar de que podría ser introducida como perteneciente al género del thriller psicológico, maximiza su inteligibilidad en cuanto se la analiza desde la perspectiva del experimento metafísico. Es decir, cuando se la entiende como uno de aquellos intentos (ensayos, juegos) de especulaciones contrafácticas, aquel terreno del «¿y si?» o del «imagina que…». Y no se trata de cualquier tipo de experimento, sino antes bien de uno muy particular que podríamos denominar un paracronismo. (más…)

‘Star Wars: Los Últimos Jedi’ La redención soñada

‘Star Wars: Los Últimos Jedi’ La redención soñada

Cuando muchos salimos hace un año de las salas de cine tras ver El Despertar de la Fuerza nos quedamos con la sensación de haber visto una especie de remake moderno de Una Nueva Esperanza. No cabe duda que hay un gran número de fanáticos de la saga que alaban esta cinta, pero es más un acto de fe ciega carente de visión objetiva que otra cosa. Para otros apasionados de este universo, como un servidor, el Episodio VII fue una tomadura de pelo organizada por un JJ Abrams con un ego como la Estrella de la Muerte, por lo que las esperanzas puestas en esta nueva entrega no eran demasiadas. ¡No podía estar más equivocado! Nos encontramos sin duda ante una de las mejores cintas de Star Wars, incluso con la capacidad de competir con la trilogía original y, por supuesto, dejando las precuelas por los suelos.

Finn (John Boyega), Rey (Daisy Ridley) y Rose Tico (Kelly Marie Tran)

Rian Johnson ha escrito y dirigido esta película demostrando que no es necesario ser George Lucas para saber contar historias de otra galaxia. El ritmo narrativo que nos ofrece nos hace navegar por un entramado de historias en paralelo perfectamente hiladas y que concluyen en la unión casi perfecta de las mismas. Los tiros de cámara empleados combinados con cambios de plano armoniosamente ejecutados, guiado todo ello por una banda sonora de John Williams de auténtico diez, crea una simbiosis rítmica que hace de las dos horas y media un viaje cinematográfico capaz de cortar la respiración. Johnson ha conseguido sacar minutos de tensión que logran que público grite de forma frenética, y no solo en una o dos ocasiones, sino que podemos vivir situaciones de verdadero clímax a lo largo de todo el metraje.

Como buena película de Star Wars que se precie, las batallas espaciales son un punto fundamental y de obligatorio cumplimiento. Ya pudimos ver un trabajo excelente de este apartado en Rouge One, en la que, por lo general, se disfrutó mucho de la Batalla de Scarif. Con esta referencia como base han hecho de este punto uno de los más impresionantes y destacables del Episodio VIII. Los planos secuencia de las naves, lo picados y contrapicados de los destructores, combinado todo ello con unos efectos visuales excelentes y la humanización de los pilotos (muy a lo Biggs Darklighter), consigue un paralelismo precioso de las batallas cinematográficas de la II Guerra Mundial que todos podemos recordar de películas clásicas.

Bombarderos de la Resistencia en el Episodio VIII

La dirección de fotografía se ha ejecutado de forma excelente, logrando en diversas ocasiones ser el personaje principal de las escenas. Junto a unos paisajes increíbles se puede disfrutar en gran medida de un uso del color exquisito, minucioso y muy simbólico, como podemos observar en la batalla final sobre el salar de Crait con el uso del blanco y del rojo como símil del lado oscuro y el luminoso.

La trama de la cinta da respuesta a gran número de incógnitas que surgieron en el capítulo anterior, siendo por tanto éste el eje central de la trilogía ya que tanto los personajes como la historia maduran y se consolidan, conformando un elenco más compacto y mejor posicionado en el universo de Star Wars. Aún así es destacable un punto no muy favorecedor en este apartado ya que se decidió, seguramente por parte de Johnson y Abrams (Productor Ejecutivo), dar a ciertos personajes principales (no diré cuales para evitar spoilers) un papel más insulso que el que tuvieron en el episodio anterior, lo cual, ya que gozaban de dos horas y media de película podían haber tratado de profundizar un poco más.

Deslizadores de la Resistencia en la Batalla de Crait

Como no todo puede ser positivo es necesario señalar que en Los Últimos Jedi se encuentra un uso del humor que no agrada a todo el mundo. Sí, es una película con una gran carga dramática y que tiene momentos de verdadera tensión, pero precisamente para cortar dicha tensión se ha recurrido en muchas ocasiones al humor. A veces está bien empleado y en otras ocasiones te saca totalmente de la historia, por lo que para futuras ocasiones deberían poner un filtro más duro a los chascarrillos infantiles. También se pueden ver algunos problemas de la trama en cuanto a la religión Jedi se refiere. No es que no lo trabaje bien en la película, es más, nos ofrece una visión de los maestros totalmente nueva y que no gustó mucho a algunos fans, pero el problema realmente importante es que no deja muy buen futurible para éstos; el nombre Los Últimos Jedi le viene al pelo.

