por Ramón del Buey Cañas | Abr 20, 2019 | Críticas, Libros |
Título: «Viaje de invierno» de Schubert. Anatomía de una obsesión.
Autor: Ian Bostridge
Traducción: Luis Gago
Editorial Acantilado (2019)
Colección: El Acantilado, 385
400 págs.
El subtítulo de «Viaje de invierno» de Schubert, a saber, «Anatomía de una obsesión», ofrece más pistas sobre el contenido de este volumen que su rótulo. El núcleo del sintagma, «anatomía», está relacionado con el elemento sistemático de mayor relieve que puede encontrarse en el libro: el formato; fundamentalmente, la división y disposición del texto en 24 capítulos —uno por cada Lied de Winterreise, respetando el orden del ciclo— y el aparato bibliográfico. El complemento del nombre, sin embargo, refiere al carácter apasionado de la relación que el autor, ¿hasta qué punto importa si reputado cantante de la obra schubertiana?, mantiene con su objeto de estudio. O, por mejor decir, con el objeto de su obsesión, pues, ciertamente, el tratamiento que se dispensa a Winterreise dista de ser homogéneo y de seguir un «método científico», algo de lo que el tenor de Wandsworth, por lo demás, es muy consciente: «Este libro […] no constituye más que una pequeña parte de una constante exploración de la compleja y hermosa red de significados —musicales y literarios, textuales y metatextuales— dentro de la cual opera su hechizo este Viaje de invierno» (p. 368). Sin duda, en ello ha de cifrarse el principal causante de la mala acogida que «Viaje de invierno» de Schubert ha recibido entre algunos críticos, defraudados por el incumplimiento de sus bienintencionadas —aunque, por la misma regla de tres que aplican, también ingenuas o trasnochadas— exigencias de rigurosidad. En cualquier caso, Bostridge despeja repetidamente todo atisbo de sospecha con respecto a los propósitos y la naturaleza de su trabajo. Valga el siguiente fragmento a guisa de última prueba:
«En este libro quiero utilizar cada canción como una plataforma para explorar esos orígenes [aquellos en los que las canciones con acompañamiento de piano formaban parte de la vida doméstica cotidiana y disfrutaban de la supremacía en la sala de conciertos]; situar la obra en su contexto histórico, pero también encontrar conexiones nuevas e inesperadas, tanto contemporáneas como desaparecidas hace ya mucho tiempo: literarias, visuales, psicológicas, científicas y políticas. El análisis musical tendrá que desempeñar inevitablemente un papel, pero este libro no es ni aspira a ser, en ningún caso, una guía sistemática de Viaje de invierno, algo que ya se halla suficientemente representado en la bibliografía». (pp. 12-3)
Queda demostrada, por tanto, la prevención del autor frente al peligro de incurrir en una aproximación incauta. (La discusión sobre el mayor o menor valor de un análisis del fenómeno musical que suscriba o subvierta las premisas propugnadas a tal efecto por un Th. W. Adorno —ejemplo, desde luego, no azaroso— es muy distinta, pero su dilucidación no procede ahora.) Baste, entonces, con lo afirmado hasta aquí: Bostridge plantea un enfoque asistemático —es decir: contrario al sentido que se le presupone habitualmente a este adjetivo— de Winterreise, aunque eso no significa —y, por supuesto, no significa a priori— que su intento no proporcione ninguna recompensa al lector. De hecho, por encima del resto de virtudes que reúne el libro, puede afirmarse que «Viaje de invierno» de Schubert brinda un acercamiento original —y, según el caso, sugerente en tanto que útil para un ataque hermenéutico fecundo— a los poemas de Wilhelm Müller. Esto es llamativo, aunque quizá no sorprendente: hay una asimetría evidente entre el elevado número de consideraciones vertidas a tenor de los versos del escritor alemán y aquellas, mucho más escasas, que abordan la música de Schubert —a la vista de la perspicacia de estas últimas, pero sin desdoro de la agudeza de las primeras, hubiesen sido agradecidas más páginas en dicha línea—. No obstante, lo que no puede dejarse de reconocer a Bostridge, al margen de la orientación con que dirige sus hipótesis de lectura, es la sagacidad de las preguntas que formula: ¿Quién es el viajero de Winterreise?