Rejuvenecer a los 70: la nueva Berlinale

Rejuvenecer a los 70: la nueva Berlinale

El festival de cine de Berlín, popularmente conocido como la Berlinale, cumple setenta años el 20 de febrero de 2020. Como un lifting o un poco de bótox no era suficiente, tras casi veinte años en el cargo Dieter Kosslick cedió la dirección a una dupla: la directora ejecutiva Mariette Riesenbeek, para la organización, y el director artístico Carlo Chatrian, para la curación. Holandesa e italiano, o sea Berlín. Una encargada de la gestión y administración y el otro de la selección de películas, un acierto dada la experiencia de ambos en la empresa German Films y en el Festival de cine de Locarno, respectivamente. Pero apenas pisaron el cargo, terremoto.

El termino nazi sobresaltó Berlín pasadas unas horas de la rueda de prensa del 29 de enero: el periódico Die Zeit relacionaba al primer director de la Berlinale con el nazismo. Según las fuentes y documentos del periódico, Alfred Bauer fue miembro de la Cámara de Cine del Reich, establecida por Goebbels en 1942, de las SA (Sturmabteilung, la mano armada y grupo paramilitar del partido nazi) y de la Liga Nacionalsocialista de estudiantes alemanes. Todo esto se publica, como decía, pasada la rueda de prensa oficial del festival. Berlín y las bombas. La nueva dirección retiró el premio Alfred Bauer, uno de los más prestigiosos del certamen, a la espera de nuevas investigaciones. Películas. En lugar de las habituales 400 entre largos, cortos y documentales, tendremos este año 340, algo según Chatrian “no premeditado, puede que el año que viene sean más, o menos”. Sea como fuere, la Berlinale ha ido al gimnasio, ha perdido unos cuantos kilos y a la vejez ha aprendido a usar las redes sociales, semiabandonadas en la era Kosslick: ahora las cuentas echan humo con publicaciones diarias y amplios contenidos. La Berlinale se ha puesto al día en marketing y divulgación del siglo XXI. Ya tocaba. Bien por la nueva dirección.

En 2020 habemus una nueva y sorprendente sección llamada Encounters, para fomentar obras atrevidas en la estética y narrativa de jóvenes directores: para los entendidos la Orizzonti de Venecia o el Certain Regard de Cannes, esto es, el contrapunto de cine de autor a Competición Oficial. En Encounters quince títulos de prometedores cineastas contrastan con Malmkrog, la nueva película de Cristi Puiu, respetadísimo director del circuito internacional que hará de padrino de la nueva criatura. Dos debuts en esta sección me producen cosquilleos: la portuguesa La Metamorfosis de los Pájaros de Catarina Vasconcelos y Los Conductos de Camilo Restrepo, cineasta colombiano afincado en Francia. Y también dos cineastas más consagrados como el argentino Matías Piñeiro que presenta Isabella y de USA Shirley de Josephine Decker, responsable de una de las mejores películas que ha pasado por la Berlinale en el último lustro: Madeline’s Madeline, presentada en Forum 2018.

Bueno, ¿pero y los famosos?  Johnny Deep, Javier Bardem, Jeremy Irons quién presidirá el jurado, Cate Blanchett, Willem Dafoe o Elle Fanning entre otras estrellas. Porque claro, estrellas tienen que haber pese a que mucho público “de a pie” venga a ver a Tsai MingLiang o a Hong Sang-soo y otros a meterse en una sala a ver una película rumana sin saber lo que van a encontrar. Todos confían en la calidad de lo que aquí tiene lugar. Y ese público de cine de autor, aunque pudiera parecer increíble, es enorme.

Como enorme es ese cielo donde viven, volviendo a ellas, las estrellas. Una tan mayor como la Berlinale, exactamente 70 años: Sigourney Weaver inaugurará el festival. La mítica caza-aliens protagoniza My Salinger Year, película canadiense elegida para abrir el jueves 20 de febrero, descrita por Chatrian como una película más luminosa, con un mensaje más positivo. La idea es empezar el festival con algo de luz, algo que ya sucedió el año pasado con la bonita The Kindness of Strangers. Bueno, ¿pero y los Osos? ¿Quién hay en Competición? Los habituales Christian Petzold y Sally Potter presentan sus últimos trabajos: el alemán repitiendo protagonistas con Franz Rogowski y Paula Beer que deslumbraron con Transit, vuelve ahora con Undine, una adaptación de la fábula de la ninfa Ondine de la mitología germana. La británica Potter nos trae a Javier Bardem protagonizando The Roads not Taken, un padre con inestabilidad mental con la que debe lidiar su hija, interpretada por Elle Fanning. Un título histórico como Berlin Alexanderplatz, la célebre novela y posterior serie de los 70 de Rainer Werner Fassbinder, llega ahora como adaptación contemporánea sobre los bajos fondos berlineses de un refugiado africano. Yo arriesgo para los osos y apuesto por la argentina El Prófugo de Natalia Meta, única película de habla española en Competición y por la italiana Favolacce de los hermanos d’Inoccenzo, que ya estuvieron en 2018 con La Terra dell’Abbastanza, muy celebrada en Panorama. Al final no se trata tanto de competir sino de encontrar buenas películas en la sección principal, venida a menos los últimos años y que ahora podría resurgir.

