por Rubén Fausto Murillo | Jun 28, 2019 | Críticas, Música |
Al fallecer J.S. Bach en 1750, sus hijos, como es normal, se repartieron sus bienes. Dentro de estos, se encontraban un buen número de instrumentos musicales que Bach se había encargado de ir coleccionado a lo largo de su vida. Además de estos instrumentos, tocó que muchos de sus manuscritos autógrafos, también pasarán a ser ahora custodiados por sus hijos, y seguramente, de todos sus vástagos C.P.E. Bach, segundo hijo del maestro, y de su primera esposa, fue uno de los que más cuidado puso en la conservación de semejante legado. Dentro de las obras que recibió, se encontraba una que en la portada del manuscrito tenía escrito “die große catholische Messe” (gran misa católica), nadie en ese momento la conocía, ni sabia a ciencia cierta de que se trataba. La mencionada misa, es una pieza singular, no solo porque Bach era luterano ortodoxo convencido de su fe, lo cual hacia muy extraño que hubiera escrito una misa para el rito católico, si no porque la misma elaboración de la obra, le llevó al maestro dentro de lo que tradicionalmente se ha contado, varias décadas de trabajo.
Se calcula que la Misa en si menor BWV 232 fue escrita aproximadamente entre 1724 y 1749 faltando solo un año para el fallecimiento del maestro. De los 27 números que la integran, la mayor parte están construidas mediante la reutilización de obras ya existentes, y que el adaptó paulatinamente a lo largo de los años. Esta técnica, muy socorrida en la época y llamada “parodia”, lejos de ser algo que demerite el resultado final, al continuar pensando, que solo las obras de nueva creación merecen ser consideradas valiosas, las hace piezas que muestran nítidamente el alto grado de perfección técnica que Bach había alcanzado como compositor. Nuestro maestro no es un autor que se moviera por raptos de inspiración, en el más puro estilo romántico, por el contrario, Bach trabajaba desde la laboriosidad, constante y metódica, demostrando una inmensa erudición, con lo que, cuando Bach componía, lo hacia desde una postura absolutamente diferente a la nuestra: se trataba de alumbrar resultados de la más alta ciencia musical, resultados que enaltecieran el nombre de Dios, en palabras del mismo maestro.
Otras teorías mas recientes, por el contrario, nos dicen que la Misa fue el resultado de un complejo trabajo que realizó Bach no a lo largo de los años, si no en sus últimos meses de vida, en un estado físico ya muy deteriorado y casi totalmente ciego. Lo cierto es que la obra de proporciones inmensas, no fue nunca ejecutada en vida de su autor, las partes que la integran por separado seguramente si, pero la Misa como tal, fue estrena hasta 1835 y editada en 1845, producto de la iniciativa del editor suizo H.G.Nägeli que había comprado a un anticuario el manuscrito original, promocionando su empresa editorial con estas palabras: “ la más grande obra musical de todos los tiempo y de todos los pueblos”.
Por sus enormes dimensiones, es fácil descubrir que esta música sería muy complicado que pudiera ser utilizada en su totalidad en un servicio religioso. Ahora bien, si que es perfectamente posible que se utilicen los números sueltos de la obra de manera independiente, dependiendo de la confesión religiosa que las utilice. De hecho las más recientes teorías sobre nuestra pieza, van encaminadas a demostrar que Bach pensó en una obra que pudiera ser empleada tanto en la iglesia luterana, como dentro de la católica y que por ello, cuenta con el Kyrie y Gloria propios de las dos confesiones, continuando con el Credo ( Sybolum Nicenum) Sanctus y Agnus Dei propios de la iglesia católica. En Alemania, tras su estreno, la Misa en Si menor se convirtió con mucho, en la obra más celebrada del J.S. Bach, incluso por encima de la Pasión según San Mateo.