¿Quién es el que rechaza y quién el rechazado en Erstarrung?¿Por qué Schubert prescindió del artículo determinado en su versión —Winterreise— del ciclo original de Müller —Die Winterreise—?¿Qué implica la alusión a la figura del carbonero en Rast?¿Hay ironía en la partícula Leier– de Der Leiermann?¿Por qué Schubert sustituyó el «Die Menschen schnarchen» de Im Dorfe por «Es schlafen die Menschen»?¿Cuáles son las connotaciones del término Fremd?¿Qué representan los tres soles de Die Nebensonnen?…
Ahora bien, no siempre tales interrogantes son correspondidos de igual modo por las tentativas explicativas que aventura Bostridge. Entre ellas, por ejemplo, podemos encontrar excursus históricos. En el capítulo dedicado a Rast asistimos a una especulación con relación al uso del coque en los altos hornos de Gran Bretaña en 1788, a la fundición de acero pionera de Essen, construida por Friedrich Krupp en 1810, o a la asombrosa transformación de la utilización de fuentes de energía entre 1560 y 1860 en Inglaterra y Gales. Se cita a historiadores de la economía, como Tony Wrigley, se aportan gráficas —la que figura en el mencionado capítulo no es la única— y se hace alusión a acontecimientos políticos, como los Decretos de Carlsbad, el Congreso de Aquisgrán de 1818 o la masacre de Peterloo en 1819. ¿En qué medida puede establecerse un nexo entre este tipo de recursos y el significado de la obra de Schubert? Independientemente de la respuesta con que uno decida atenuar el punzante requerimiento de esta incógnita, Bostridge no incurre nunca en el error que más debería enfurecer a un interlocutor inteligente: la imposición de su trama de datos historiográficos como una suerte de dogma exegético que pretendiese disolver y agotar los misterios —por cierto: una palabra de la que se abusa cuando hablamos de música— que atraviesan cada Lied de Winterreise.
Pero la movilización de conceptos y sucesos tan trascendentes merece, si no quiere caer en una retórica de falsas promesas, una reflexión pareja, que, en ocasiones, el argumento de Bostridge desmerece. Es el caso de la sección dedicada a una de las canciones más excelsas del ciclo: Im Dorfe, donde podemos leer lo siguiente:
«En Winterreise hay un trasfondo político que no guarda ninguna relación con la arqueología textual y con un detallado contexto histórico, sino que me golpea, visceralmente, cada vez que llego a “Im Dorfe” en las salas tapizadas en rojo de la tradición clásica. La cuestión que se impone es la de la buena fe. Se experimentan estos sentimientos, y luego se pasa a otra cosa: al salir a la calle, coger un taxi o montarse en un tren, de vuelta a casa, de vuelta al hotel, camino del aeropuerto. ¿Para qué están ahí esos sentimientos? En Winterreise nos enfrentamos a nuestras angustias, y nuestras intenciones pueden ser catárticas o incluso existenciales: cantamos sobre nuestra absurdidad con el único fin de poder refutarla, superándola con nuestros propios recursos poético-musicales. Pero cuando oímos la protesta social incrustada en el ciclo, ¿nos limitamos simplemente a acariciar la idea de una retirada al bosque, o la de abrazar al marginado? A las anteriores generaciones les resultaba, quizá, más fácil creer en el poder de lo que la generación de los años sesenta llamó la “concienciación”, lo que, en la década de 1820, era la “compasión”. ¿Es Winterreise, peligrosamente, una parte diminuta del andamiaje de nuestra complacencia? Si el propósito de la filosofía es no sólo interpretar el mundo, sino cambiarlo, ¿cuál es el fin del arte?». (pp. 289-290)