Quizás usar el termino impactante para Nicht der Homosexuelle ist pervers, sondern die Situation, in der er lebt, o lo que es lo mismo aparte del impacto de leer en alemán, No es el homosexual el que es perverso, sino la situación en la que vive. Y con “situación” se refería este clásico de 1971 a la sociedad homófoba de los setenta. Esta joya la encontramos en el aniversario de la sección Forum, que cumple 50 años, como cincuenta son los años que ha tardado una película en terminarse: El tango del viudo y su espejo deformante. En 1967 el chileno Raúl Ruiz rodó el que debía ser su primer largometraje: El tango del viudo, que nunca llego a completar por falta de dinero. Raúl moriría en 2011 y seis años más tarde, su viuda Valeria Sarmiento encontró los rollos de la película y decidió concluirla. Esta tarea ve la luz en 2020, medio siglo después. Muy de película todo. It is very difficult todo esto.

De película es también el proyecto DAU, que suena a experimento soviético secreto de la Guerra Fría. Entrad: www.dau.com La productora Phenomen Films filmó entre 2006 y 2009 un total de setecientas horas despedazadas en películas, series de TV, documentales y proyectos trans-media. Pero en realidad la mayoría de esas filmaciones tuvo lugar en “El Instituto”, el set más grande construido en Europa y enclavado en la ciudad ucraniana de Kharkiv: 12.000 metros cuadrados reconstruían un instituto soviético de finales de 1930. De ese monstruo llegan dos películas a la Berlinale: DAU.Natasha en Competición Oficial y DAU.Degeneration en Berlinale Special, prohibidas en Rusia acusadas de propagar la pornografía. El periódico Der Tagespiegel publicó que DAU. Natasha contiene una escena donde una mujer es violada con una botella y The Guardian escribió un artículo titulado “DAU: El show de Truman estalinista”. La controversia está servida.

En Berlinale Special encontramos al difunto compositor islandés Johann Johansson (Prisoners, Sicario, Arrival) quien nos dejó antes de desaparecer el documental Last and First Men narrado por Tilda Swinton. El documental Hillary sobre la mismísima Hillary Clinton y la vuelta a la vida de Pinocchio protagonizado por Roberto Benigni (La Vida es Bella) son otros de los alicientes de esta sección revitalizada. Todo apunta a que tanto el genial cineasta italiano como la política estadounidense estarán en Berlín.

Estará como siempre el idioma español. La sección mejor representada será Generación con dos películas españolas, dos argentinas, una peruana y una mexicana. De Generación salió Verano 1993 de Carla Simón y aquí se ven enormes películas protagonizadas por niños y adolescentes y dirigidas a un público más amplio: Veins of the World, Las Niñas, Mignnones, Los Lobos o Kokon representan una sección que seguir de cerca. Como a Pilar Palomero que debuta con Las Niñas, coprotagonizada por una Natalia de Molina que vuelve a Berlín un año después de Elisa y Marcela de Isabel Coixet: la película cuenta la historia de muchas mujeres de hoy, dibujada a través de la educación que recibieron a principios de los años noventa en España.

Es muy importante finalizar con la nutrida presencia de películas protagonizadas y hechas por mujeres, como los segundos trabajos de Leonie Krippendorff y Uisenma Borchu. En sus respectivos debuts, ambas hablaban de la independencia y libertad de sus protagonistas. Leonie es berlinesa y Uisenma nacida en Mongolia y criada en Alemania. Presentan Kokon y Black Milk y darán mucho de qué hablar. Como las películas LGTBIQ+ de Panorama, la sección favorita del público, donde destaco los documentales Always Amber y Petite Fille: en ambos las protagonistas son personas que no se identifican con el sexo con el que nacieron, algo cuya definición oficial es “desorden de identidad de género”, un término terrible que el tiempo cambiará. La primera sigue a Amber, no binaria y no cis, quien inicia los pasos hacia una mastectomía que les dessexualice, siente que sus pechos les convierte en un objeto sexualizado y que la sociedad inefablemente les reconoce por ellos como mujer. Les. El pronombre por el cual Amber responde es el plural they (ellos o ellas en inglés) tercera persona del plural, que hoy día se usa en la tercera persona singular para los individuos que no se adhieren a una identidad particular de género. Sí, ahí estamos. En el caso de la francesa Petit Fille (niña pequeña) Sasha es una chica que ya quería serlo cuando tenía dos años; con ocho está luchando junto a sus padres por un certificado médico que reconozca su identidad, para que su colegio le permita ir al colegio vestida como ella quiera, pese a haber nacido con cuerpo de chico. Gracias a Panorama el mundo es un lugar menos desigual en el que todas las voces son escuchadas, si no siempre en la vida real, al menos por el público a través de sus películas. Es el trabajo más importante que puede hacer el cine: luchar por la igualdad, la justicia y la libertad.