El pasado miércoles 12 de junio, el maestro Philippe Herreweghe, se presentó al frente de su Collegium Vocale Gente en el Palau de la Musica de la capital catalana, realizando una memorable lectura de esta maravillosa obra. Previo al inicio del concierto, por la megafonía, se nos avisó que Herreweghe estaba lesionado del brazo derecho y que pese a ello, saldría a dar el concierto. Minutos después, vimos salir a la coral y tras ellos apareció Herreweghe, amable y comedido como siempre. Saludó al público y a la orquesta y ya en esos breves segundos, se tocó el hombro derecho con su mano izquierda, mostrando un evidente dolor en la zona.
Iniciada la ejecución de la pieza, sus movimientos ya tradicionalmente crípticos, se redujeron al máximo, dejando casi inmóvil su brazo derecho y apoyándose para conducir al grupo orquestal y coro, en su otro brazo. Cuando percibía alguna imprecisión o algo no le satisfacía, dejaba su puesto en el centro del escenario y acudía casi al frente del atril de sus músicos y marcando pequeños gestos con la mano izquierda, solucionaba aquello que no le gustaba. Se le notaba aun más alerta y pendiente de cualquier cosa, seguramente al sentir que sus condiciones físicas podían entorpecer el transcurso del concierto. El resultado fue una interpretación maravillosa de la Misa en si menor. La enorme calidad que desde hace décadas ofrece el Collegium Vocale Gente y evidentemente Philippe Herreweghe, es inmensa, siendo sin lugar a dudas, todo un referente en la interpretación de la obra de J.S Bach.
La próxima temporada será para los amantes de la obra de J.S. Bach sumamente interesante, porque tendremos la oportunidad de disfrutar de la interpretación de las dos pasiones del genio de Leipzig, justamente bajo la dirección de Philippe Herreweghe. Por ahora, nos queda aun el regusto de una lectura, llena de rigor, y precisión, pero así mismo llena de musicalidad y vida de esta sorprendente Misa en si menor. Seguimos.
por Irene Serrahima Violant | Jun 18, 2019 | Críticas, Música |
El 27 de mayo, dentro del Ciclo Glass del Palau de la Música, Ictus Ensemble, Collegium Vocale Gent y Suzanne Vega llevaron a cabo la versión concierto de la ópera de Philip Glass Einstein on the Beach.
Esta ópera, estrenada en 1937 y la primera del compositor, tiene cuatro actos sin pausa y está escrita para coro y conjunto formado por dos teclistas que tocan órgano y sintetizadores, saxo, flautas y clarinete, además de un violín solista que representa al famoso físico Albert Einstein.
La representación fue de 200 minutos non stop de motivos breves en bucle que se aumentaban o disminuían en el tiempo y espacio con distintos patrones rítmicos, sucesión de números recitados, textos de Christopher Knowles, Samuel M.Johnson y Lucinda Childs y cambios de instrumentación, que creaba una sensación envolvente, también evocada por el montaje visual de Germaine Kruip, que iluminaba al público de tal manera que lo incluía en la obra. Los músicos que no tocaban formaban parte de la escena con sus ropas extravagantes y su actitud relajada y «playera» y compartiendo la actitud expectativa del público. Los que sí, lo hacían desde distintas partes del escenario y posiciones, ya fuera lateral, frontal o de espaldas al público, contribuyendo a crear la atmósfera necesaria para el transcurso de la obra y supliendo de esta manera la escenografía omitida.
Suzanne Vega destacó como narradora, con una entonación declamada, precisa y muy bien trabajada, que a veces se quedaba en segundo plano, como un timbre característico que aportaba color -igual que los números entonados por el coro-, o como la «voz cantante», por ejemplo, en su poderoso discurso All Men Are Equal de Samuel M. Johnson.
por Diego Zorita Arroyo | Jun 13, 2019 | Críticas, Libros, Literatura |
Título: Tango Satánico
Autor: László Krasznahorkai
Traducción: Adan Kovacsics
Editorial Acantilado (2017)
Colección: Narrativa del Acantilado, 297
301 págs.