Aquí nos quedamos en la mera superficie. Cuesta aceptar que la intuición de Bostridge —tan penetrante unos párrafos atrás, cuando adivina en las significaciones de la sonoridad de «schlafen» la justificación del trueque operado por Schubert con respecto a «schnarchen», el término utilizado por Müller— se conforme con una conjetura de semejante vaguedad a propósito del alegato social que subyace a la situación descrita en Im Dorfe. La referencia a la manoseada tesis de Marx difícilmente escapa al patetismo de un tópico gratuitamente empleado, y la confesión de la «visceralidad» con la que emerge el auto-odio burgués, aunque pueda provocar nuestra conmiseración, interrumpe el tono general del discurso restando potencia a las disquisiciones analíticas con que, en otros pasajes, Bostridge consigue arrojar luz sobre los enigmas de Winterreise. No negaremos que estos vicios se tornan probables en la medida que la mención a los rasgos de la Viena Biedermeier son constantes, pero ello, en definitiva, desluce la notable impresión que produce el resto del volumen —aunque también quepa aducir, con una dialéctica un tanto perversa, que asimismo ensalce, como por cociente, los tramos más meritorios—. Algo similar ocurre en los tres folios consagrados a Der stürmische Morgen, aunque la brevedad, en esta coyuntura, se interpreta por defecto como una explícita declaración de intenciones; cuando menos, queda el consuelo de la remisión a momentos más provechosos, cristalizada en el fugaz comentario que recibe la indicación «ziemlich geschwind, doch kräftig» («bastante rápido, pero enérgico»). Porque, efectivamente, además de los títulos que premian, no solo literariamente, el riesgo de un examen exento de ideas musicales —mayoritarios y entre los que, para disolver los últimos posos de reserva que pudiera albergar el lector potencial, cabe resaltar Gute Nacht, Der Lindenbaum, Der greise Kopf, Die Krähe, Das Wirsthaus o Der Leiermann—, hallamos, por contra y fortuna, otros apartados preocupados, si no en exclusiva, prácticamente en su totalidad, por la propia materia sonora de Winterreise. Concluiremos esta reseña con una nota sobre Wasserflut, el más relevante de aquellos.
Bostridge comienza el capítulo con una digresión y una anécdota —no es infrecuente—, esta vez en relación con el público de los recitales de Lieder. En torno al año 2000, en el Wigmore Hall de Londres, el autor localizó entre la audiencia que asistía a su concierto —¿adivinan el programa?— a un pianista excepcionalmente distinguido. Hacia la mitad de la función, «[c]uando Julius [Drake] atacó los primeros compases de “Wasserflut”, el pianista que estaba entre el público—llamémoslo A—empezó a mirar la partitura con incredulidad. Agitando su cabeza, se volvió hacia su compañero—llamémoslo B—y señaló con un dedo los pentagramas. No recuerdo la reacción de B, pero el golpe de gracia llegó cuando A giró su cuerpo por completo para comunicar su disentimiento artístico, revelando con ello que la persona sentada en la fila inmediatamente detrás de la suya era otro famoso pianista, C, que parecía bastante desconcertado por la interrupción» (p. 135). El objeto de disputa era el primer compás de la pieza; Bostridge expone con precisión el problema: la ejecución del tresillo —mano derecha— frente a la ejecución del ritmo sincopado de corchea con puntillo y semicorchea —mano izquierda—. No interesa tanto la solución por la que aboga el tenor inglés, la llamada «asimilación del tresillo», como el amplio conocimiento doxográfico que despliega a propósito de este debate musicológico. Aparecen nombres y artículos de investigación pertinentes —los de Josef Diechler, Alfred Brendel, Paul Badura-Skoda, David Montgomery, Arnold Feil, Gerald Moore o Julian Hook— y se reproduce la reflexión que había conducido a los protagonistas sobre el escenario hasta la traducción en sonidos de la notación mencionada.