Bong Joon-ho y el parásito como tragicomedia de la clase media

Bong Joon-ho y el parásito como tragicomedia de la clase media

Aviso: esta reseña contiene spoiler

Parece ser una certeza compartida que las sociedades occidentales carecen de mitos y símbolos culturales que congreguen y articulen políticamente al conjunto de la sociedad. Sin embargo, parecería también el declive de la capacidad de imbricación social de nuestras representaciones simbólicas ha venido acompañado de una intensificación de las problemáticas sociales y políticas en la esfera artística y cultural. Quizá se podría ir más allá e inferir que la proliferación temática o representativa de los conflictos sociales y políticos en la esfera artística no es sino efecto de la constatación de una sociedad que no pueda estar estéticamente constituida y que, por tanto, no encuentra un símbolo que constituya y represente al conjunto de sus ciudadanos.

            Para Bong Joon-ho, en su película Parásitos (2019), ese símbolo son los parásitos, no porque esta sea la identidad que una sociedad desea darse sino porque es más bien la única función que le resta en el contexto de extrema radicalización de las diferencias económicas. La trama de la película narra las vicisitudes de una familia pobre coreana que, para poder derivar y succionar parte de la riqueza de una adinerada familia, imposta y actúa la pertenencia a una clase media en proceso de desaparición. Para ejercer de profesores extraescolares, chófer y ama de casa, los componentes de esta familia, sedientos de una conexión a internet que no pueden pagar, actúan su pertenencia a la clase media, falsifican un deseado y siempre postergado título académico y se visten con ropas que no les sientan. El clasemediano ya no constituye el ideal normativo hacia el cual tenderían los trabajadores sino más bien una máscara vacía, un suplemento funcional que posibilita el cumplimiento de la última identidad posible de los pobres: el parásito.

            Habiendo conseguido adherirse al tejido íntimo de la familia, mediante el desplazamiento tan salvaje como astuto de los antiguos trabajadores, toman los parásitos el cuerpo de la casa y habitan en ella ya sin los hospedantes, que han partido a una excursión campestre. En el momento en que los parásitos parecen haber controlado el órgano central del cuerpo del huésped, una de las antiguas trabajadoras retorna y solicita el acceso a la casa. Es ella quien desvelará la existencia de un pasadizo secreto en el sótano de la casa donde su marido sobrevive en la añoranza de su antiguo amo, el antiguo amo-huésped, a quien manda mensajes de amor cifrados en código morse a través del sistema eléctrico de la casa. Parecería entonces que la casa ha estado siempre parasitada y que este modo de vida no constituye una singularidad histórica sino más bien una ley natural dictada por un entorno hostil. La presencia de Kafka se hace en este momento evidente en la película, no solo por el carácter grotesco, absurdo y descarnado de unas situaciones vitales aparentemente inverosímiles, pero crudamente realistas sino también por la temporalidad detenida y anunciada con el descubrimiento del laberíntico sótano. Otros parásitos ya habían vivido aquí y quizá antes de ellos otros, aquellos.

         Ambas familias de parásitos, en el corazón de la casa, inician la lucha por el cuerpo del huésped. Como ocurre en los conflictos que padecen los protagonistas de El Proceso y El Castillo el carácter cómico e incomprensible de las situaciones a que se ven abocados no aligera o banaliza los conflictos, sino que refleja deformada y realistamente el estado de nuestras relaciones sociales. 

            Tras unas escenas de cruenta e hilarante violencia, la segunda familia de parásitos consigue reducir a los parásitos pretéritos con la mala suerte de que, en el entremés de esta reducción, retorna la familia huésped a la casa por terrible e inevitable tormenta que proscribe toda actividad al aire libre. No hay por parte de Boong Joon-Ho ningún intento de camuflar o revestir estos gestos narrativos propios de la comedia más estereotipada sino más bien de evidenciar su realismo, pues no son sino el reflejo de la causalidad incomprensible de nuestras sociedades complejas. Si La metamorfosis había transformado la literatura fantástica en una rama del cuento realista, Parásitos hace del slapstick un subgénero de la novela social.

       La vuelta inesperada y repentina de la familia huésped en el curso de la atareada reducción de los primeros parásitos, amenaza la verosimilitud de la representación de clase media perpetrada por la familia parásito-segunda y les obliga a esconderse. Corren el riesgo de que la familia huésped identifique el cuerpo de la garrapata y trata de arrancárselo. En una huida estrepitosa y grotesca, evitan el peligro de extirpación viéndose obligados a retornar a su antigua casa, pero consiguiendo perpetuar la fantasía. Vuelven a las cloacas de su vivienda para encontrarse una incontrolable inundación que en una trágica e irónica prolepsis anticipa Ki-Jeong, la hija de la familia, quien, mientras su hermano lanzaba un cubo de agua a un indigente, grita extasiada “menuda inundación”.