Por desgracia el punto menos favorable se lo lleva la General Organa, mejor conocida como la Princesa Leia. Su actuación como no podría ser de otra forma es realmente extraordinaria. Carrie Fisher tenía la increíble capacidad de mostrar el tremendo dolor de su personaje mientras tiene la responsabilidad de comandar un ejercito, por lo que su trabajo es impecable. El problema no viene de su parte, más bien es responsabilidad del Johnson que no ha logrado hacer honor a Carrie, a pesar de que esta película va dedicada a ella. Una de las escenas más criticadas tiene como protagonista única a la princesa y por lo tanto la mayoría se quedarán con eso en vez de con la magnifica actuación que nos ha ofrecido antes de su muerte. Una lástima.

Estamos sin duda ante una de esas cintas que merece la pena ver más de una vez ya que cada pequeño detalle, personaje secundario y escenario nos ofrece tantos detalles que es imposible disfrutarlo todo en una única vez. También tenemos la suerte de que a la hora de crear a las diversas criaturas no han tirado tanto de CGI y han buscado más los animatronics, lo que dota de mucho más realismo a la película. Esperemos que este sea el camino que quiere seguir la franquicia y que los próximos episodios que vayan a ver la luz tengan el mismo aura que el Episodio VIII.

Blade Runner 2049: Replicando con honores al mito de los 80

Blade Runner 2049: Replicando con honores al mito de los 80

“- ¿Qué edad tengo?
– No lo sé.
– Nací el 10 de abril del 2017. ¿Cuánto voy a vivir?”

Ridley Scott dirigió en 1982 la mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos (con permiso de la leyenda de Metrópolis de Fritz Lang): Blade Runner. Los coches voladores, el humo continuo e interminable que salía de ninguna parte, los replicantes (que término tan genial) que se preguntaban sobre la vida y sobre su propia existencia, la estética neo-noir de una ciudad distópica oscura, muy oscura, como El Infierno del Jardín de las Delicias de El Bosco y sobre todo, la inolvidable banda sonora de  Vangelis, el compositor que dibuja los sueños electrónicos del universo: treinta y cinco años después de todo esto, uno de los mayores talentos del Hollywood actual, Denis Villeneuve (Arrival, Sicario, Prisioneros) se atrevió a tocar uno de los últimos mitos del cine libre de secuelas.

Como un mito no se entiende si no se pone en contexto, todo empezó en 1968 con la célebre novela de Philip K. Dick ¿Sueñan lo androides con ovejas eléctricas? Blade Runner (ambientada en el año 2019) se basa en el libro de manera libre, tomando a personajes y centro de la historia, pero desarrollándolos a placer. Es mucho más rica en matices que la novela, algo remarcable pues esto suele suceder como sabemos a la inversa. Pese a sus innumerables virtudes, aciertos y encantos (Oh, la mirada triste de la replicante Rachael), estética y banda sonora tenían un embrujo tan mágico que si le quitáramos todos los diálogos a la película- “Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo”- si siquiera se pronunciase una sola palabra, sería una película aún más fascinante. Un estilo y una música perfectos. Permitiríamos tan solo al final, quizás y eso sí, el celebérrimo epitafio del replicante Roy Batty.

Dennis Villeneuve (Quebec, 1967) es un outsider dentro de Hollywood. Otrora director de cine independiente en Canadá, realiza desde 2013 superproducciones americanas, pero conservando ese perfil bajo en sus películas, igual lo desorbitado que sea el presupuesto. Su siguiente proyecto conocido es nada menos que Dune, otro clásico ya llevado a la pantalla por un tal David Lynch en 1984. Será por osadía.

Blade Runner 2049 (a partir de ahora, simplemente 2049) imagina cual es la historia de la Tierra a treinta años vista, proyectando a futuro ese icónico universo propio que el libro inseminó y la película original parió. En este futuro hay ahora un modelo de replicante superior al anterior y, paradójicamente, estos nuevos modelos se encargan de retirar a los antiguos, por orden de la policía. Retirar, ¿una manera muy sutil de decir matar? No. Para que algo sea matado, debe previamente cumplir un requisito obligatorio: tener vida. Un replicante es un androide tremendamente evolucionado, un ser creado mediante ingeniería genética con piel humana y de apariencia casi imposible de distinguir, pero al fin y al cabo no es un ser humano. En el universo Blade Runner supura el anhelo por la vida natural, nacida, la envidia por lo auténtico en una Tierra decadente dominada ahora por lo artificial. Por vida artificial. La vida natural se puede matar, la artificial se retira. El lenguaje ha llegado a esa fase de desvirtuación, frio y calculador.

