Fiestas que se vuelven desagradables: Hombres vistos por mujeres y mujeres vistas por hombres.

Fiestas que se vuelven desagradables: Hombres vistos por mujeres y mujeres vistas por hombres.

Me da reparo afirmar que me sentí identificado parte de «Había una fiesta» o que entendí o me sentí cercano a cómo se sienten las protagonistas de esta presente novela. Porque por mucho que me interese la literatura femenina, como los que habéis leído otras reseñas mías ya habréis deducido, no soy una mujer y no tengo ni idea de cómo es la experiencia de ser mujer. Lo que si que puedo decir es que siempre trato de preguntar a mis amigas, conocidas y familiares por sus experiencias y trato de estar atento a todo lo que sucede alrededor de ellas por el hecho de ser mujeres. Porque a menudo siento que me acerco más al feminismo cuando trato de acercarme a la idea de qué significa ser mujer en las experiencias particulares de ellas que en las lecturas más abstractas de Butler o Federici (aunque esto último también ayude).

Así que cuando leí que María se sintió intimidada y sola por el hecho de que su amiga Nadia flirteara con un italiano que minutos antes había contribuido a casi asfixiar a su amiga forzándola a beber alcohol a través de un tubo, pregunté a amigas y familiares de edades diversas por experiencias similares. No tardaron en hablarme de fiestas y viajes en los que tenían que soportar a tipos siniestros y babosos a menudo porque una de sus amigas se sentía complacida con que alguno de ellos le riera todas las gracias. Así fue como me di cuenta de como de universal resulta esta corta pero intensa novela.

«Había una Fiesta», habla de un grupo de cuatro amigas, María, Nadia, Jero y Paula, que viajan en el verano de sus dieciocho años a la costa italiana. Un viaje que está condenado a complicarse y que desencadena en una experiencia traumática. La narración no nos habla tanto de la experiencia en si, cosa que agradezco puesto que se estila últimamente un gusto por la morbosidad y los detalles escabrosos que no comparto demasiado, sino de cómo afectan las situaciones que viven sus protagonistas durante el viaje y los diversos incidentes que suceden en él a raíz de la personalidad de cada una de ellas que se va dibujando tanto en el presente novelado como en diversos flashbacks.

Paula y María, que comparten inquietudes artísticas, la primera por la literatura y la segunda por la música, se presentan como más introvertidas y reflexivas, mientras Jero y Nadia son mas terrenales y alocadas. Pero la novela también va de cómo unas influyen a las otras y como no siempre todo es blanco o negro. Son precisamente las reacciones inesperadas, las que se salen del rol en el que parecen estar encasilladas, las que más determinan el desarrollo de los acontecimientos. Por el camino vivimos con ellas un gran número de situaciones que resultan incomodas, no siempre por ser muy graves sino por ser reiteradas y constantes, simplemente por el hecho de ser un grupo de chicas jóvenes que viajan solas, da sole, como les recuerda uno de los impertinentes hombres que las increpan sin motivo alguno. Resultan situaciones frustrantes por las inseguridades que les acaban generando, por lo invisibles que a menudo resultan y se convierten en deseos de que el mundo fuera diferente. No es de extrañar que terminen por mostrarse a la defensiva delante de cualquier acercamiento masculino, tenga las intenciones que tenga y vivan mas tranquilas teniendose solo unas a otras.

Con quien me sentí más cercano es con María, quizás porque la novela le da un peso especial a ella. Tal vez porque mi carácter y el de personas cercanas a mi es parecido al de ella o quizás porque todos en el fondo queremos ser como María y que alguien un día de repente nos diga que tras toda esa inseguridad e introversión existe un fuerte potencial por descubrir y explotar, que llevamos mucho más dentro de lo que mostramos y que nuestra personalidad es mucho mas completa y rica de lo que nosotros mismos habíamos creído en un principio, pese a todas las piedras en el camino. Porque María admira a Jero y Nadia por su ímpetu y naturalidad sin saber que la admiración es recíproca por motivos diferentes.

Finalmente, la novela da un mensaje que no tiene tanto que ver solo con la feminidad y es que con frecuencia se llega a un momento en la vida (a menudo son mas bien momentos) en los que nos damos de bruces con la realidad, con lo que llamamos el mundo adulto, y descubrimos que aunque tratemos de disfrutar del momento y de seguir adelante siempre pese a cualquier problema con la esperanza, aún infantil, de que al final todo va a salir bien no todo siempre termina bien, no todo está siempre bajo nuestro control y la vida no perdona siempre que dejemos cosas para mas tarde. Es una reflexión interesante, aunque nos hagan madurar a base de golpes nos hacen madurar al fin y al cabo. Como dice Marina en su libro, la vida parece detenerse, pero a pesar de todo, sigue adelante.