        La película culmina con una catártica y grotesca fiesta familiar que convierte una representación pretendidamente infantil de escena bélica nativoamericana en un liberador asesinato del padre de la familia rica, condenando una vez más a los parásitos a una vida de escondite y disimulo. En un contexto de desafección con cualquier clase social y con cualquier símbolo o relato político, podría decirse que Bong Joon-ho ha encontrado una metáfora que sirve para congregar, aunque trágicamente, a los condenados de la tierra.

Star Wars: El ascenso de Skywalker es una película Disney

Star Wars: El ascenso de Skywalker es una película Disney

Aviso: esta reseña contiene spoilers o destripes de la trama

Debería sentirse como el final de una era, como un ciclo que se cierra o una etapa que concluye: una trilogía de Star Wars llega a su fin. Sin embargo, con la nueva entrega que cierra la trilogía de los episodios séptimo al noveno, Star Wars: El ascenso de Skywalker (J. J. Abrams, 2019), el ambiente es otro: los fans vamos al cine a verla con ilusión, sí, pero también con una mezcla de miedo y escepticismo. 

Miedo porque la anterior entrega, Los últimos Jedi (episodio VIII, Rian Johnson, 2017), inició una serie de osados planteamientos que apuntaban a una gran ruptura con los patrones narrativos clásicos de Star Wars: un Luke Skywalker (Mark Hamill) acobardado y nada heroico, un villano-siervo (Kylo Ren, Adam Driver) que se revela contra su maestro-emperador, el anuncio de que los padres de la protagonista Rey (Daisy Ridley) no eran nadie importante (y por ende un alejamiento de la idea sobreentendida de que la habilidad de dominar «la Fuerza» se hereda por vía del linaje, siendo hijo de un Skywalker o similar). Lo cierto es que Jonhson había dividido a los fans de la saga con la anterior película y la labor que esta entrega debía llevar a cabo no era menor. No obstante, ese miedo acaba revelándose infundado… porque la estrategia escogida por Abrams para resolver este puzle ha sido una negación sistemática de todos los elementos novedosos que Johnson introdujo.

Rey (Daisy Ridley)

Pero, antes de comentar la trama, hagamos un comentario sobre la estructura de El ascenso de Skywalker: lo primero que llama la atención es que presenta una cantidad excesiva de acción, de tramas y subtramas que se van sucediendo a una desmesurada velocidad que hace que cueste bastante entender por qué está pasando lo que está pasando. Ausentarse cinco minutos para ir al baño puede implicar encontrarse con un arco narrativo totalmente diferente al regresar: ¿de qué estaban huyendo? ¿qué pasó con la chica del casco? ¿no había muerto Chewbacca, con escena de lagrimilla y todo? La película recuerda a los vídeos-resumen con los mejores momentos de lo que podrían ser tranquilamente dos temporadas de una serie de televisión. Pasan tantas cosas tan rápido que da la sensación de que se quiere evitar que el espectador aprecie lagunas o fallos a base de una saturación por entretenimiento, tal y como uno espera de una película Disney. Es bastante difícil no ver aquí una respuesta desproporcionada a la crítica de falta de acción en la anterior entrega. Además, Abrams utiliza abusivamente el recurso narrativo más cansino que existe: el Macguffin (la presencia de un objeto que en sí no tiene importancia pero cuya búsqueda hace que la trama avance), pero es que además hay un Macguffin de un Macguffin (la daga milenaria que lleva al dispositivo-mapa que lleva al planeta donde está el meollo de la cuestión… ¿una daga milenaria que lleva a un GPS? ¿en serio? …y entre tanto 2 horas de persecución por aquí y pelea por allá).

Rey

Pero yendo a la trama: la cinta presenta una cantidad ingente de incoherencias e incongruencias, además de nuevas adiciones artificiales. La más relevante es la resurrección incomprensible del emperador Palpatine, que aparece como un parche de ultratumba para ocupar un lugar en la historia que estaba a todas luces reservado para Snoke, a quien Kylo Ren mató inesperadamente en la anterior entrega. En lugar de cambiar la dinámica emperador-siervo villano (que llevamos viendo en cada película de Star Wars) y darle a Kylo el rol central que se merecía, Abrams decide resucitar al más famoso emperador, saltándose cualquier principio de congruencia narrativa. No obstante, para que cuadre, se nos ofrece la mejor de las excusas: Rey es su nieta (Rey Palpatine, ahí es nada). Los padres de Rey eran unos donnadies como reveló Kylo en la película anterior, sí, ¡pero su abuelo no! De esta forma se asegura Abrams de que la democratización de la Fuerza apuntada en Los últimos Jedi siga siendo una asignatura pendiente y que al final ser Jedi o Sith sigue siendo cosa de familia. Eso sí, Rey se permite cambiar a elección propia de Palpatine a Skywalker al final, revelando así el sentido del título de la película, en un gesto tan forzado como la introducción ad-hoc de poderes curativos nunca vistos antes.

