Después de un histórico Viva!! y de un Pie de Hierro convertido en manifiesto contrasexual – como podría decir Paul B. Preciado-, Manuel Liñán mostró el pasado 15 de septiembre en el Teatro de la Maestranza y como parte de la programación de la XXIII Bienal de Flamenco de Sevilla Muerta de amor, un espectáculo creado en la residencia In Progress de Flamenco Festival que dirige Miguel Marín. Como ya ocurriera con Viva!!, Muerta de amor es una declaración coral y colectiva al amor en toda su extensión: al abandono, la rabia, los celos, la pasión, el arrojo, lo sensual y el sexo, la cotidianeidad y la rutina, el deseo, la autocensura afectiva y la explosión expresiva, todo un revolcón emocional del que nadie en la Maestranza salió indemne. En esta ocasión, el vehículo musical fue la copla desde el primer instante en el que Mara Rey abrió el espectáculo de manera arrebatadora y desgarradora con un Esclavo de tu amor inquebrantable. Muerta de amor continuó con una concatenación bien diferenciada de piezas coreográficas a dúo, a solo o con el grupo de bailaores al completo. Te confieso, queridx lector·, que no llegué a ver Viva!! en vivo -nunca mejor dicho- y que por tanto me sorprendió aún más si cabe la capacidad técnica, la amplia posibilidad expresiva y sobre todo el despliegue vocal de un conjunto de bailaores –Albeto Sellés, Juan Tomás de la Molía, Miguel Ángel Heredia, Ángel Capel, David Acero y Ángel Reyes– que deslumbró al público interpretando cuplés por bulerías, tangos, guajiras, sevillanas, cantiñas… cantando a su propio baile no solo con solvencia sino con absoluta maestría; siempre arropados por un conjunto musical con Juan de la María al cante, Fran Vinuesa a la guitarra -menudo compositor es Fran Vinuesa!!-, Víctor Guadiana al violín y Javier Teruel a la percusión. La secuencia de bailes se vio nutrida y enriquecida por nuevas apariciones de Mara Rey que generaron una gran expectativa en el público y que sin duda reforzaron el vaivén emocional en el que nos movió continuamente Liñán.
Muerta de amor es un espectáculo vivo y tremendamente elocuente que desde una posición estéticamente confortable conmueve de manera irremediable, gracias también a la colaboración de Ernesto Artillo en la dirección y el vestuario -quizás uno de los artistas más decisivos para el flamenco contemporáneo- y de Gloria Artillo en la escenografía. La tensión que genera cada una de las piezas que configuran este espectáculo se resuelve de manera positiva; el público se dejó llevar por la extraordinaria calidad de los artistas en el escenario y, como pudimos comprobar, aplaudió efusivamente tras el remate de cada pieza y por supuesto al concluir finalmente, cuando no hubo más que rendirse al arrebato enamorado de un Liñán encendido y profundamente emocionado.
Entrada y saludo inicial. S: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. R: Amén. S: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con vosotros. R: Y con tu espíritu.
Acto penitencial. S: Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados. R: Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor. S: Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna. R: Amén. S: Señor, ten piedad. R: Señor, ten piedad. S: Andrés, ten piedad. R: Andrés, ten piedad. S: Ana, ten piedad. R: Ana, ten piedad. S: Antonio, ten piedad. R: Antonio, ten piedad. S: Ylia, ten piedad. R: Ylia, ten piedad. S: Daniel, ten piedad. R: Daniel, ten piedad.
En la nueva Iglesia de lo Flamenco el deseo y la culpa, el cuerpo y la carne, lo animal, lo visceral y las entrañas conviven y de hecho se muestran como conceptos y emociones radicalmente crudas. Andrés Marín y Ana Morales comparten carne a bocados desde el suelo, justo después de que Antonio Campos -matarife, cantaor y guitarrista- comience a despiezar un animal tras afilar el cuchillo con un sonido que sobrecoge -!qué importante es lo sonoro en el flamenco contemporáneo!-.