                                                                                           K

                                                               Nunca he retirado algo que haya nacido.

                                                                                       Joshi        

                                                                      ¿Y qué diferencia habría?

                                                                                          K            

                                                             Nacer significa tener alma, supongo.

Ryan Gosling interpreta a K, un replicante de última generación que ejerce de Blade Runner, esto es, un policía que busca y retira a replicantes considerados peligrosos o no deseados por el gobierno. Joshi (Robin Wright) es su jefa del departamento de policía. El film arranca, Hans Zimmer se pone el traje futurista y revive a las ondas cósmicas, empezando su homenaje particular a Vangelis. Mientras tanto Ridley Scott, ahora productor ejecutivo, sonríe. La primera misión del agente K es localizar y retirar a un replicante de modelo antiguo, uno que lleva treinta años apartado del mundo en una zona remota, es agricultor y vive de lo que cultiva. ¿Qué amenaza podría suponer para la sociedad? ¿Qué sociedad es esa? Jared Leto interpreta a Niander Wallace, el sucesor de Tyrell que ha continuado con el legado de la producción masiva de replicantes. Ejerce como Dios y creador, su personaje ve a estos individuos como el futuro de la humanidad, lo que es una perspectiva interesante y diferente, pues la mayoría percibe a los androides como simples esclavos, máquinas creadas con el fin de satisfacer a los hombres.

K posee recuerdos de su niñez -los replicantes son creados ya adultos- por lo que supone que son recuerdos implantados, algo común a la mayoría de los replicante para hacerles sentir “más humanos”. ¿Implantados? ¿Por quién o por qué?  Por la sociedad del futuro que imagina Blade Runner, más deshumanizada que nunca. K tiene una novia que es un holograma, una inteligencia artificial llamada Joi (Ana de Armas). Publicitada por toda la ciudad como objeto de deseo, es un producto creado para ser la compañía perfecta. O casi. No es palpable así que no puede satisfacer al contacto físico, pero sí mediante el resto de sentidos: Su eslogan “Todo lo que quieres ver, todo lo que quieres escuchar

2049 transmite intrascendencia. ¿Qué sentido tendría una Tierra con cada vez más androides y menos seres humanos? El vacío existencial es tan logrado que perjudica a la película durante su primera hora, cuesta entrar en la historia porque ésta así lo quiere, en su afán por percibir una sociedad gélida e inmersa en una crisis total de valores,

Efecto logrado en gran medida por la inexpresividad pasmosa de Ryan Gosling. Descoloca. Pocas veces se ha visto un ejercicio mayor de contención interpretativa. Su cara de asepsia ocupa una cantidad ingente de minutos en la pantalla, levantando incluso alguna risa del público, de extraña incomodidad. Si nos ensuciamos un poco las uñas, cavando en la arena, encontraremos lo que escondió Villeneuve. Desenterrar y hacer nuestra esa lucha interior de un ser que se siente especial pero no humano y lo desearía. Se advierten en K trazos de humanidad, cuando sus dientes gritan de rabia o sus ojos lloran, aunque el resto de su cara se mantenga impasible. Se busca que el espectador se sienta en la película como K dentro su cuerpo, atrapado. ¿De qué parte atrapada de un replicante hablo? ¿Alma?

Se juega con Ryan Gosling en 2049 igual que con Harrison Ford en Blade Runner. La eterna pregunta vuelve a salir: ¿Humano o replicante? ¿O es acaso posible un futuro con androides tan perfeccionados, capaces de desarrollar sentimientos, pero no lo suficiente como para expresarlos? Existe otra teoría intermedia, una que aventura la película y a su visionado me remito. ¿Puede Joi amar de verdad y K sentir su amor? ¿Puede si acaso algo que no sea humano sentir? Quizás sientan de una manera artificial, algo que los humanos no somos capaces de entender.

Intencionadamente, Hans Zimmer nos conduce con el crescendo de la música una y otra vez a la frustración, al no culminar sus torbellinos eléctricos en grandes giros de la historia o sucesos épicos que le den sentido. Es la frustración existencial de los replicantes. La de K cuando descubre un secreto tan potente que se lo impiden difundir, porque podría cambiar el funcionamiento del sistema y como cada sistema que se ve amenazado, se revuelve blandiendo el advenimiento del caos. Si K estaba solo ahora más que nunca, si no fuera por el amor holográfico pero abnegado de Joi, tanto que lo considera humano. Cuando llega el momento, la historia nos conduce a donde debería y ningún otro camino podría darse: a la reaparición de Harrison Ford. Gemidos en la sala. Se escuchan goteos.