¿Por qué Bostridge no ha escrito cada capítulo de su libro siguiendo esta pauta metodológica? No es demasiado forzado trazar una analogía entre los tres pianistas de esta historia —exceptuando, naturalmente, a Julius Drake— y las reacciones que podrá suscitar «Viaje de invierno» de Schubert. Habrá quien persiga entre sus páginas la confirmación de una concepción prefijada, bien proyectada sobre Winterreise, bien relativa al modo correcto de escribir un ensayo sobre música. Este lector buscará la complicidad de un segundo, cuya opinión permanecerá desconocida —quizá por encontrarse demasiado a merced de la influencia del primero o de reseñas como la presente—. Por último, un tercer lector percibirá los juicios anteriores como una interrupción. Postergará la confrontación y preferirá seguir entendiendo la experiencia de su lectura a la manera de un viaje, donde la flexibilidad con respecto a las propias expectativas propicia no solo una mayor libertad en el juego, sino también el descubrimiento de posibilidades de comprensión hasta ese instante inauditas. Pero seguramente esta metáfora resulte irónica a causa de los epítetos.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 19, 2019 | Críticas, Música |
El 11 de marzo de 1829 está marcado en los anales de la historia, como la fecha en que un jovencito de apenas 20 años, dirigió su muy particular visión de la entonces desconocida Pasión Según San Mateo de un autor también apenas conocido: J.S.Bach. Si seguimos la narración romántica, ese jovencito de nombre Felix Mendelssohn y que en esos momentos vivía en la ciudad de Leipzig, se encontró con que su madre había comprado un trozo de carne y este había sido envuelto en una hoja pautada que contenía grafías que pudo, con el tiempo, adjudicar a la mano del viejo canto de la iglesia de Santo Tomás de la misma ciudad, muerto 80 años antes. A los musicólogos, nos encantan estas historias que sabemos falsas, pero que trasmiten una profunda devoción por los personajes involucrados. Lo cierto es que el muy adinerado Felix Mendelssohn, hijo de un banquero de origen judío y nieto de un filósofo de gran renombre en eso años en Alemania, había recibido una cuidada educación musical de manos de Carl Friedrich Zelter, que, a su vez, había estudiado con C.F.C Faschs, alumno de C.P.E. Bach, y gran entusiasta de la obra de J.S Bach. Esa es la manera en que la obra del maestro se conservó: la enorme cantidad de alumnos que formó en vida y que vieron en Bach, un ejemplo a seguir. Esta influencia llegó hasta la generación de Mendelssohn, hombre cultísimo y lleno de la fuerza necesaria para acometer grandes obras culturales, como la fundación de un conservatorio en la ciudad de Leipzig o la literal exhumación de una obra que muy probablemente se hubiera perdido definitivamente sin su oportuna intervención.
Ahora bien, todo sea dicho, Zelter, nunca aprobó que su talentoso alumno gastara recursos e ingenio en esta empresa, le parecía que las pasiones del viejo Bach solo podían interesar a un puñado de conocedores, nada que pudiera justificar los desvelos del joven maestro. Mendelssohn se sentía moralmente obligado a restaurar esa obra, y muy en la moda de la época, la “actualizó” , y retocó de acuerdo con el gusto romántico; cortando pasajes, orquestando la obra y pensándola para una gran masa coral y orquestal que fue presentada en la ciudad de Berlín en la fecha antes mencionada. Para muchos, ese 11 de marzo de 1828, J.S. Bach volvió a la vida, pues el interés que originó ese concierto en recuperar su obra llevó a que en la actualidad considerémonos al maestro, piedra angular de nuestra práctica musical.
Muy lejos de la postura estética que recuperó la obra nos ubicamos en la actualidad. Para nuestra época, la nota escrita es casi sagrada y como intérpretes no hay nada más importante que la supuesta voluntad del autor, expresada en una partitura. Mucho podremos abundar en un futuro artículo sobre esta costumbre tan occidental, de idealizar el pasado, pero lo cierto es que actualmente, las lecturas que se hacen de estas obras son bajo un postura absolutamente literal del texto original, y realmente, la interpretación realizada por Paul McCreesh el pasado 10 de abril en el Palau de la Música Catalana estuvo en todo momento ajustada a lo escrito por el maestro de Leipzig, una memorable ejecución, de una obra que aun logra, contrario a la opinión de Zelter, convocar a cientos de personas cada vez que se programa.