Leí en una entrevista a Marina donde comentaba que a veces le cuesta acabar de entender porqué hay hombres que leemos su novela y que tiene curiosidad por saber qué sacamos de ella. Esta novela no entraba en mis previsiones de reseñas, pero ha terminado por gustarme más de lo esperado y esa entrevista terminó por picarme. Siempre es bueno ver nuestra actitud desde el otro lado del espejo. Es cierto que a veces tenemos comportamientos inapropiados sin darnos cuenta, comportamientos que tienen poco que ver con una relación entre iguales y mucho que ver con la cosificación de la mujer que tenemos delante, incluso con mujeres a las que aprecio mucho me ocurre a veces y cuando me doy cuenta me siento muy mal por ello y hago todo lo que puedo para no repetirlo. También les ocurre a algunos hombres de la novela, y mientras la lees resulta muy evidente pero cuesta mas juzgarse a uno mismo. Por eso creo que lo mas importante para mi es que nos comuniquemos y nos escuchemos y perdamos el miedo a ser revisados y a revisarnos a nosotros mismos.

 

Sobre «La paradoja de la historia», de N.Chiaromonte: paradoja o conmoción

Sobre «La paradoja de la historia», de N.Chiaromonte: paradoja o conmoción

Título: La paradoja de la historia. Cinco lecturas del progreso: de Stendhal a Pasternak
Autor: Nicola Chiaromonte
Traducción: Eduardo Gil Bera
Editorial Acantilado (2018)
Colección: El Acantilado, 372
224 págs.

            Una de las principales fortunas que comporta la publicación en castellano de La paradoja de la historia radica en brindar al lector la oportunidad de descubrir la figura de Nicola Chiaromonte: quien haya accedido a la lectura del presente volumen sin previa noticia de su autor habrá gozado del privilegio —no exento de simétrico riesgo— que dicha situación otorga. Preguntarse si Chiaromonte es un intelectual justamente olvidado equivale, en este caso, a preguntarse si Chiaromonte es un intelectual justamente recuperado. Y conviene a tal respecto reparar en el entusiasmo con el que se ha avivado su reivindicación en el contexto hispanohablante durante los últimos años. Destacan en este sentido, además de la edición que aquí se reseña, los esfuerzos de Salvador Cobo, quien no solo ha proyectado, elaborado y difundido una buena suma de notables traducciones de trabajos dedicados a o firmados por el pensador italiano (en Ediciones El Salmón y Revista Cul de Sac, con el apoyo de la Biblioteca Gino Bianco: https://nicolachiaromonteblog.wordpress.com), sino que asimismo ha introducido en nuestro idioma la obra de Dwight Macdonald, íntimo amigo de Chiaromonte y fundador de la revista politics en 1944, cuya contribución puede entenderse como uno de los contrapuntos más relevantes para la comprensión del trasfondo político en el que se recorta La paradoja de la historia, especialmente en lo que al debate sobre el progresismo se refiere.

            El interés que despierta Chiaromonte no es, por lo demás, algo sorprendente si se atiende a su biografía: estandarte de la lucha antifascista en Europa, primero (formó parte del escuadrón aéreo liderado por André Malraux en la guerra civil española), y en Estados Unidos, después (militó en la izquierda intelectual anti-stalinista, publicó artículos en medios como la mencionada politics, The Nation o la Partisan Review, y fue editor de la revista italiana Tempo Presente, junto con Ignazio Silone, hasta finales de 1968). Exiliado de su Italia natal, pero nunca del ideario desde el que había combatido a Mussolini, Hitler y Franco, fue en América donde alumbró La paradoja de la historia con motivo de la invitación de la Princeton University en 1966 para participar en los Gauss Seminars (su ciclo de conferencias, rotulado Relation Between History and the Novel, discurrió en paralelo a Contemporary Interpretations of Romanticism, el curso impartido por Paul de Man que años más tarde daría lugar a Blindness and Insight). Si a estos hitos y  reconocimientos añadimos el testimonio de amistades como Hannah Arendt, Albert Camus o Mary McCarthy nos hundimos en la extrañeza, precisamente, al comprobar la necesidad de devolver a nuestro autor a la popularidad que lo acompañó en vida. Acaso el interrogante por el significado de este olvido constituya uno de los puntos de fuga en los que se cifra el gesto político que implica semejante recuperación, pero extraiga cada cual  su propio juicio y ocupémonos en lo que sigue del análisis y comentario de la obra en cuestión.

            En primer lugar, cabe señalar que ésta se trata de un ensayo que habita un territorio difuso, colindante, por una parte, con la crítica literaria y, por otra, con la filosofía práctica. La alusión a novelas y novelistas es manifiesta, pero su tratamiento dista tanto del rigor filológico como de enfoques metodológicos próximos a las escuelas hermenéuticas imperantes en los Estados Unidos de las décadas de 1950 y 1960 —de hecho, el planteamiento de Chiaromonte se sitúa en unas coordenadas diametralmente opuestas a las que, por ejemplo, vertebraron de manera general la New Criticism—. Así, lo que a priori se anuncia como el decantado de la visión de la historia de Tolstói, Malraux, Stendhal, Martin du Gard y Pasternak finalmente se acaba pareciendo más a la exposición de una meditada premisa orientada al soporte de «Una época de mala fe», la sección conclusiva, diagnóstica y de marcada impronta moralista.