“Joder, es salir en pantalla y parece el primer ser humano que vemos en una hora, bueno y al primer actor de verdad, los de antes eran como principiantes” le espeto a mi compañero de butaca, quien me mira sonriendo, dándome la razón. Rick Deckard ha vuelto. Suenan ahora Elvis y Sinatra recibiendo a la vieja gloria, cuyo carisma todavía juvenil y seductor sigue provocando resbalones en el suelo, a cada mueca de su sonrisa. El fugitivo rodará en 2018 una nueva entrega de Indiana Jones. Claro que si guapi. Porque él puede. Porque puede incluso llevar a esto.

Con su aparición la película se desdobla y el contraste con el resto del elenco es ahora abrumador. Porque Ryan Gosling es per se inexpresivo, el papel le viene como anillo al dedo, por eso le eligieron. Creo que nunca sabremos si es un actor mediocre que ha caído de pie o un genio. Porque Jared Leto lleva años haciendo de personaje excéntrico de la película y ese personaje se está comiendo a la persona. Porque a Ana de Armas una secuela de Blade Runner le queda unas tres tallas grandes y sus escasas dotes interpretativas no se disculpan por el hecho de ser un holograma. Y porque Robin Wright padece el encasillamiento de Claire Underwood en House of Cards y le queda el personaje forzado, ella siempre parece forzada.

Con estas cartas sobre la mesa, aventuro que se eligió al dedillo este variopinto reparto con el único fin de acentuar la frialdad de la película: actores que le dejan a uno frio porque no están en su mejor momento (Leto) porque son fríos ya de por sí (Gosling) porque carecen de las tablas necesarias para una superproducción (de Armas) o porque ha olvidado actuar lejos de su alter ego (Wright) Sus comportamientos de desapego frígido con la realidad permiten entender mejor el universo Blade Runner y hacen destacar para nuestro goce más todavía a Ford.

Villeneuve y Zimmer están sobrados de talento para lograr una buena secuela, pero quien destaca y sobremanera por encima de todos es Roger Deakins, el director de fotografía. El film es una exquisitez desde el punto de vista técnico, con imágenes impecables que son néctar y ambrosía para el paladar visual. Verbigracia un mundo lejano y olvidado, rescatado de la novela con gran acierto, donde todo está cubierto por una enigmática arena del desierto. Un polvo amarillento que infunde un ambiente desolador a una zona de la Tierra, donde antaño hubo vida y ahora solo van los que lo hacen para ir a morir.

La palabra que mejor define a 2049 es contención. La secuela de Blade Runner es una película contenida, porque así lo ha querido su director. Esa acción que nunca llega a estallar del todo y, cuando lo hace, continua con ese perfil bajo, casi de ultrasonido, imperceptible al oído, pero que el corazón entiende porque articula un lenguaje sin letras. Blade Runner 2049 es vivir dentro de un replicante, uno que sobrevivió a Los Ángeles 2019 y, treinta años después, sigue anhelando ser un humano. La secuela no posee grandilocuencia ni espectacularidad, como tampoco lo tiene el libro. Y esta es la manera más honesta de construir un homenaje, manteniendo un grado de fidelidad.

Voces importantes dentro de Hollywood y de los críticos norteamericanos la consideran ya una de las mejores secuelas de la historia. Imagino porque lo creen, pero yo lo hago por otra razón. Villeneuve ha creado a propósito una obra que simplemente cumpla, pudiendo aspirar a una sobresaliente, no por el riesgo personal de fracasar sino por el simple hecho de intentarlo, manchando la imagen de la película original como ha pasado con tantas y tantas secuelas. Elige dejar su impronta y su visión del universo Blade Runner, replicándole a la original pero sin permitir que interfiera su vanidad, porque el objetivo final es homenajear al mito de los 80.

Oh, esa mirada triste de la replicante Rachael…..

Quizá fuera Villeneuve y su amor por Blade Runner el director perfecto para afrontar una secuela, una combinación de fan acérrimo más un talento humilde nos ha permitido retrotraernos a una de las películas de nuestra vida, volviendo a la mirada sin fondo de Rachael, a la tenacidad incansable de Rick Deckard, a la fe en el amor y en la vida en un mundo devastado, como la fe de unos brotes verdes en un bosque donde ya no llega el sol, y sobre todo, a emocionarnos otra vez con Tears in the rain, cerrar los ojos y sentir como la naturaleza contacta con nuestros poros, flotando en el éter infinito del universo, imaginar naves ardiendo más allá de Orion, rayos C brillando en la oscuridad, la puerta de Tanhauser… con todos estos recuerdos que se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia, como aquel pobre replicante que solo quería vivir más, hasta que llegado el momento, aceptó su hora de morir.