La novela se inicia con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje adormilado, Futaki, que todavía entre sueños escucha el lejano tañido de unas campanas o de una campana y sorprendido por ese sonido líquido e inesperado sale de su sueño y se acerca a la ventana como si desde esa posición pudiera ver aquel objeto cuya existencia reconoce imposible pero cuyo sonido percibe con claridad. Futaki sabe que en la explotación, el páramo postindustrial que pueblan los personajes de esta novela, nunca hubo campanas, únicamente hubo una antigua ermita ubicada a las afueras de la explotación en cuya torre se podía ver una pequeña campana. Pero Futaki está plenamente convencido de que la distancia que media entre la ermita y la explotación haría imposible que el sonido de esa diminuta campana se percibiera con la claridad y la nitidez con la que en ese preciso instante está percibiendo el tañido líquido e inesperado de unas campanas o de una campana. Y así es como se inicia la novela de Krasznahorkai, que posteriormente Béla Tarr adaptara al cine, pero curiosamente así también finaliza: con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje apoltronado y agorafóbico que ha dedicado toda su vida a la contemplación y el registro de la vida en la explotación desde la ventana de su habitáculo y que, al percatarse de la despoblación, escucha con claridad y nitidez el tañido de las campanas y decide abandonar su casa y seguir su melodía.
No es casual que el inicio y el final de la novela se articulen en torno al sonido anunciador de las campanas (“En esos sones lejanos y peculiares se le antojó haber escuchado <<la melodía de la esperanza que creía perdida>>, una voz de ánimo ya carente de objeto, las palabras completamente incomprensible de un mensaje decisivo” (pg. 295)) y que los personajes que perciben este sonido y a través de los cuales se constituye esa acción vivan el repicar de las campanas como un signo esperanzador y, en último término, redentor, pues todo Tango satánico es una luenga reflexión sobre la esperanza, la espera y la redención. La obra se inicia con un índice escatológico, las campanas, cuyo sonido es percibido por Futaki como el signo de un futuro prometedor. Sin embargo, la tensión narrativa de la novela se traba en torno a la promesa recurrente de un futuro devuelto y su constante e inexorable negación por un desarrollo narrativo que frustra cualquier avance con sentido hacia el mismo. Es decir, por una parte, cuando la narración se focaliza en los personajes y estos se erigen en centro de coordenadas desde el cual el lector percibe la realidad diegética, no podemos dejar de encontrar índices y señales de un futuro venidero que ha de llegar, mas, por otra parte, cuando la narración asume el punto de vista del narrador en tercera persona el transcurso de los acontecimientos no puede sino confirmar la futilidad, inutilidad e incluso incomprensibilidad de muchas de las acciones de los protagonistas enzarzados la mayor tiempo en disputas absurdas, diálogos delirantes o contemplaciones sin motivo. Resulta en todo punto imposible interpretar las acciones de los protagonistas como inscritas en un desarrollo coherente conducente a un fin concreto y es precisamente el carácter absurdo, refractario al sentido de las acciones de los protagonistas que la esperanza de un sentido y un final se torna más irónica. Esta tensión entre la teleología y el absurdo teje el desarrollo narrativo de la novela y constituye el argumento subterráneo de la misma: ¿qué función cumple la narración en el proceso de dotación de sentido a la realidad? ¿puede la narración dar sentido al mundo sin clausurar su facticidad?