Rey

La cinta además se retracta de forma dolorosamente explícita de muchas rupturas simbólicas en Los últimos Jedi: Kylo Ren recupera el casco que rompió para volver a emular el papel de siervo (ahora de Palpatine), el fantasma de Luke recoge el sable láser que Rey tira (en la anterior cinta fue él quien lo tiró)… La historia evoca la sensación de un patchwork que quiere juntar las piezas de la historia que Los últimos Jedi dejó intactas, mientras que elimina las que añadió. En este patchwork las junturas acaban siendo demasiado evidentes (¡como las del casco de Kylo!) y en ocasiones la trama parece tan ilógica, calculada y artificial como las conversaciones de Rey con las escenas que sobraron de Carrie Fisher (todos los espectadores pensamos: ¿qué dirá Rey ahora para que cuadre con la frase genérica que ha quedado de Leia?), a quien sin embargo se le da una muy digna salida contribuyendo con su muerte a que Kylo regrese del lado oscuro (claro, todo lo digna que esta confusa trama permite). El pequeño regalo de un beso lésbico en el fondo de una escena secundaria acaba pareciendo, en este contexto, poco más que pinkwashing. En su lugar se podría haber hecho que alguno de tantos personajes desaprovechados como Poe (Oscar Isaac), Finn (John Boyega), Rose (Kelly Marie Tran) o Jannah (Naomie Ackie) se revelara como personaje LGTB (tal y como algunos actores deseaban), especialmente después de que la historia de Finn y Rose se abandonase como si nada.

Finn y Poe

El ascenso de Skywalker se juega todo a la carta de la nostalgia, siguiendo la estrategia de El despertar de la Fuerza (episodio VII, también dirigida por J. J. Abrams, 2015), y la verdad es que tiene éxito al hacerlo: los momentos más emotivos de la cinta son aquellos en los que aparecen las voces y caras de los personajes de siempre, la música que tan bien conocemos y la estética que ya nos cautivó en los 80… y nos hacen temblar de emoción. La película logra activar el capital cultural acaudalado por la saga para darnos una experiencia Star Wars genuina, con unos efectos especiales a la altura: el aspecto visual es impresionante. Pero en el éxito de movilizar nuestra nostalgia yace también el mayor de los fracasos: el de crear una trama y unos personajes que tengan valor por sí mismos. Rey, Kylo, Poe, Finn… son todos personajes cuyo único propósito, al final, es recordarnos por qué nos gustaban las películas de los 80. Son personajes que, si bien tienen una gran química entre ellos y están interpretados por un elenco excelente, están sin embargo a merced de una historia confusa y poco creíble y eso hace que sea muy difícil conectar con sus emociones y entender qué es lo que les motiva a actuar. Son personajes que no recordaremos dentro de 5 años, mientras que sí nos seguiremos acordando de Luke, Leia, Han, Yoda y, por supuesto, Darth Vader (¡a quien afortunadamente no han revivido!) a quienes sí entendíamos y con cuyas luchas podíamos empatizar. La falta de valentía para hacer aportes genuinamente originales y el afán incómodamente explícito de agradar a los fans insatisfechos con la anterior entrega hacen que esta película parezca poco más que un gesto vacío de pedir perdón con mucha acción y mucha nostalgia, una especie de contrarreforma, repitiendo patrones que, para mayor escarnio, ya habían sido repetidos. Es una película que nos muestra que Star Wars se ha convertido de la mano de Disney en aquello en que temíamos que se convirtiese: películas conservadoras.

La tragicomedia del matrimonio. Sobre «Marriage Story» (2019) de Noah Baumbach.

La tragicomedia del matrimonio. Sobre «Marriage Story» (2019) de Noah Baumbach.

La gente habla… Y todos mienten…

León Tolstoi, Sonata a Kreutzer

 

Por más de que lo hemos escuchado, lo hemos visto con nuestros propios ojos una y otra vez, lo hemos sufrido en nuestras familias, hoy en día la gente no ha desistido del deseo implantado de casarse. Y la cultura, una y otra vez, desde hace siglos no ha dejado de sugerirnos que tal vez allí, en el matrimonio, se corre el riesgo de llegar, de ponerle legalmente caducidad al amor. Como frontera legal de los afectos genuinos, el matrimonio es una crítica vulgar y humorística del amor: en la cima de su objetivo (fusión entre dos almas) se consume lo que mantenía a flote la relación amorosa, la dualidad incondicional, esa máquina de dos cuerpos (¡no uno!) que deviene más y más, adhiriéndose como una maquina de deseo a múltiples formas. León Tolstoi en Sonata a Kreutzer (1890), Ingmar Bergman en Escenas de la vida conyugal (1973) o bien Leopold von Sacher-Masoch en sus Galizische Geschichten (1877-1881) han pensado ya sobre el error de una institución legal que parece llevarnos a finales trágicos: esa explosiva mezcla entre la ley y el amor. Este año se junta a esta tradición la película Marriage Story (2019) de Noah Baumbach que le hace un guiño explícito a su precursora de Bergman, dándole especial énfasis a primeros planos (imágenes afectivas) de sus dos personajes principales Charles (Adam Driver) y Nicole (Scarlett Johansson). En su focalización obsesiva a los cuerpos de sus maravillosos actores, Baumbach inspecciona la perversión del amor en la ley del matrimonio, su veneno legal en la falsa idea de unidad (en el hijo Henry (Azhy Robertson), ese “contrato de carne” como lo nombró Sacher-Masoch) y la subcutánea revolución del amor que se resiste, una y otra vez, a la castración de la ley, a ese devenir uno, su simplificación.