En un remix tan inquietante como atractivo, sarcástico y seductor, este Matarife/Paraíso presentado en la XXIII Bienal de Flamenco de Sevilla nos conduce por entre las grietas de sentido que nos produce ver todo un Cremaster -a lo Matthew Barney– jondo. Poco importa si transitamos por soleá o seguiriya, si canta Antonio Campos o si es la voz del propio Andrés Marín desde el suelo, en un escorzo boca arriba, la que canta las letras de Laurent Berger, de Campos o de él mismo. Estamos frente a una confesión posthumana en la que Ana Morales, transfigurada en Medusa, en Virgen semanasantera, en rockera trasnochada o en nazarena futurista danza hacia, contra, para y por Andrés Marín, también mudado en danzante carnívoro, Cristo Cautivo, Silvio crucificado -magnífica y francamente divertida la interpretación del Rezaré enamorado- o penitente que vuelve al útero materno en el que se convierte toda iglesia católica.
La violencia expresa de algunos pasajes -que recuerdan poderosamente a un Rodrigo García o a una Angélica Lidell a lo flamenco- convive y retroalimenta a esas otras escenas en las que símbolos de la peculiar fe sevillana se ven fina y también sarcásticamente alterados. Las cornetas de Manuel Jesús López y Francisco Javier Pérez apelan a un imaginario musical hondamente conocido por el público de un Teatro Central repleto. Resulta hartamente difícil describir la potencia de las imágenes que construyen Marín y Morales (AN/AM) a lo largo de Matarife/Paraíso en conjunción con el diseño de iluminación de Carlos Marqueríe, el sonido de Pedro León y sobre todo con el espacio sonoro de Ylia, la escenografía y atrezo de Pepe Barea, el vestuario de Roberto Martínez y los atavíos de José Miguel Pereñíguez pero lo que sí es francamente sencillo recomendar que no se la pierdan. Sin duda, esta propuesta ilustra de manera emblemática un flamenco contemporáneo que se busca de manera incesante y persistente, que nos incomoda porque nos interpela de forma incluso agresiva pero que se convierte en una de las pocas formas de crear hoy.
“Nuevas cartografías en torno a las mujeres y disidencias en la música experimental en España”, es el proceso de la investigación desarrollada en el marco de una Beca de Colaboración en el Departamento de Música de la Universidad Autónoma de Madrid, 2024.
El proyecto se formula en base a la creación de una cartografía que sitúa a las mujeres y disidencias que se vinculan con las sonoridades extremas desarrolladas en España, así como con acciones sonoro-performativas y que tienen algún tipo de vinculación con España en cuanto a delimitación geopolítica. El objetivo es desarrollar un historiografía discursiva en torno a la vinculación entre políticas identitarias disidentes y la subversión sonora para redefinir las significancias sexuales del cuerpo situado.
Este blog está dirigido a todas aquellas personas que tienen interés por conocer y participar en una genealogía alternativa en torno a la música experimental en España: ruidismo, arte sonoro, música electrónica y experimentación sonora no son nada sin el estudio epistemológico del cuerpo.
El desarrollo del uso de las disonancias, la creación de nuevos instrumentos musicales y técnicas extendidas, el futurismo, el dadaísmo y todos los «ismos» que perciben la máquina como un avance y no como una amenaza, provocarán la emancipación del ruido y su conversión hacia una corriente musical determinada, rompiendo con su categoría de «elemento añadido» para pasar a ser el pilar fundamental de la creación. Ligado a un espíritu rupturista, el ruido como música y como composición artística sonora, ha apelado siempre a identidades políticas que se sitúan fuera de la norma o que tienen ideales artísticos no normativamente clasificables. A pesar de originarse en un ambiente altamente fascista —véase el caso del futurismo de Marinetti—, las experimentalidades sonoras ruidistas han permitido a muchas identidades marginalizadas su exploración en el campo sonoro —claramente vinculado con lo corporal—, dado que estos cuerpos disidentes no-normativos utilizan la maquinaria para redefinirse más allá de los límites de la subjetividad. Entendemos así este tipo de sonoridades como la mismísima otredad descorporeizada en la propia práctica y narrativa, tratándose de construir colectividades a partir de lo otro, lo extraño, lo no visto, lo in-mirable. Tal como indica Donna Haraway en su Manifiesto Cíborg (1983):
«La idea sería construir una especie de identidad postmodernista a partir de la otredad, de la diferencia y de la especificidad».