En toda tentativa, en todo flirteo con la teleología no podría faltar el personaje mesiánico que en este caso está representado por una pareja: Irimias y Petrina. En esta pareja emergen ecos de otras parejas ilustres de la literatura universal: Don Quijote y Sancho Panza, Bouvard y Pécuchet y probablemente de ella hayan surgido otras parejas más cercanas a nuestro tiempo como Lars y W., los protagonistas de la trilogía de Lars Iyer. En el caso de Krasznahorkai, Irimias y Petrina constituyen una pareja tan mesiánica como burlesca, cómica e incluso absurda pues, a pesar de que todos los habitantes de la explotación depositen en ellos sus esperanzas y hagan de su vuelta a la explotación uno de los principales índices de que “todo va a salir bien” – merecería la pena dedicar un estudio más detenido a analizar las irónicas concomitancias entre la relación de los habitantes de la explotación con Irimias y la relación de los ciudadanos del siglo XX con líderes tan carismáticos como enajenados y absurdos – ellos no parecen ser sino una arquetípica pareja de payasos en la que Irimias representa el papel del clown, inteligente, verboso y dominador mientras que Petrina representa el papel del augusto, aquel que con su torpeza física y su desatino verbal da pie a la pirotecnia del primero. Y no deja de ser irónico que el redentor sea una pareja de payasos forajidos completamente absurdos y beckettianos y que los personajes no se percaten de su error, un error imperdonable: “confundí las campanadas sonoras del Cielo con las campanas del alma ¡Un sucio vagabundo! ¡Un enfermo mental que se ha escapado del psiquiátrico!¡Soy un estúpido! (pg. 299)” Múltiples son las formas en que la esperanza de una transcendencia se materializa en la tierra y múltiples son los modos en que la espera se erige como prerrogativa de todo poder.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 8, 2019 | Críticas, Música |
Son varios los titulares que hablan de Capriccio, de Strauss, una rareza del repetorio que con gran entusiasmo se ha recibido en el Teatro Real de Madrid, como música entre las bombas o como un espacio de calma entre los ataques de la Segunda Guerra Mundial. No son solo poéticos, sino que exponen el marco en el que se escribió esta ópera y también lo que se le exige a partir de esa circunstancia. Se estrenó en 1942, a la vez que millones de personas eran expulsadas de sus ciudades y otros tantos gaseados en cámaras de gas. Recuerdo el fragmento de El largo viaje, de Semprún, donde cuenta cómo explicó, con todo el detalle que puede un superviviente, las distintas partes y funciones del campo de concentración donde había pasado tantos meses a unas chicas: «Hay, en medio del patio, un hacinamiento de cadáveres que alcanzará tal vez los cuatro metros de altura. Un apiñamiento de esqueletos amarillentos, retorcidos, los rostros del espanto.(…) Me vuelvo y ya se han ido. Han huido de este espectáculo. Por otra parte las comprendo, no debe ser divertido llegar en un bonito coche, con un lindo uniforme azul ceñido a los muslos, y caer sobre este montón de cadáveres poco presentables». Los que no estuvieron en ningún campo -ni real ni potencialmente- podían elegir qué espectáculo ver: si el de la ópera o el del turista -que aún no sabe que lo es- de los campos. Elegir uno u otro -o, más bien, dejar de elegir uno u otro- es cuestión de capricho del que elige. Asé que quizá nunca un título fue tan elocuente como este de Strauss.
En un mundo en desintegración, también el arte, en general, y la ópera, en particular, necesitan ser legitimadas de nuevo. La Teoría estética del filósofo alemán Th. W. Adorno, publicada póstumamente en 1970, se abre diciendo que ya no es evidente el derecho a la vida del arte. Y no lo decía solo por una cuestión estrictamente estética, motivada por ejemplo por la radicalidad de algunas vanguardias que habían llegado incluso a poner en duda la división entre el arte y la vida. Sino también por aquello que aprendió de Benjamin: que no hay un producto cultural que no lo sea a la vez de la barbarie, es decir, que siempre hay procesos de dominación y represión vinculados a aquello que se erige como artístico o cultural. Solo existen pirámides de Egipto porque hubo esclavos anónimos y complicidad contemporánea que lo permitió.
Por eso, Strauss compone entre las bombas una ópera que piensa sobre su alcance, formato y sentido, por más que habitualmente se reduzca a que consiste en la polémica del romanticismo (aunque encontramos su precuela en el horaciano ut pictura poiesis, que propone, en definitiva, la pregunta por la posibilidad de la jerarquía entre artes) entre palabra y música. Sobre ello ya discutieron en numerosas ocasiones Mendelssohn, Brahms, Wagner o Bruckner. Ese es, entre otros, el tema del libreto. Pero, en realidad, la ópera consiste en una pregunta sobre sí misma, algo que ya hizo Strauss al ocuparse de Ariadne auf Naxos y que nos permite establecer un hilo entre Strauss, Kagel, Zimermann y Ligeti. Es decir, entre las figuras fundamentales que llevaron hasta las últimas consecuencias la ópera y, quizá, la dejaron herida de muerte.