Que Paul McCreesh es un gran músico, es por todos conocido. En cada una de sus presentaciones en nuestra ciudad nos ha dejado un muy agradable sabor de boca. Su profundo conocimiento del repertorio interpretado, su musicalidad, es más, su amor por todo aquello que dirige, lo permea todo. En esta ocasión, no fue la excepción, pues abordó la pasión desde una postura claramente teatral, buscando impactar en el auditorio congregado. Bach dispuso la obra en dos grandes bloques sonoros constituidos por dos coros y su correspondiente orquesta que a lo largo del decurso de la obra van realizando un diálogo que envuelve al escucha. McCreesh dispuso estas masas corales en su mínima expresión: 8 solistas vocales solamente, los unos contestando a los otros, generando una textura que por momentos recordaba a las tragedias griegas, pues a lo que el evangelista narraba, por ejemplo, un coro contestaba comentando o ilustrando el momento. La idea es afortunada, pero muy arriesgada, se tiene que contar con un octeto de primera fila, que, además, tienen que estar absolutamente compenetrados en dos bloques homogéneos. McCreesh de nuevo conmovió, y es que es imposible no hacerlo cuando uno escucha una obra de tan hondo calado tan bien interpretada, tratada con tanto mimo; cada detalle puesto en su lugar, por eso sorprende muy desagradablemente que, en el número inicial de la obra, el coral “O Lamm Gottes unschuldig” que en la partitura original es interpretado por un coro de niños, simplemente fuera eliminado. Los dos coros entablan un diálogo entre la hija de Sión y los fieles que lloran desconsolados por los hechos a punto de ser narrados, mientras, por encima de esta textura, se superpone la melodía del Agnus Dei latino, reforzando el mensaje de contrición que impregnará toda la obra. Al presentar la Pasión con tan solo 8 voces, nadie pudo cantar la melodía del coral. Entiendo y aplaudo la idea de presentar la obra bajo esta óptica. Realmente las texturas que aportan una lectura tan camerística son muy interesantes, pero sinceramente creo, que hay zonas donde no se puede cortar, sobre todo si estas zonas están escritas por el autor de la obra. Seguimos.
por Elio Ronco Bonvehí | Abr 18, 2019 | Críticas, Música |
Después que el pasado mes de septiembre Josep-Ramon Olivé inaugurara el Festival LIFE Victoria, ahora nos toca hablar de su debut en el Palau de la Música junto al pianista Ian Tindale, dentro del ciclo ECHO Rising Stars. Este ciclo, iniciativa de la European Concert Hall Organisation (ECHO), es una estupenda plataforma para los nuevos talentos, y no solo de la interpretación, ya que a menudo incluyen obras de estreno. En este caso, l’Auditori de Barcelona, la Fundació Orfeó Català-Palau de la Música Catalana y la citada ECHO encargaron una nueva obra a la compositora Raquel García-Tomás. El estreno nacional -ya se había escuchado en conciertos previos de la gira- de sus Chansons trouvées era el principal atractivo de un programa por lo demás pensado como carta de presentación de un liederista: selección de lieder de Schubert y Strauss, Lieder eines fahrenden Gesellen de Mahler y una rareza, los Lieder des Abschieds op.14 de Korngold. Estas últimas unas canciones eran otro de los atractivos del recital, ya que a pesar de enmarcarse en la misma tradición que las demás, aportaban un poco de variedad dentro del repertorio germanocéntrico dominante.
El recital se desarrolló en las dos partes de rigor, y bien podrían haber sido dos actuaciones distintas. Puede que fuera por la presión de actuar en casa, por una menor afinidad con las obras, o por cualquier otra razón, el caso es que en la primera parte ambos artistas ofrecieron una interpretación contenida, casi tímida. No lograron traspasar la superficie emocional de los deliciosos lieder de Korngold, mientras que en la preciosa selección de canciones de Schubert la cuidada expresividad de Olivé en los pasajes en piano contrastaba con un fraseo comparativamente más plano a partir del mezzoforte.