¿Qué le sucede al cuerpo creador en este tipo de sonoridades rupturistas y qué se supone que es lo humano en la música?, ¿qué papel juega el ruido en la construcción de identidades sociopolíticas marginalizadas y desde dónde se desarrollan este tipo de composiciones ruidistas? El ruido siempre ha sido una herramienta fiel y factible a la que apelar para la subversión de la norma estético-sonora, donde se incrementa su potencial revolucionario si el cuerpo creador forma parte de la disidencia identitaria, tratándose de cuerpos marginalizados que provocan rechazo en su mísera contemplación visual. Hablamos así de una política sonora vinculada a los cuerpos desviados y a todas aquellas identidades sexuales despojadas del discurso dominante, así como de la musicología académica. Dicha otredad musical provoca un efecto de horrorismo en la percepción de la obra completa —cuerpo y ruido—, generando un desagrado absoluto a todas aquellas identidades que no se sientan interpeladas con dicho sentimiento rupturista, disidente y diferente —véase el caso de algunas artistas como Diamanda Galás o Joan La Barbara—.
¿Qué podemos escuchar y qué no?, ¿qué queremos percibir y qué no?, ¿en qué parámetros se mueve nuestro deseo perceptivo? Se trata de encontrar una respuesta a la utilización del ruido en la música como elemento intrínseco a su propia materialidad y porqué provoca rechazo y juicios de valores sin base estética. El asentamiento de este fenómeno sonoro en la sociedad no se ha desarrollado desde la nada, sino que responde a una realidad político-identitaria determinada, donde se establece una simbiosis casi natural entre la subcultura y el ruido, lo queer y el ruido, la subversión y el caos. ¿Qué tiene el ruido que produce este llamamiento transgresivo?, ¿por qué sigue generando malestar socio-cultural y rechazo en su práctica?, ¿es fruto de una cuestión física o producto de una construcción social determinada? Sea cual sea la respuesta, dejarnos atravesar por esta realidad sonora reconstruye nuestra identidad, siendo capaz de hacer perceptible lo imperceptible y construyendo un «nosotres» en base a lo socialmente reconocido como lo molesto: el horror del marco sónico.
La experimentación ruidista supone un acto anti-humanístico en cuanto a que la perturbación sonora rompe con la noción de “música universal” o armonía como condición de entendimiento clásicamente hegemónico. La experimentación sonora y, por tanto, la exploración sonora –proceso inconcluso–, habita lo inimaginable, las subjetividades más problemáticas de nuestra realidad: traumas, desastres, límites; horrorismo como perturbación perceptiva y ruptura de nuestro régimen escópico.
La experimentación, la alteración y la tergiversación de los convencionalismos artísticos, supone la des-automatización directa de las espectadoras. El despertar se torna capital en cuanto a impacto e impresión.
Frente al cuerpo puritano que nos instauran a las mujeres y disidencias a modo de norma, la concepción del cuerpo en cuanto materialidad mutilada supone una hibridación excelente con la experimentación sonora“.
Por esto, defiendo el ruidismo no sólo como un desarrollo puramente artístico, sino como un activismo queer y de ocupación de un espacio que se nos ha arrebatado a las que no formamos parte del discurso dominante, ya sea por disidencia sexual o por apelación a las sonoridades extremas como elección y placer estético.
La ubicación geográfica de las artistas no es del todo precisa. Así mismo, su elección es fruto de una investigación y predisposición personal y política. Su actualización será continuada.
Desde que hace ya más de una década la que hoy es la Agencia Andaluza de Instituciones Culturales cancelara las Jornadas de Música Contemporánea que cada año traía al Teatro Alhambra de Granada algunas de las propuestas sonoras más audaces de la composición académica, resulta francamente difícil encontrar ocasiones en las que saciar un oído tan sediento por lo experimental como el de un servidor. Más allá del pequeño gran ciclo anual del Centro José Guerrero y las apuestas puntuales aunque extraordinarias que realiza el Área de Música de La Madraza. Centro de Cultura Contemporánea de la Universidad de Granada, lo contemporáneo -entendido como todo aquello que arriesga, reta, inquieta e incomoda a una audiencia fundamentalmente conservadora- se ha convertido en un mirlo blanco entre los bosques de la Alhambra.
Es por ello que la puesta en escena del ciclo Khôra. Ciclo para cuarteto de saxofones y acordeón microtonal (2013-2019) de José María Sánchez-Verdú (Algeciras, 1968) –en el marco de su residencia en el 73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada– supusiera el pasado martes 9 de julio una experiencia francamente conmovedora, por varias razones.
En primer lugar, porque como muy bien recuerda Joan Gómez Alemany al inicio de su reseña de la reciente grabación del ciclo realizada por Kairos, Sánchez-Verdú permite saborear en Khôra su capacidad para nutrir y amasar el tiempo a través de las nueve piezas que conforman este ciclo compuesto a lo largo de 7 años; tiempo que sin duda no pasa de manera inadvertida para un lenguaje tan consolidado y ya plenamente reconocible como el suyo.