No tomarse esta complejidad totalmente en serio es, justamente, la debilidad de la propuesta de Christof Loy en su montaje para el Teatro Real en coproducción con la Opernhaus de Zürich. Encontramos una propuesta muy poco arriesgada, escueta en casi todo. La casa de la condesa, como nos la podríamos imainar en aquellos años 40, ajena a todo lo que sucede en el exterior, con el poeta y el músicos intensísimos en sus disquisiciones que han dejado de importar hace mucho tiempo y, entre medias, un ensayo de una ópera con personajes vestidos de época. Musicalmente, sin embargo, escuchamos collage, citas, montaje y parodia: la sordera ante la propuesta musical de Strauss -que aún tiene mucho de actual- es el mayor defecto de la puesta en escena, que permanece pegada al libreto como si eso fuese lo más importante y no una excusa para todo lo demás. Sin embargo, casi que prefiero que Loy no se exceda, pues el exceso es algo que hay que tener muy claro por qué se hace: los momentos en los que había alguna licencia escénica, como en el final con las dos condesas, en la que una maneja un títere vestido igual que los personajes de la ópera paralela que se estaba montando, mostraban la impotencia de la flaqueza de ideas, que pecan de estetización.
Asher Fisch, en la dirección musical, fue mucho más atento a la ironía y preguntas de la música, junto al buen hacer de los solistas Malin Byström, Josef Wagner, Norman Reinhardt, André Schuen y Christof Fischesser. Esto fue evidente, por ejemplo, en el llamado «Streitenensemble», cuando todos los personajes -como se anuncia en el nombre de la agrupación- discuten a la vez. Es uno de los climax de la obra y no se entiende nada. Strauss emborrona , claramente a propósito con un contrapunto frenético, el debate sobre la poesía, la música y otras cuestiones, algo impensable si de hecho, como se prometía, ese fuese el tema de la ópera. Este montaje, tan pegado al libreto, pasa por alto también las cuestiones que se encuentran ya en Ariadne, donde Strauss polemiza e ironiza sobre la división entre ópera seria y ópera bufa. Tomarse tan en serio el libreto hace que se convierta la que nos ocupa en una ópera que tiene un tema esteril como central sin poner en duda, por un momento, que Strauss está repensando su tradición de forma más o menos explícita. ¡Pero cómo no iba a hacerlo! Veinte años de tradición llevaba el dodecafonismo conviviendo con la tonalidad -en parte, gracias a su Salomé-, comenzaban a darse los primeros pasos hacia la electrónica y ya se habían colado músicas de otras latitudes en el canon gracias a compositores -e investigadores- como Bartók. La batalla de Strauss, algo que se extrae también en esta ópera, no es si prima la palabra o la música, sino en qué historia de la música es posible seguir inscribiendo la música.
Por eso, fue fundamental el papel de Malin Byström como condesa, que fue excesiva sin exageración (¡sí, se puede!), mostrando justamente el desbordamiento de un personaje tan burgués que resulta hasta molesto. Las mujeres en la ópera de Strauss son personajes cuyo rol fundamental es hacer preguntas a la ópera: aquí no es menos. El control vocal y la destreza teatral de Byström, que fue in crescendo a lo largo de la representación dieron cuenta de su comprensión profunda, más allá de la simpleza del montaje, del personaje. Otra de las figuras que también fue más allá de lo meramente exigido a su personaje fue Theresa Kronthaler, como Clairon, que mostró un riquísimo equilibrio entre destreza y elegancia vocal, buscando un espacio intermedio entre lo enigmático y lo familiar. Lo mejor de la noche fue la orquesta, que estuvo a un nivel impecable -con especial énfasis en los vientos maderas y, en concreto, de la sección de clarinetes-. Que la «Introducción» (Einleitung) u obertura sea música de cámara marca toda la composición: especialmente a nivel tímbrico habría, creo, que entender así la pieza, que se construye por bloques sonoros que se superponen y cruzan. También en eso se distancia Strauss de compositores como Wagner … ¡o incluso el Schönberg de los Gurrelieder! Asher Fisch, en este sentido, tuvo la agudeza de orquestar , más que dirigir, esos grupos de cámara, que ya nos indican que no es una ópera de sobredimensiones, sino que hay que pasar por ella atendiendo a los detalles y lo que pasa inadvertido a primera escucha y vista.
por Irene Serrahima Violant | Jun 4, 2019 | Críticas, Música |
El pasado jueves 16 de mayo, el violinista Chad Hoopes nos ofreció un concierto camerístico junto con el pianista David Fung con algunas obras del repertorio francés en la Sala 2 de l’Auditori.