            Cada capítulo está consagrado, por tanto, a los presupuestos en relación con el concepto de historia que operan en títulos como Guerra y paz, La cartuja de Parma, Los Thibault, La esperanza o Doctor Zhivago. El resultado de estas prospecciones, sin embargo, es dispar. Ocupan una posición prominente las disquisiciones a propósito de Stendhal y, sobre todo, Tolstói, en cuya literatura se formula la paradoja de la que Chiaromonte nos advierte desde el mismo rubro de su libro. Las reflexiones en torno al escritor francés pueden interpretarse, entonces, a la manera de un postulado anticipador que polariza el resto de páginas que integran La paradoja de la historia: «[…] la gran epopeya no existe; ni siquiera la historia existe. Todo lo que hay son incidentes aislados, individuos aislados, fugaces impresiones subjetivas y, muy importante, el sueño juvenil de la epopeya napoleónica. Y además de todo ello existe el tumultuoso cúmulo de los llamados hechos objetivos» (p. 15). La grandeza del acontecimiento histórico y la solemnidad de las aventuras ceremoniales se disuelven en Stendhal con el espasmo de una carcajada irónica, y es el escepticismo generatriz de dicho acto, la animosidad deconstructora del gran relato de la Causa, lo que invoca Chiaromonte en la antesala de su conjura contra el Progreso. En esta cruzada replica el posicionamiento del propio Stendhal frente al estilo romántico representado por epítomes como Victor Hugo: si la «vida real», dominada por la tensión entre la búsqueda del beneficio personal, la casualidad y la voluntad ajena, es impotente para erigirse en el centro sinóptico desde el que la narración omnisciente despliega su letanía, Los miserables establece con la batalla de Waterloo el mismo tipo de vínculo que los personajes de La Bohème mantienen con los hepáticos bebedores de absenta que deambularon por el Barrio Latino durante la década de 1840. Cuando Chiaromonte decide contemplarse en el reflejo de la experiencia individual de Fabrizio del Dongo asume un rol autoconsciente que condena toda alegoría de ambición totalizante; el elemento audaz de su invectiva radica en una reducción al absurdo que funciona como bisectriz del romanticismo y la recepción norteamericana del marxismo soviético, como punzante analogía que compara la obstinación del nacionalismo decimonónico con la incapacidad de la izquierda progresista para saber descifrar el desenlace de la II Guerra Mundial y asimilarlo como síntoma del fracaso de sus esperanzas. 

            Pero lo que pese a tan encomiable programa suscita cierto sentimiento de perplejidad estriba no tanto en el contenido de La paradoja de la historia como en su forma: las «cinco lecturas del progreso» se prestan sin demasiada resistencia a la disposición enfrentada de dos contingentes enemigos sobre el tablero de una historia de la novela pergeñada ex profeso, en la que Stendhal debe medir sus fuerzas con Tolstói, Malraux con Pasternak, y donde cada duelo extiende una velada invitación al pensamiento de que en tales enfrentamientos siempre hay un único vencedor, a saber, quien fomente con mayor éxito la apostasía de la religión histórica. La apariencia de inventario no consigue camuflar este dispositivo ideológico, aunque su detección, ciertamente, evidencia un paralelismo con el problema que se tematiza en el apartado dedicado a Tolstói: la batalla, mutatis mutandis, es ahora el canon literario, y establecer una frontera entre los autores que elaboran una concepción laica de la historia y sus oponentes conlleva incurrir en la puesta en práctica de un dramatismo que ha sido proscrito por el propio crítico. El salvoconducto que diferencia a Chiaromonte de todos aquellos que engrosan las filas del progresismo edificante consiste en el reconocimiento explícito de esta contradicción, una toma de conciencia que turba a su víctima pero no la rinde, de modo idéntico a como el impacto del disparo vecino excitaba a Fabrizio sin disuadirlo de su compromiso, de su militancia.

            Fundamentalmente, «Tolstói y la paradoja de la historia» es un comentario de «El erizo y el zorro», de Isaiah Berlin, preocupado por las dificultades metafísicas que apareja el intento de conciliación entre una postura que declara libre al ser humano y la posibilidad de un discurso histórico que incorpore semejante idea. Esta antinomia, que puede ser ilustrada mediante expresiones alternativas, se resume en la yuxtaposición polémica del «intuitivo sentido humano de la libertad y el hecho evidente de que los acontecimientos a gran escala (aquéllos en los que un gran número de individuos parece obedecer a una sola voluntad y un solo poder) tienen que ser determinados por causas generales» (pp. 39-40). Huelga enfatizar la estrecha conexión que existe entre este dilema filosófico y el debate con respecto a la nueva hoja de ruta que debía guiar en la segunda mitad del siglo XX a la izquierda anti-stalinista de la que Chiaromonte formaba parte. La secularización de la historia, que en realidad se reduce a un reemplazo de los dioses del mundo clásico por los del mundo contemporáneo —aquéllos que dotarían a determinados sujetos de la justificación necesaria para el ejercicio de su dominación—, concierne a Tolstói, sin embargo, en la medida que continúa requiriendo una explicación que deshaga el nudo gordiano de la lógica del poder: ¿cuáles son, en nuestras sociedades postindustriales, tales fuerzas?