El título anticipa el tema, el matrimonio. Ahora bien, en su paradoja no se trata sobre un matrimonio, o bien sí, sobre su desenlace. Es por eso que el tono de la película solamente podía ser tragicómico, al mostrar la inercia de unos sujetos que intentan en vano zafarse de un destino que está predeterminado por la sociedad circundante y por la ley. El complejo afectivo que une a los dos cónyuges solamente puede entrar en roces, roces afectivamente explosivos con la ley que supone una unidad imposible de alcanzar. Las frustraciones de Nicole y de Charles de llevar una carrera paralela a un contrato que supone el sacrificio de perder sus particularidades, es precisamente el error de sus propósitos el cual llegan a comprender los personajes solamente al final: es justamente la idea de la unidad la que va en contra de la esencia amorosa que es plural, dual, dinámica. Si esa dualidad en el amor es necesaria para su subsistencia, como Alain Badiou trata de subrayar en su defensa del amor, entonces son sencillamente aquellas instancias que los hace fusionarse la caducidad de su relación: el dinero, las pertenencias, la idea de vivir en un mismo lugar, el hijo, tener la misma carrera, etc. Y por otro lado, la repartición de bienes, el pleito por la custodia parental y todas las instancias relevantes en un divorcio legal vienen a revelar el mismo veneno que llevó a la anulación de un primer momento amoroso: la libertad de los dos sujetos, sus respectivas afirmaciones, la dualidad verdadera, etc. Se trata entonces de la infinita disputa entre la ley simplificadora y la corporalidad afectiva infinita del amor: su abrupto choque es una tragedia, su insistente repetición una comedia perfecta.

Las apariencias es el juego al que están condenados los conyugues: es la apariencia de la moral, el estado y las costumbres sobre las que rige la ley. Estas apariencias desconocen por necesidad los afectos que no son predecibles, manejables, estructurables como lo pretende la generalidad de la ley. Y esta parece ser una de las ideas principales de la maravillosa película de Baumbach: todo lo verdadero se queda en silencio, la historia del matrimonio es una historia de superficialidades. Y si el amor deviene superficie – buenas formas vacías, buenos modales, parecer el padre o la madre perfecta, etc. –, con el riesgo de caer en una cursilería, este deviene nada. Si seguimos en la línea de que el amor es una constitución dual de dos sujetos que se adhieren pero no se sustraen, entonces sus dinámicas son más complejas que las simples apariencias. El ritual del matrimonio, el estatus y el anillo, las capitulaciones y el divorcio, todo eso es superficie de algo que ya ha quedado ausente. Y allí radica lo cómico, ese personaje resbalándose una y otra vez sobre una superficie frágil, una pista de hielo, balbuceando algo que ya no existe. Y allí radica lo trágico, en el duelo por un amor ausente, la ácida melancolía sobre la superficialidad y la ceguera de la ley.

Adam Driver y Scarlett Johansson hacen parte de un casting maravilloso, de una película que retrata una historia simple, sin mayores arabescos, de la tragedia cotidiana del matrimonio. Una película inteligente y compleja que se puede ver en Netflix o en la pantalla grande.

 

La intimidad del funcionario: Sobre Un guardián ante el espejo de Martín Agudelo Ramírez

La intimidad del funcionario: Sobre Un guardián ante el espejo de Martín Agudelo Ramírez

 

 

Un guardián ante el espejo (2019) es el primer trabajo de ficción del juez, guionista y director de cine colombiano Martín Agudelo Ramírez. Su incursión en el mundo de la producción cinematográfica se lleva a cabo con este trabajo experimental, introspectivo y, en algunos momentos, de sugerente sensibilidad. En cierta medida este cortometraje parece ser el lugar donde el autor se permite abordar contradicciones inconfesables, tragedias secretas, mundos silentes del funcionario público. El espectador anónimo termina por ser, sin esperarlo, el interlocutor mudo del drama interior de un juez de la república atado de manos ante las posibilidades del amor y de la justicia.