Usualmente, cuando hablamos de un solista internacional, y especialmente de un violinista, en las notas de programa aparece el nombre del violín, ya sea un instrumento antiguo (Stradivari, Amati, Guarnieri etc) o en menor medida «moderno» o si ha pertenecido a alguna personalidad emblemática, de manera que aparentemente le damos crédito, incluso estatus, al violinista por el valor su instrumento. Eso se debe porque para adquirirlos la mayoría de veces necesitan haber pasado por un filtro muy grande de competiciones, ganar becas y/o haber realizado una carrera mínima de solista internacional. El violín de Chad Hoopes, es un instrumento moderno, del luthier Samuel Zygmuntowicz y había pertenecido en su tiempo al famoso violinista Isaac Stern. Se podría decir que el joven violinista compartía un poco la interpretación romántica del antiguo usuario del instrumento, con sus glissandi y portamentos y su sonido old school, incluso la elección de los bises la podría haber hecho perfectamente Stern o alguno sus discípulos, Zukerman y Perlman para uno de sus conciertos: una de las Romantic Pieces de Dvorák o la Romanza de Kreisler.
El programa, titulado “El violín francés” incluía tres sonatas compuestas en un breve periodo de tiempo (1917-1927) -la sonata de Debussy, la famosa “Ballade” núm. 3 de Ysaÿe, la sonata número 2 de Ravel– y la sonata número 1 de Saint-Saëns, compuesta tres décadas antes, en 1885. Es importante saber el momento en que fueron compuestas, ya que aunque comparten nacionalidad, pertenecen y están influenciadas por estilos diferentes; Debussy y Ravel impresionistas, Ysaÿe fue el fundador de la escuela de violín franco-belga y la sonata de Saint-Saëns está compuesta en un estilo postrromántico. Sin embargo, la interpretación de Chad Hoopes – técnicamente muy buena en cuanto a ritmo y afinación-, resultó ser bastante homogénea y del mismo estilo en todas las piezas. Fue prácticamente un intercambio entre dos tipos de sonido: el resultante de un arco ligero, rápido y sul tasto con un vibrato ancho o el sonido resultante de tocar con mucha presión del arco -por supuesto con un generoso vibrato– en un legato contínuo.
El pianista David Fung, en cambio, tocó de manera más contrastante, combinando las sonoridades flotantes e impresionistas con pedal con melodías articuladas y percutidas como en el Blues de la sonata de Ravel.
por Rubén Fausto Murillo | Jun 2, 2019 | Críticas, Música |
El hecho ya irrefutable de la ciudad moderna nos ha llevado olvidar la íntima relación que siempre hemos mantenido con la naturaleza. Es cosa muy habitual el que un fin de semana decidamos ponernos intrépidos y salir en familia o con buenos amigos, para hacer una pequeña incursión por lo que nosotros concebimos como la naturaleza. Normalmente, y hablo por experiencias personales, estas incursiones terminan con algún tipo de drama físico, llámese quemaduras en la piel de indescriptible aspecto, o algún tobillo magullado, todo esto unido por una sensación de un cansancio extremo (además del firme convencimiento de que estas cosas no son para uno).
La sola posibilidad de imaginar lo que a nuestros ojos es toda una proeza física y que de hecho, era el modo de vida de nuestros abuelos, los cuales muchos trabajaban de verdad en el campo, desde que salía el sol hasta que se metía, muestra el grado de desconexión en el que estamos en relación a esa naturaleza, a la que solo visitamos de puntillas, pero sin la que no podríamos vivir.