            Chiaromonte examina la tesis tolstoiana según la cual la conciencia de libertad sería la fuente de un autoconocimiento completamente aislado e independiente de la razón. El argumento descansa sobre la base de la imprevisibilidad, de la indeterminación que caracteriza a las acciones consideradas como libres. Y de ello se sigue que la historia, entendida como la disciplina encargada de comprender la interacción entre el azar y ambas potencias —las que emergen del individuo que se piensa libre y las encarnadas por los focos de irradiación del poder—, representa un campo privilegiado de conocimiento. Esta pretensión acarrea, a su vez, tres asunciones: 1) que no (o que ya no) tenemos una verdad o certeza esenciales, pues en caso de tenerla no seguiríamos buscándola en el campo de la contingencia y la relatividad; 2) que no buscamos esa verdad en el dominio del espíritu, sino en el de la acción, lo que quiere decir que a pesar de encontrarnos en un estado de confusión e incertidumbre, estamos persuadidos de hallarnos en el más sólido de los ámbitos —el de los hechos y los actos—; y 3) que identificamos las acciones políticas y bélicas —la violencia organizada con un propósito— con una moral absoluta. Ante ello, Tolstói reivindica la novela desde la convicción de que solo el arte es capaz de elaborar una narración que atienda a dichos parámetros. Y Chiaromonte, en un gesto análogo, reivindica la crítica literaria —o, cuando menos, algo que no se diferencia demasiado de ella— como la arena en la que con mayor efectividad política se disputan los escollos teóricos de la lucha contra el progresismo. Mejor que en ninguna otra parte, Tolstói distinguió estas dos perspectivas en «Algunas palabras a propósito de Guerra y paz»: «El historiador y el artista se proponen, al bosquejar el cuadro de una época, objetos completamente diferentes. El historiador partiría de un error si quisiera representar a un personaje histórico en su totalidad, en la complejidad de sus relaciones con todos los lados o aspectos de la vida. Del mismo modo, el artista no haría bien su labor si presentara siempre a su personaje en su actitud histórica. Kutuzov no está siempre en su caballo blanco, con un catalejo en la mano y señalando el lugar en donde se halla el enemigo» (Tolstói, L. (2011). Guerra y Paz (vol. 2). Madrid: Alianza Editorial, p. 919). Los textos dedicados a Martin du Gard, Malraux y Pasternak son variaciones —menos logradas— sobre este mismo tema, que podemos sintetizar en el par categórico «destino-carácter»: una dicotomía que la tradición filosófica ha explorado con especial fertilidad.

            La crítica de Chiaromonte a la «época de mala fe» que se despliega en el capítulo final insiste en la reformulación de la discusión moral y política en términos de descreimiento con respecto a la evolución, el progreso o el perfeccionamiento sostenidos desde una concepción proyectiva de la historia. Antes bien, las ilusiones frustradas, las esperanzas malogradas o, en definitiva, el resultado de los acontecimientos imponen un retorno a la realidad por la vía de la conversión a la inmediatez de la experiencia y la naturaleza. Esta retórica del desengaño y la resistencia puede recordar a la revisión de las virtudes teologales por parte de figuras como A. Camus o G. K. Chesterton, lo cual supone un elemento más de juicio a la hora de interpretar no solo La paradoja de la historia, sino la aportación intelectual de Chiaromonte en su conjunto. Es el regreso a la esfera individual del problema —en la que el sujeto ha de situarse frente a sí mismo, frente a la sociedad y el mundo— probablemente el legado más desafiante y controvertido del pensador italiano: «El primer paso es liberarse de la fe en el mundo actual y sus ídolos, que lo convierten a uno, por elevadas que sean sus ideas, en su cómplice y prisionero. El segundo es rechazar la más pervertida de las ideas comunes, a saber, que el curso de las cosas debe tener un solo significado, o que un solo sistema puede integrar todos los acontecimientos y justificarlos en nombre de una idea abstracta o una “tendencia” histórica. El tercero es liberarse completamente del falso optimismo que subyace en el movimiento acelerado pero estructuralmente predeterminado de las sociedades contemporáneas. Por último, hay que aceptar el hecho de que el mundo y nuestra existencia son sólo fragmentos de una totalidad eternamente impenetrable» (p. 219). El lector habrá de dirimir si este itinerario, paradójico a voluntad, es suficientemente convincente o si, por el contrario, es suficientemente conmovedor. En cualquier caso, no deja de ser significativo que alguien como Chiaromonte creyese en los últimos años de su vida que ambas cosas eran equivalentes, y que los renglones del presente (como también se defiende desde la tradición literaria a la que pertenece Tolstói) debían escribirse en el lenguaje de la compasión.