Como queda claro muy rápido, la retórica del proceso monológico que describe este filme no permite, sin embargo, una relación directa y franca con su objeto. Se intuye en todo ello una especie de doble tabú: el que introduce el autor y el que se deriva de la naturaleza del personaje que, por su parte, busca encarnar las sombras del sujeto creador. Estas confesiones son oblicuas, opacas, poco esclarecidas y, por momentos, algo estáticas en su lenguaje. El espectador puede asir algunas ideas generales sobre aquello de lo que se quiere hablar. Así, mucho más que el discurso de sus personajes, es la acción la que parece ostentar el poder revelador de los momentos arquetípicos que dominan las posibles aprensiones allí confesadas: la desnudez de una mujer, la oscuridad de la noche, la intensidad de la luz cálida que emite el fuego en el decorado de la casa antigua donde, cómodamente, vive el protagonista; incluso, su propio rostro expresivo y melancólico. Con todo ello el espectador termina también perdido en esta búsqueda laberíntica y en las perplejidades que transmite Samuel, siempre expresándose desde la más honda subjetividad, reflejada constantemente ante un espejo, su espejo. Se crea así una comunidad, un lejano entendimiento entre quien habla y el que escucha.  

 

 

            Este bíblico Samuel transita una experiencia psicológica movida por un intenso deseo de actuar según la verdad. Es la verdad lo que más atormenta a este sujeto que se juzga a sí mismo como traidor de su propia voluntad. Samuel se tiene a sí mismo por un hombre que no ha actuado justamente cuando debió y no ha acatado los llamados del amor cuando estos han hecho presencia. Estos tópicos de la verdad, de la justicia y del amor constituyen lo que se podría denominar el núcleo fuerte del filme, su centro conceptual y existencial. Son el motivo a partir del cual toda la reflexión encuentra camino a su despliegue. El diálogo que tiene lugar en este cortometraje no consiste sino en la propia voz del autor proyectando su interlocutor en una personificación artística de la verdad. De ahí el constante juego pictórico que Agudelo hace gravitar a lo largo del cortometraje y que, a veces, se convierte en un leitmotiv excesivo: la verdad es esa mujer desnuda que remite juguetonamente a las conocidas obras de Lefebvre (La verité, 1870), y de Gérôme (La Vérité au fond d’un puit, 1894 y La vérité sortant du puits, 1896), que surgen como intensos elementos referenciales de la intimidad del protagonista. Es en esta intimidad donde la película alcanza su más sincera expresividad, pero también donde encuentra sus más problemáticos límites.

            No se puede perder de vista que esta es la historia de un funcionario. Sus tormentos privados tienen origen en las indecibles mediaciones a las que una persona articulada al orden de lo público se encuentra sometida. ¿Deja un funcionario de ser funcionario cuando se lamenta, en los más privados y borrascosos momentos, por la injusticia y el amor perdido? Esta pregunta también está puesta allí de manera negativa. Es una pregunta que el director de esta película parece tratar con cierto candor, uno que, sin embargo, puede ser engañoso. La autoreferencialidad del personaje central es expresión de su carácter virtualmente religioso y, en la misma medida, tan falso como verdadero, tanto producto de la más descarada ideología del sí mismo como expresión de anhelos humanos con validez universal.

               Samuel expresa en esta trama intimista la forma más inconsciente e irracional de la hegeliana consciencia desventurada. Es la intuición remota de la vida realizada, reconciliada; su anhelo puro y, al mismo tiempo, la experiencia caliginosa, perpleja, de su imposibilidad. Es una experiencia esencialmente contradictoria, acto reflejo de un estado de cosas aún no comprendido cabalmente. En este caso, entonces, la forma del deseo malogra lo deseado, pues es ella misma una forma tal que exige siempre para sí una respuesta individualista, intimista y anárquica. El anhelo de lo más justo y del amor reconciliado se transforman en un dar vueltas dentro de sí, en la incapacidad de explorar las condiciones concretas de esta imposibilidad; es el rencor que no quiere venganza, es el grito desesperado a un dios caprichoso que se manifiesta siempre bajo su ley absoluta e indiferente. En tal sentido, este corto termina por ser también la confesión de una protoindividualidad burguesa demasiado cómoda, aun en su perplejidad estética —sublimación de una culpa de clase—, como para poder lanzar con completa honestidad las preguntas que se ameritan, para enfrentar los dioses que deben ser enfrentados, para impugnar coherentemente las instituciones que deben ser impugnadas.

            No resta más que el regocijo ante este tipo de manifestaciones artísticas provenientes de lugares tan inusuales como puede ser la rama judicial. Este cortometraje de Martín Agudelo Ramírez es un experimento logrado que provee material para el pensamiento crítico y la sensibilidad. Vale la pena que este primer producto alcance circuitos de distribución amplios en festivales nacionales e internacionales, y que se convierta así en el comienzo de una carrera cinematográfica consistente.