En la segunda parte experimentaron un drástico cambio, empezando por su magnífica interpretación de las Chansons Trouvées de Raquel García-Tomás. Se trata de una pieza cuyo texto consiste en sílabas sin sentido que pretenden evocar la sonoridad de la lengua francesa. Sin la restricción que suponen las palabras, García-Tomás construye una obra que explora un amplio abanico expresivo. Olivé, que en la primera parte ni siquiera se movía, se mostró a partir de aquí mucho más desinhibido, con gestos que acompañaban a su fraseo, mucho más expresivo e intencionado. Después de su excelente interpretación de las Chansons Trouvées, continuó con una versión intensa y dramática de los Lieder eines fahrenden Gesellen y cambió sin problemas de registro para el último bloque dedicado a Strauss, con un planteamiento más íntimo y cantando con una gran delicadeza. Ian Tindale también se mostró más inspirado en la segunda parte, y sobretodo en el bloque Strauss con el que demostró una gran sutileza en la creación de sonoridades desde el piano.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 10, 2019 | Críticas, Música |
La pascua ha llegado de nueva cuenta y con ella, en lo musical, también se nos invita a disfrutar de una muestra de “pasiones” que rememoran, vaya la redundancia, la pasión y muerte de Jesucristo. En concreto, el Palau de la Música, programó las dos canónicas obras de J.S.Bach, iniciando con la Pasión según San Juan de la que hablaremos a continuación, y una semana después la San Mateo. En ambos casos, son agrupaciones británicas de diferente adscripción musical las encargadas en este año de interpretar las obras, pero si manteniendo un modo de hacer muy “inglés”. La centenaria tradición coral de las islas británicas, tiene un peso enorme en la calidad de estas lecturas.
En el caso del Auditori, será el maestro Savall el encargado de presentar la San Mateo, en este caso, ante sus fieles seguidores del escenario barcelonés. Y llegados a este punto, y confesándome primero, un enamorado irredento de la obra de J.S.Bach, me pregunto, ¿No existen más pasiones que pudiéramos disfrutar en esta temporada? Pienso en quizás la “Pasión de Brockes”, obra juvenil pero maravillosa de G.F.Handel, por mencionar una posibilidad, no demasiado heterodoxa, pero, si nuestro deseo de profundizar en la literatura de este género fuera mucho, autores del mismo periodo como Telemann o el hijo mayor de J.S. Bach, C.P.E. Bach, cuentan con obras sumamente interesantes y que muy probablemente nunca se han escuchado en nuestra ciudad. Entiendo que los programadores lo que quieren es un auditorio lleno y apostar por las canónicas obras del maestro de Leipzig, es por decirlo así, una apuesta mas segura, pero ello incluso va en contra de la misma apreciación de estas, porque hay aficionados literalmente aburridos de escuchar cada año las mismas obras, y que estoy seguro, estarían felices, sin dejar de disfrutar de Bach, de ampliar la degustación de nuevos y deliciosos ejemplos dentro del género.
Pasando al concierto efectuado el pasado martes 2 de abril en el Palau de la Música, las sensaciones fueron mejorando conforme la interpretación de la obra se llevaba a cabo. El maestro Edward Higginbottom es toda una autoridad dentro del mundo coral británico y así lo demostró el primoroso estado de la agrupación coral que presentó: el Oxford Consort of Voices. Todos y cada uno de sus miembros son consumados cantantes y la atinada dirección del maestro Higginbottom sabe aunar en un solo cuerpo sonoro una enorme paleta expresiva a esta variedad de solistas. El conjunto instrumental Instruments of Time & Truth, pese a ser todos espléndidos intérpretes, no estuvieron siempre todo lo precisos que cabía esperar: algunas notas bajas por ejemplo en la preciosa aria “Erwäge wie sein blutgefärbter Rücken” para tenor y acompañamiento de violas de amore, o niveles demasiado altos, en el volumen del acompañamiento del clave en contados momentos, que resaltaban mucho mas debido al enorme nivel interpretativo mostrado en el resto de la obra. Son defectos más propios de una interpretación hecha en vivo, en una época en que muchos son “expertos” tras haber escuchado cientos de veces las grabaciones que existen en el mercado y que guste o no, la mayoría si no es que todas, están retocadas en estudio, lo que genera en el público que las consume compulsivamente una idea muy lejana de la realidad interpretativa cotidiana.