Hace doscientos años esa unión era total. La vida se vivía de otro modo, el contacto cotidiano con el medio natural era constante y los artistas de la época, tomaban muchas veces de ese contacto cotidiano y normal los elementos para su trabajo creativo. La naturaleza era fuente de inspiración y maestra de vida, pero al mismo tiempo, reto persistente para las mentes de los grandes científicos, que justamente en aquellos años comenzaron a generar las bases teóricas y prácticas para dominar a esa misteriosa fuente de vida y conocimiento. Solo hay que imaginar a un joven Bach, que ante la imposibilidad de pagar otro medio de transporte, realizó sus primeros viajes andando, por en medio de bosques y caminos naturales, muchas veces durmiendo al raso y comiendo de manera muy frugal, o pensar en los famosos paseos que un Beethoven sordo y agobiado hacía todas las tardes por las afueras de la ciudad de Viena, intentando calmar su atormentada psiquis, para apenas atisbar lo unidos que estábamos todos a un medio natural del que ahora nos sentimos tan alejados.
El pasado jueves 23 de mayo, la espléndida orquesta alemana Akademie for Alte Musik Berlín nos visitó interpretando para el público barcelonés, en el Palau de la música un programa integrado por obras barrocas todas relacionadas con el agua. En una primera parte, pudimos disfrutar primero de dos ejemplos del barroco francés: una primera y breve pieza de M. Marais, la Tempête de la ópera Alcione que fue tocada junto con la Suite de Les Fontaines de Versailles del compositor francés M.R.Delalande, sucesor inmediato en el servicio musical de Rey Sol a la muerte de G.B. Lully. En ambas piezas, podemos apreciar muy claramente elementos estilísticos, típicamente franceses: como la imitación teatral de la naturaleza a partir de una serie de efectos sonoros que buscan impactar en el escucha, la construcción de la suite iniciando esta con la típica Ouverture en formato lento-rápido- lento, interpretado con un marcado pontée, o la elegancia y el balance que siempre se mantiene a lo largo de todo el decurso de la música.
Posteriormente, pudimos disfrutar aun en la primera parte, de una obra lamentablemente poco ejecutada de G.F.Telemann, su espléndida Obertura de Wassermusick, TWV 55:C3 y que es una muestra muy afortunada de hasta qué punto los diferentes “estilos nacionales” existentes en Europa podían reunirse y mezclarse, siempre, bajo la docta mano de un artista como Telemann. Así, en su obra, podemos encontrar del mismo modo la estabilidad y densidad armónica del estilo alemán, unido a la inspiración y belleza de melodías evocadoras propias de la música italiana, todo ello, sin olvidar la elegancia, la suntuosidad y los efectos teatrales propios del estilo francés, lo que nos habla del conocimiento profundo del oficio de compositor al que Telemann había llegado.
Tras un pequeño intermedio, vino lo que era para muchos, el plato fuerte de la velada: la Water Music, HWV 348-350 de G.F. Händel y que fue ejecutada en términos generales, espléndidamente por la orquesta. La obra cuenta con partes donde tanto las trompas como la trompetas, tienen la oportunidad de lucir en plenitud, pero que del mismo modo, se arriesgan tremendamente por el alto nivel técnico que exige la partitura de los ejecutantes, sobre todo, si pensamos que estamos hablando de instrumentos que técnicamente son muy imprecisos y que suelen jugar malas pasadas a sus ejecutantes; no así, la noche del pasado 23 de mayo, en que pudimos apreciar claramente lo que un músico inteligente y bregado debe hacer ante el riesgo de desafinar o tocar mal una parte tan expuesta como la antes descrita: simplemente, y ahí, estriba su dificultad, se trata de contener el volumen lo más posible, de manera que las notas, si bien no suenan fuertes, ni mucho menos brillantes, como seguramente desearías que fuera, si lo hacen afinadas y seguras. No puedo menos que aplaudir la muestra de profesionalismo y musicalidad dada por los músicos encargados, tanto de las trompas como en alguna ocasión de las trompetas.
El conjunto del concierto causó en los que tuvimos la oportunidad de disfrutar de él, el efecto casi balsámico de por un momento volver a unirnos a esa naturaleza en medio de la ciudad, y al menos por unos minutos, fluir sobre esa agua que tan bien describió las obras programadas en esta ocasión. Seguimos.