 

Homo botanicus o el amoroso coleccionista

Homo botanicus o el amoroso coleccionista

“Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada”. San Juan de la Cruz

La botánica es, en principio, solo una ciencia. Obedece al rigor metodológico que exigen sus instituciones, y su finalidad no es otra que aprehender la totalidad del mundo vegetal a través de esquemas conceptuales. Sin embargo, su objeto, y los métodos reclamados por este, producen en la propia praxis del botánico una dimensión completamente diferente, que marcha en paralelo con sus intereses. Allí coexisten la curiosidad disciplinada, la belleza intensa, pasiva y manipulable de la naturaleza, y el amor delicado e incondicional entre el curioso y el objeto deseado. Esta mixtura de dimensiones que se entremezclan en la actividad del botánico hacen parte de lo que bien podría entenderse como un momento estético necesario y presente en toda búsqueda científica. La particularidad del mundo botánico y sus búsquedas estéticas quedan excepcionalmente plasmados en el documental Homo botanicus, dirigido por el biólogo nostálgico y productor audiovisual Guillermo Quintero.

Este documental tiene, en principio, varios niveles que se podrían separar simplemente para hacerse una idea de todo lo que está en juego aquí. En primer lugar, es una narración sobre la actividad vital de un reconocido botánico colombiano (Julio Betancur) y de su alumno —o aprendiz— (Cristian Castro). Ambos comparten una obsesión científica, un intenso interés que los lleva a sumergirse en cuerpo y alma en el espesor de las selvas colombianas, en busca de lo que ellos llaman “su planta”. En el documental se asiste a un encuentro privado con sus intereses, sus deseos, sus pensamientos, sus reflexiones sobre la naturaleza. En este contexto de intensiva búsqueda se despliegan las inquietudes no solo de dos científicos, sino de dos individuos que encarnan bien al coleccionista de Walter Benjamin, y que Julio Betancur bien atina a sintetizar con los versos de San Juan de la Cruz acerca de la relación entre objeto amado y sujeto amante. En efecto, en su labor, el interés se vuelve amor, amor absolutamente desinteresado. Todo lo que se hace sucede por el impulso de una obsesión opaca, para quien mire distraído desde afuera.

Importa poco el éxito o el resultado científico que de allí se pueda derivar y, mucho menos, los réditos que esta actividad  aparentemente insignificante pueda llegar a tener para el mundo de los grandes valores de cambio. En este sentido, estos obsesivos taxónomos son modelo de una humanidad posible, un modelo que se realiza en la soledad casi monacal del científico naturalista, en los márgenes de la vida social, en las abandonadas y precarizadas instalaciones de una universidad, en las profundidades de las selvas colombianas a donde usualmente solo llegan la violencia estatal y paraestatal.

Pero este documental también se trata de la voz de quién lo dirige. En una entrevista con Alejandra Meneses, con ocasión de la presentación de este filme en el Festival de Cine de Cartagena (FICCI), reconoce su director que, a pesar de las dudas presentes en torno a su aparición en el curso del documental, estaba clara desde el principio la necesidad de abordar todo lo retratado a partir de un tono reflexivo; de enmarcar no solo la actitud vital de aquellos científicos, sino también la naturaleza en su forma conceptual, dentro de una narración que intentara transmitir las perplejidades filosóficas y naturalistas de su autor. En efecto, la reconstrucción que hace la voz en off de la búsqueda de los protagonistas transmite una visión conceptual de la naturaleza y, en ocasiones, se convierte también en cuestionamiento del quehacer clasificatorio y de la obsesiva determinación lingüística del trabajo académico.

A pesar de estar concebidos desde posiciones filosóficas poco esclarecidas, estos breves pasajes, en los que la voz del director se apropia del sentido de lo narrado, alcanzan una cierta profundidad que se sincroniza bien —a través del montaje y del recurso del timelapse— con las intervenciones formales que remiten de inmediato a otros modelos del naturalismo reflexivo, como los del paradigmático cine naturalista de Jean Painlevé o, más contemporáneamente, los trabajos de Terrence Malick (The three of life, 2011). Estos interludios especulativos ayudan a que la película se libere de sus posibles ataduras geográfico-culturales y logre así transponer su discurso a formas de reflexión mucho más universales, en las que lo local y particular aparecen iluminados por luces mucho más poderosas, más amplias y, paradójicamente, mucho más comprensibles para públicos diversos.

Con este documental nos encontramos, pues, ante una obra donde la sencillez y la sensibilidad logran un resultado digno de ser contemplado reflexivamente. Es un trabajo que enseña el valor de la delicadeza, de la devota dedicación a un objeto, de la amorosa disciplina del trabajo científico desinteresado. Es una película sobre el socialmente oscurecido papel del coleccionista; sobre el individuo que entabla una batalla por los valores de uso, en una disciplina científica que prepara también la naturaleza para los valores de cambio. Es, también, una película sobre los significados universales de la naturaleza y sobre una insuperable relación antropológica con los entornos naturales. Es un trabajo serio, que se arriesga a mostrar realidades ignoradas. Puede ser también entendido como denuncia, una denuncia indirecta de la ciencia, del capital que la precariza; como crítica a un país que no solo descuida sus universidades, sino también los objetos sociales y naturales alrededor de los cuales la Universidad funciona. Es una película que muestra el sacrificio personal y vital que necesariamente surge como correlato de tal abandono institucional. Este documental de múltiples registros es, pues, una muestra de la vitalidad del cine latinoamericano y colombiano, de su alcance y de su potencia.