El café eterno de Berlín

El café eterno de Berlín

En el café solo hay un cliente. Está sentado a una mesa de mármol con el tronco inclinado hacia delante en una postura que realza su joroba. Con un lápiz garabatea una caricatura en uno de los márgenes del Berliner Tageblatt, el diario más vendido de Berlín, que esa mañana del domingo 25 de julio de 1922 abre su portada con el siguiente titular en mayúscula: “¡WALTHER RATHENAU ASESINADO!”. El atentado al entonces ministro de Exteriores de Alemania, que representó, en palabras de Stefan Zweig: “el comienzo del desastre de Alemania y Europa”, es el punto de partida del nuevo libro: Café bajo el volcán. Una crónica del Berlín de entreguerras (1922-1933) de Francisco Uzcanga Meinicke publicado en Libros del K. O. (2018) que como ya revela el título trata, a modo de crónica periodística, sobre un café, el emblemático Romanisches Café de Berlín en los convulsos años de la República de Weimar.

La labor divulgativa que ha venido desarrollando el autor en los últimos años nos ofrece la posibilidad de adentrarnos en los mejores textos del periodismo clásico alemán con sendas antologías: La eternidad de un día, Acantilado, 2016 y Nada es más asombroso que la verdad, Minúscula, 2017. Ahora hay un nuevo motivo para estar de enhorabuena. Café bajo el volcán es un libro entretenido que atrapa desde la primera página pero no por ello falto de rigor; muestra de ello es la completa bibliografía que utiliza, la mayor parte en alemán, y las numerosas citas y anécdotas que acompañan y amenizan su lectura. Está compuesto por doce capítulos ordenados cronológicamente (cada uno corresponde a un año desde 1922 hasta 1933) centrados en los personajes y episodios históricos más relevantes de aquellos años. Se dedica bastante espacio al contexto social, económico y político. Con ello pretende el autor acercar el tema al lector hispanohablante y facilitarle una composición de lugar.

En el libro hay constantes vaivenes entre el tiempo y el espacio de la narración y del narrador. Un billete de cien mil marcos que perteneció a su bisabuelo le sirve de excusa para adentrase en los años de inflación y recesión económica alemanas; una estancia en la capital alemana para comparar el Berlín actual con el pasado; un análisis del diario sensacionalista Bild, el más vendido en Alemania, para añorar el periodismo de antes; o cuando especula con la posibilidad que un antepasado suyo coincidiera con Kurt Tucholsky en el frente en Verdún.

Los protagonistas del libro son el Romanisches Café y sus clientes habituales, entre los que se encontraban escritores, periodistas, pintores, actores, directores de cine, científicos y políticos destacados como Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Kurt Tucholsky, Carl von Ossietzky, Joseph Roth, Sylvia von Harden, Otto Dix, Max Liebermann, Anita Berber, Billy Wilder, Albert Einstein o Rosa Luxemburg, por citar a algunos de ellos. Personajes que han trascendido menos como John Höxter, dibujante y caricaturista, son también importantes en esta historia. De él se cuenta que pasaba largas horas en el Romanisches Café (de ahí su sobrenombre del “eterno cliente”) dibujando y soltando ingeniosas pullas entre los clientes. La frase: “Ante Dios y el camarero todos somos iguales.” lleva su rúbrica.

El Romanisches Café, que hoy ya no existe, estaba situado en la Auguste-Viktoria-Platz, la plaza donde desemboca la Kurfürstendamm (la Ku’damm para los berlineses), una de las avenidas más concurridas de Berlín, muy cerca de la Iglesia Memorial a cuyos pies, en el mercadillo navideño, tuvo lugar el atentado islamista en diciembre de 2016. El café ocupaba el bajo y la primera planta de un monumental edificio en estilo neorrománico, el Romanisches Haus II (Casa Románica II), era espacioso y poco luminoso, a lo cual sin duda contribuía el humo del tabaco que se extendía por doquier y el cielo, por lo general grisáceo, de Berlín. La clave de su éxito sigue siendo un misterio, pues tampoco destacaba ni por su plato principal, una salchicha bañada en salsa de gulash de aspecto poco apetitoso, ni por su insípido café aguado. Según la leyenda todo empezó cuando la poetisa Else Lasker-Schüler, ofendida por una crítica a su poesía, decide abandonar el punto de encuentro habitual de su tertulia en el Café des Westens y trasladarse con su séquito de contertulios al Romanisches Café, que estaba justo unos metros más allá. Con los años este se convertiría en uno de los cafés más emblemáticos de Berlín con la tertulia de Else como uno de sus principales reclamos.

A mediados de la década de 1920 conoció el Romanisches Café su época de esplendor. El lugar era un hervidero en muchos sentidos. Había mucha actividad en el café, pues allí, entre otras cosas, circulaba mucha información (y chismes), se establecían contactos, se entablaban relaciones, se cerraban acuerdos, se coqueteaba, se discutía, se provocaba y se creaba. Sobre todo resultaba interesante ser partícipe de todo aquello para la gente que estaba en el negocio de la cultura o para el que aspiraba a entrar en él.