En segundo lugar, porque este ciclo es consecuencia de la complicidad, el compromiso y la militancia que Andrés Gomis, Ángel Soria, Alberto Chaves y Josetxo Silguero -Sigma Project– e Iñaki Alberdi muestran no solo con el encargo e interpretación de piezas de creación, sino también y sobre todo con sus procesos de acompañamiento: Khôra –estrenado en el XI Ciclo de Música Actual de Badajoz en 2020- está pensado y sentido con ellos, compuesto para sus enormes capacidades musicales y teniendo en cuenta su facilidad para encuerpar y situar un planteamiento sonoro tan sutil y complejo como el que siempre exige Sánchez-Verdú. Un ejemplo paradigmático es su interpretación parcial en la clausura de la exposición Brzmienia-Sounds-Sonoridades de Eduardo Chillida, celebrada al amor de Inés Ruiz Artola, comisaria y activista cultural malagueña afincada en Varsovia, en el marco de la capitalidad cultural de Wroclaw en 2016.
En tercer lugar, y en forma de muda reivindicación en un entorno institucional sordo a lo musical contemporáneo –salvo las excepciones ya comentadas-, Khôra nos hizo recuperar ese placer por lo inesperado, esa sensación de extrañeza y fascinación a un mismo tiempo que a casi nadie atrae hoy, cuando la mayor parte de la audiencia y los programadores institucionales prefieren lo conocido, lo confortable, la apuesta segura.
Khôra, entendido como lugar, espaciamiento o emplazamiento hace alusión en Derrida –así lo afirma el propio Sánchez-Verdú- a esa “cosa” que no es nada de aquello a lo cual sin embargo parece dar lugar sin dar jamás nada. El planteamiento sonoro crea un espacio escénico ilusorio, una escultura sonora polimórfica y móvil, un lugar repleto de reflejos, slaps, gestos vocales y guturales, distorsiones, un “algo que se convierte permanentemente en otra cosa” –Ramón Andrés dixit-, un juego de sombras, diálogos, alientos, líneas y cuerpos musicales que se desplazan, una suerte de pieza de conversación sonora –con Juan Muñoz en la mente-. Son múltiples los detalles que podría comentarles en torno al lenguaje sonoro desplegado en composiciones como Khora. Sin embargo, solo me qeuda sugerirles algo: la próxima vez que vean escritas las palabras Sigma Project, Iñaki Alberdi o José María Sánchez-Verdú en algún cartel o programa de concierto, acudan.
En serio.
Acudan.
#Fotografías de prensa proporcionadas por el Festival.
El Teatro Real acoge la ópera Madama Butterfly de Giacomo Puccini, la cual el 10 de junio estuvo dirigida por Nicola Luisotti. Esta ópera está pensada no solo como una representación, sino como un paseo por su historia, ya que el Teatro Real acoge las exposiciones «Puccini fotógrafo» y «Homenaje a Victoria de Los Ángeles», pudiendo además apreciar vestuario que utilizó la soprano para interpretar el personaje de Madama Butterfly. De hecho, estas representaciones están dedicadas a esta intérprete para conmemorar el centenario de su nacimiento y el poder disfrutar de toda una experiencia relacionada con esta obra hace que sea más inmersiva.
Los supuestos escándalos de los estrenos de algunas obras hay que observarlos con cierta distancia. De hecho, sorprende que parte del público abucheara el estreno de esta representación en Madrid cuando este teatro ha acogido óperas que destacan por ser transgresoras, destacando especialmente por su genialidad Moses und Aron de Arnold Schönberg, por ejemplo.
La estética de la escenografía está basada en una gran ciudad japonesa donde impera el consumismo a todos los niveles, incluido el humano y de hecho aparece con grandes carteles y neones. El libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica no narra la historia edulcorada de una mujer, sino de la explotación a la que se sometía a muchas mujeres a principios del siglo XX cuando los soldados estadounidense prácticamente las compraban a través de un matrimonio falso para ellos. De hecho, el personaje de B. F. Pinkerton (interpretado por Charles Castronovo) se casa con una niña de 15 años con el beneplácito de todos sus familiares. Disculpen pero esto sí parece mucho más escandaloso a nuestros ojos de la época que estamos viviendo que la estética con la que se represente.