Para Goebbels la calaña del Romanisches Café, nido de “judíos bolcheviques”, representaba lo que él llamaba literatura de asfalto (Asphaltliteratur) para referirse a una cultura corrompida y degradada a la que contraponía otra pura y auténtica, la poesía del pueblo alemán (Heimatdichtung), de la que se consideraba a sí mismo representante y que propagaba desde su revista Der Angriff (El ataque) y los medios que tenía a su alcance. Desde finales de la década de los veinte las SA, las tropas de asalto del partido nacionalsocialista alemán, ocupaban una mesa en el Romanisches Café, hecho que va a coincidir, como no podía ser de otra manera, con el decaimiento y fin del café tal y como se conocía hasta entonces, hasta que finalmente en 1943 una bomba aliada, como ofendida por tal agravio, se lo llevó definitivamente. En el epílogo se narra el destino especialmente trágico de algunos de los clientes del Romanisches Café que previamente habíamos visto triunfar, fracasar, luchar, amar, odiar, reír y llorar.

Sin duda, la República de Weimar constituye un punto y aparte en la historia alemana y europea. A pesar de su fracaso conviene no olvidar algunos de sus logros y conquistas sociales y democráticas como el sufragio y la emancipación femeninas, la superación de ataduras morales y tabúes, el avance científico y técnico, y la mejora de las ciudades y condiciones vitales. Fue también una época significativa para la cultura y el arte en general caracterizada por los movimientos de vanguardia y por el derroche de creatividad y de genio que tuvo su epicentro en Berlín y a uno de sus símbolos más representativos en el Romanisches Café.

De este periodo histórico podemos aprender que no basta con mantenerse al margen de los acontecimientos. Para salvaguardar la democracia es necesario hacer frente y contrarrestar sus amenazas implicándose políticamente. Se trata de una tarea perentoria que se impone hoy más que nunca ante el resurgimiento y el avance de los movimientos racistas, xenófobos e intolerantes en nuestras sociedades.

Por último, cabe destacar las valiosas páginas que dedica Uzcanga Meinicke a explicar el contexto social, económico e histórico donde se desarrolla esta historia. Resultan un gran aporte divulgativo que no cae en tópicos ni lugares comunes como cuando explica las causas que auparon a Hitler al poder. Café bajo el volcán es un libro para ser leído. Uzcanga Meinicke demuestra con él todo lo que se puede alcanzar cuando se transmite con pasión y conocimiento. Toda labor por divulgar las Humanidades, y este es un buen ejemplo, es bien recibida.

 

 

Balenciaga y las santas de Zurbarán. Sobre Alta Costura, por Florence Delay

Balenciaga y las santas de Zurbarán. Sobre Alta Costura, por Florence Delay

 

Título: Alta costura

Autor: Florence Delay

Traducción: Manuel Arranz

Editorial Acantilado (2019)

Colección: El Acantilado, 389

88 págs

            La publicación de Alta costura, de Florence Delay, coincide con la exposición temporal “Balenciaga y la pintura española” en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Ambas iniciativas abordan una idea que se ha esbozado con anterioridad —por ejemplo, en la pionera monografía de Marie-Andrée Jouve sobre el diseñador de moda—: la aseveración de que «la pintura española es sin lugar a dudas la principal fuente de inspiración de la que Balenciaga extrae sus ideas». Pero, si en la muestra comisariada por Eloy Martínez de la Pera es Balenciaga el centro gravitacional que polariza cada uno de los cuadros que la integran, en Alta costura el peso temático es el inverso, descansando sobre la figura de Zurbarán y su serie dedicada a retratos de santas. El texto de Delay comienza con una sutil observación al respecto: la simetría que existe entre la indiferencia con que éstas portan sus excelsos trajes y la impavidez con que sujetan los diversos instrumentos que fueron herramientas de tortura en sus respectivos martirios. El misterio que recorre esta extraña analogía atraviesa también la biografía de quien representa una de las máximas expresiones de la pintura en la España del Siglo de Oro; frente a la abundante información de la que disponemos en el caso de Velázquez, numerosos son los vacíos que hacen vidriosa a nuestra mirada la imagen proyectada en vida, más allá de los lienzos, por Zurbarán. Ello constituye asimismo un interesante trasfondo para las reflexiones de Delay, que se articulan en breves capítulos titulados con el nombre de sus protagonistas y agrupados conforme a distintos motivos temáticos, a excepción del tramo final, donde se traza la conexión con Balenciaga, y de tres apostillas, en las que se recopilan datos históricos sobre Zurbarán y funcionan a la manera de bisagras con relación al resto del material de Alta costura.

            Se inicia este detallista itinerario con dos de las muchas historias cuyo denominador común ha dado en llamarse el «milagro de las rosas»: las de Casilda de Toledo e Isabel de Portugal. El patrón se replica en ambos apartados: primero, una cuidada descripción de lo que contemplamos dentro de los límites del marco, prestando especial atención al modo en que la indumentaria se ilustra mediante adornos, pliegues y bordados. A continuación, una semblanza contextual de la repetición del complemento del ramo de rosas, aquí sintetizada en la siguiente secuencia: «Muchachas, mujeres jóvenes, desobedecen la autoridad de un padre o de un esposo en nombre de un impulso irreprimible. Padres o esposos, estupefactos después del desmentido milagroso de su acusación, dejan libre curso a su vocación» (p. 19). Sigue la paradoja de Justa y Rufina, que hunde sus raíces en la tradición de Sevilla, y se funda en la tensión del contraste entre la austeridad con que la leyenda caracteriza a las dos santas y la suntuosidad de los vestidos con que el pincel de Zurbarán las dibuja (esto mismo puede extrapolarse a la colección en su totalidad). Las impetuosas tres Catalinas de Alejandría y la Margarita de Antioquía, vestida de pastora, son entrelazadas por Delay a través del recuerdo de pasajes del juicio a Juana de Arco (Delay encarnó a la heroína en la adaptación cinematográfica de Robert Bresson, Procès de Jeanne d’Arc, de 1962), quien las invoca frente a los inquisidores para reafirmarse en su defensa.

            Marina de Aguas Santas, Águeda de Catania, Lucía de Siracusa, Engracia de Zaragoza, Eulalia de Mérida (que da nombre al primer texto literario escrito en lengua francesa, la Secuencia de santa Eulalia, compuesta hacia el 880), Eufemia de Calcedonia,  Inés, Emerenciana y, finalmente, Apolonia (la última en ser visitada por Delay, y cuya localización en el Louvre es hallada sólo después de haber resuelto varios enigmas) completan el extraordinario catálogo, haciendo de Alta costura un híbrido a caballo entre el entretenido santoral y el cuaderno de notas inteligente y minucioso. El libro concluye con dos referencias fugaces al mariscal Soult, un apellido clave para el rastreo del itinerario de algunas de las obras de las que habla Delay, y con la mención a Balenciaga y al museo de Getaria, donde la autora corroboró su intuición a propósito del vínculo entre los dos artistas españoles.

           

           

Épica fuera de campo: Giovanna d’Arco en el Teatro Real de Madrid

Épica fuera de campo: Giovanna d’Arco en el Teatro Real de Madrid

 

            Algo valioso habrá de entrañar la Giovanna dArco de Verdi cuando se le sacude el hisopo de una nueva representación. Que esta se articule en versión de concierto, y con maestros de ceremonias como Plácido Domingo, James Conlon, Carmen Giannattasio y Michael Fabiano, arroja luz sobre las razones que pueden alentar el acontecimiento. Y lo mismo cabe apuntar a propósito de los dos textos que conforman el programa de mano: la introducción de Joan Matabosch, en buena medida consagrada a la contextualización de los estrenos españoles de este título y a la crítica del libreto de Temistocle Solera, y el valioso estudio de Liana Püschel, concentrado en las diversas metamorfosis fictivas del personaje histórico de Juana de Arco (resulta agradecida, a este respecto, la vindicación de la Canción en honor de Juana de Arco, de Cristina de Pizán) y, especialmente, en la adaptación musical verdiana.

            La virtud esencial de Giovanna dArco, a nuestro juicio, radica en su partitura, un sofisticado dispositivo de contención donde el empleo de la orquesta y la equilibrada dialéctica entre coro y solistas aquilatan la progresiva construcción de los distintos episodios que jalonan la historia de la campesina francesa. Esta lógica pudo intuirse desde los compases iniciáticos de la Sinfonia, hábilmente interpretados por la Orquesta Titular del Teatro Real bajo la dirección de Conlon, quien, a su vez, delineó con éxito las transiciones entre números y los fraseos seccionales de todo el prólogo. La aparición de las voces principales, sin embargo, evidenció una irregularidad notable: convencieron más en sus presentaciones Fabiano (Carlo VII) y Domingo (Giacomo) que Giannattasio (Giovanna), y brilló por encima de cualquier otra intervención un —progresivamente más seguro— Coro Intermezzo, que aportó durante el transcurso completo de su actuación el empaque del que ocasionalmente careció la entonación del elenco protagonista.

            Tras un preludio templado, el Acto I propició eventuales heroicidades líricas en el vuelo melódico de algunas arias, como fueron los casos de Franco son io, ma in core (que se desarrolló con la moderación demostrada hasta entonces por Domingo, pero probando ahora una firmeza más reconocible) y el O fatidica foresta, en el que la soprano italiana permitió entrever por vez primera la solidez del carácter de Giovanna (a pesar de la zozobra y agitación emotiva que relata la letra de este cuadro). La mejora se hizo patente incluso a través de la presencia escénica, siempre a medio camino entre el formato operístico y la versión de concierto, pero no exenta de gestos dramáticos (si bien se habían dispuesto tres atriles y sillas de manera fija, el ritual de salidas y entradas de cada uno de los papeles respetó la dinámica de una función escenificada).

            Tras el receso protocolario, la segunda parte confirmó la tendencia ascendente con la que se había desenvuelto el último tramo del Acto I: Fabiano y, particularmente, el tándem Domingo-Giannattasio brindaron una lectura (en su acepción literal: durante no pocos pasajes la atención al pentagrama fue excesiva) notoriamente más solida, provista de audacia y soltura inadvertidas hasta el momento, y suscitando casi de inmediato la empatía con el público. A guisa de ejemplo puede aducirse el Ecco il luogo de Giacomo, ejecutada por un excelso Domingo en su registro medio, sin gran despliegue de decibelios, pero exhibiendo maestría en la métrica y dicción de los versos. Es de tal modo como se encadenaron prácticamente la totalidad de escenas de los actos segundo y tercero, a cuya meritoria factura también contribuyeron las aportaciones de Moisés Marín (Delil) y Fernando Tardó (Talbot). El apartado coral no abandonó el nivel alcanzado previamente y ofreció de forma ininterrumpida cobertura musical al crecimiento de solistas y orquesta. Así, lo que inicialmente no había trascendido la mera corrección, en la segunda parte logró conquistar cotas más acordes con la entidad del reparto, hasta el punto de enhebrar lo que podría denominarse una narración épica fuera de campo. Acaso no sea pertinente cifrar en este triunfo postrero la verosimilitud y vigencia de Giovanna dArco, pero sí, al menos, la justificación de un esporádico rescate como el presente. Si se reúne la suficiente fe (también sobre la tarima), igual que la Juana de Arco de Solera, podemos, finalmente, contemplar cómo s’apre il cielo.