El peso de la ópera recae por completo en el personaje de Madama Butterfly quien apareció en escena de la mano de Ailyn Pérez trayendo la cohesión entre la orquesta y el escenario. Esta soprano inundó el escenario a todos los niveles interpretativos mediante la exploración por completo de los estados de ánimo de su personaje. El juego en escena de los juguetes que aparecen cuando es una niña y cuando su hijo juega con ellos es un gran detalle. En cuanto al tema supuestamente controvertido del vestuario de esta gran protagonista, entiendo que la camiseta de Hello Kitty también tiene su trasfondo: tal y como comentó su diseñadora Yuko Yamaguchi en la revista Time, es una gata inexpresiva porque la gente puede proyectar sus sentimientos sobre ella. Es decir, Madama Butterfly está desgarrada por la crueldad de su amado y nosotros como público lo estamos viviendo mientras lleva esa muñeca, símbolo a su vez de inocencia y consumismo de la moda kawaii.
En cuanto a la escenografía, personalmente hubiera necesitado más variedad en cuanto a movimiento y ritmo visual, además de contar con recursos variados para acompañar a Madama Butterfly y arroparla mucho más desde sus ingenuos inicios en el amor hasta su trágico final auto inflingido con tan solo 18 años.
En suma, esta interpretación de Madama Butterfly destacó por la coordinación y el entendimiento entre Nicola Luisotti y Ailyn Pérez. Juntos encumbraron de nuevo este personaje con un trabajo soberbio por parte de la soprano, quien llevó todo el peso de esta ópera de manera sublime.
En diciembre de 2019, Paul B. Preciado abrió una grieta en la Escuela Freudiana parisina cuando se presentó ante ella para enfrentarse a lo que él denomina la “nueva alianza necropolítica del patriarcado-colonial y las nuevas tecnologías farmacopornográficas”. Preciado se mostró de manera radical ante una comunidad psicoanalítica que lo tachaba de disfórico, que lo observaba como a un monstruo que era necesario calmar y adormecer puesto que no coincidía con lo que dicha comunidad entendía que debía ser lo normativo.
R O C Í O M O L I N A
es una monstrua.
Es una pregunta incómoda y un temblor de hombros.
Es una prodigio, algo que excede; es cosa extraordinaria.
Es la “sensualidad que nace de un cuerpo libre” -Carlos Marquerie dixit-.
Es la danza que nace de los ovarios, de la sangre y de la condición-de-ser-mujer.
Es ante-cuerpo, ante-brazos y ante-aliento. Es interpelación con una caricia puntiaguda a Los Hombres Buenos cuyos ojos saltan de sus cráneos -con Linda Stupart en la mente-.
Es un cuerpo estremecido, exultante pero también quieto, mínimo, microcelular.
Es materia lunática y torso agitado.
Es Anne Teresa De Keersmaeker, Marlene Monteiro Freitas, Claudia Castellucci y Soledad Córdoba bailando juntas un garrotín experimental.
Es ella sola.
El pasado jueves 27 de junio, en el marco del 73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada, tuvimos la magnífica oportunidad de ver y sentir bailar a Rocío Molina en Caída del cielo, un espectáculo inmenso en el que cohabitan la improvisación del impulso colectivo con una profunda, lenta y personal reflexión acerca de la múltiple diversidad que implica ser mujer hoy.
Acompañada por Óscar Lago (guit.), Kiko Peña (voz, b. eléct., compás), José Ángel Carmona (voz, compás, perc.), Pablo Martín Jones (perc. eléctr.) y una “incomprensible luz de luna oscura”, Rocío Molina desplegó un permanente diálogo consigo misma, con sus músicos y con el público, desde un eterno y -todavía hoy- perturbador silencio inicial hasta la fiesta de flores de mil colores que la llevó al mismísimo patio de butacas.
Efectivamente, Rocío bailó su nacimiento a ser mujer -vestida de blanco, pura e inmaculada-, su hallazgo de lo placentero, lo sensual y de su censurada apetencia sexual -transfigurada en implacable torera con paquete artificial- y, hacia el final de toda una experiencia catártica de casi dos horas, danzó sobre el suelo, arrastrando la propia sangre de sus ovarios, para después saltar y correr eufórica con el flamenco rock electrónico de su cuadro musical.
Lo flamenco transitó entre el código convencional y la práctica de lo sonoro experimental, lo que constituye una raíz tan robusta como ignorada; tanto como lo es la condición de género en una práctica artística esencialmente impura, naturalmente fluida y jondamente queer.