Fuego fatuo a medio gas: Il Trovatore en el Real

Fuego fatuo a medio gas: Il Trovatore en el Real

 

            El parentesco etimológico que vincula la voz fatuus (fatuo, ilusorio; derivada del verbo fatuor, que designa la posesión o el delirio experimentados durante un acto profético) con el término fatum (hado, destino) puede servir para ilustrar el riesgo que, en toda obra artística (lo cual, desde luego, incluye el género de la ópera), conlleva, casi como una fatalidad, subrayar lo evidente. Este es el peligro que la dirección de escena del nuevo montaje de Il Trovatore (coproducción del Teatro Real, la Ópera de Monte-Carlo y la Royal Opera de Copenhague), al cuidado de Francisco Negrín, ha decidido asumir, y también el que, en buena medida, es susceptible de hurtar al público, por las razones que a continuación desglosaremos, parte del potencial dramático que la letra de Salvadore Cammarano (adaptación de la novela homónima de Antonio García Gutiérrez) y la música de Giuseppe Verdi alumbraron en 1853.

            En primer lugar, conviene tener en cuenta que los mimbres de Il Trovatore son explícitamente épicos, calculados materiales para la construcción de un espectáculo que epató a la audiencia decimonónica desde su estreno con un éxito insólito y que rápidamente se extendió por Italia y los principales teatros del mundo operístico. Esta naturaleza de marcada impronta romántica se hace patente desde los compases iniciales , cuando Ferrando (un correcto Roberto Tagliavini, a quien solo impidió brillar con fulgor una gestualidad que requirió mayor entusiasmo) sitúa la acción en continuidad con la historia del Conde de Luna, recogida en el aria Di due figli vivea padre beato y antecedida de una notable introducción orquestal, apuntando la tónica general que (si bien con eventuales episodios de histrionismo melódico, cuando no, directamente, de desajustes entre escenario y foso) dominó el transcurso del resto de la representación, siempre bajo la inquieta mirada (y batuta) de Maurizio Benini.

            Los siguientes números se desarrollaron atendiendo a una lógica que puede proyectarse sobre el conjunto total de la función y que ya había sido intuida a propósito de la intervención de Ferrando en el comienzo del Acto I: la acción, en vez de reforzarlo, restó expresividad al canto en la mayoría de ocasiones. Particularmente poco convincentes fueron los duelos de esgrima, que deslucieron los esfuerzos precedentes del espléndido coro y las acertadas voces Artur Rucinski (Conde de Luna),  Hibla Gerzmava (Leonora), y Piero Pretti (Manrico).

            El segundo acto asistió a otra apabullante presentación coral, el célebre Vedi le fosche notturne, que prologó primorosamente la entrada de Marie-Nicole Lemieux (Azucena), quien, a su vez, estuvo a la altura tanto en solitario como en el dúo y la cabaletta con Manrico, si bien, nuevamente, la tensión de su discurso no encontró una traducción adecuada en los elementos escénicos que habían de acompañar aquella. El omnipresente fuego se antojó entonces como una suerte de encubrimiento paradójico: la evocación de la tragedia por parte de la desgarrada historia de Azucena no precisaba ningún recordatorio añadido de la amenaza o la desgracia a ella aparejadas, y todos los gestos orientados a explicitar el contenido de dicho relato resultaron contrarios a su fin, siendo el más innecesario de ellos, probablemente, el momento en que se da a contemplar la calcinada figura del hijo de la gitana.

            La segunda parte se rigió por unos patrones similares, donde los pasajes más sobresalientes volvieron a implicar al coro. Merecieron ser aplaudidos Gerzmava y Pretti en el Miserere d’un’alma già vicina, que siguió a un emotivo D’amor sull’ali rosee, y también cumplió con su papel el tenor mejicano Fabián Lara en el rol de Ruiz. El último acto se precipitó hacia su punto de fuga fatídico con la misma brillantez sonora y la tristemente correspondiente falencia actoral, aunque esta descompensación no llegó a frustrar el cuadro postrero, que, en virtud de su celeridad y naturaleza catastrófica, suscitó una reconocible congoja. Que esta quedase, no obstante, lejos de alcanzar sus cotas más elevadas hay que achacarlo a la carencia de una chispa teatral que avivase las llamas de lo que finalmente no superó la intensidad de un fuego fatuo a medio gas.