Lo anteriormente apuntado, es importante tomarlo en cuenta, sobre todo cuando estamos frente a música interpretada con instrumentos “antiguos”: su constitución física es mucho más frágil y en muchos casos la temperatura, la humedad del lugar, o por qué no decirlo, las misma limitaciones del instrumento, pueden jugar muy malas pasadas a los intérpretes que en la actualidad y debido al enorme nivel técnico alcanzado, son verdaderos virtuosos de instrumentos musicales a lo que hay que “mimar” aun más.
La ejecución de la obra, como lo mencioné al inicio de esta crónica, fue de menos a mas. Así un primer coro “Herr, unser Herrscher, dessen Ruhm”, si bien tuvo una lectura pulida y ajustada al texto musical, sonó más bien frío y sin ese sabor casi teatral que hace tan característico este número, que busca impactar y atrapar al escucha, llevándolo a un estado de contrición interna. Ahora bien, ya para la segunda parte de la obra, donde se narra el juicio y condena de Jesucristo, y que tiene en la participación del coro la piedra angular del momento, lo que antes fue frialdad ahora estuvo lleno de emoción y dramatismo. La coral logró perfectamente retratar a la turba enardecida pidiendo la ejecución del reo y segundos después, estos que antes condenaban en una escritura vocal polifónica, ahora se convertían en devotos fieles que entonaban un piadoso coral luterano.
Para terminar, me gustaría elogiar el trabajo realizado por el maestro Higginbottom, que como ya hemos apuntado no ha construido su carrera por los cauces “normales”, dentro de la dirección a nivel internacional. Su actividad durante años, ha sido la dirección de coros y la investigación musicológica en el Reino Unido. Este trabajo serio y prolongado, ha hecho que su nombre sea respetado como el de un músico serio, sin los reflectores y la celebridad que acompañan a otros nombres de su misma generación, quizá, pero que tal como demostró el pasado martes, es un artista consumado. Y llegados a este punto, creo pertinente hacer la pregunta, ¿Cuantos de nuestras estrellas actuales, pueden sostener con hechos la fama que ahora disfrutan? Querido lector, déjame ser malo, unos cuantos no pasarían la prueba del algodón. Seguimos.
por Elio Ronco Bonvehí | Abr 9, 2019 | Críticas, Música |
Juan de la Rubia inauguró el ciclo de órgano del Palau de la Música con un concierto en el que combinó hábilmente una gran variedad de estilos, desde el barroco hasta la música contemporánea. No podía faltar Bach, del que interpretó nada más empezar la Tocata y fuga en Fa mayor, BWV 540, y más tarde también el Trio super «Herr Jesu Christ, dich zu uns wend», BWV 655, demostrando con ellas su absoluto dominio del instrumento y su sensibilidad musical. El bloque barroco inicial lo completó con una obra de Gaspard Corrette, «Cromhorne en taille», de su Misa de quinto tono.
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por Irene Serrahima Violant | Abr 2, 2019 | Críticas, Música |
El concierto en el Petit Palau que el pasado jueves 21 de marzo nos presentaron la Orquesta Nacional Clàssica d’Andorra (ONCA) y Vera Martínez (primer violín del Cuarteto Casals) como concertino-directora invitada tenía un formato algo distinto al que estamos acostumbrados. Documentado con archivos e imágenes del Principado de Andorra a través de un proyector y la voz de un narrador, Gerard Claret –fundador y concertino-director de la ONCA, así como hermano del también conocido chelista Lluís Claret-, la orquesta mostró una visión de Andorra como país neutral en la primera mitad del siglo XX con obras de distintos estilos.
Encabezada por un fragmento del Manual Digest muy bien declamado por el narrador, que hablaba de los árboles y el caudal de un río, la primera obra interpretada fue la Serenata para cuerdas op 20 de Elgar, que reflejaba una sensación de paz y serenidad bucólica utilizando melodías delicadas y agradables, y se identificaba con la imagen que tenemos de Andorra como país neutral. La imagen proyectada de los agricultores de 1932 llamada «L’hora del batre» reafirmaba esta idea.
El tema de la segunda pieza fueron los refugiados y en pantalla apareció un fragmento de un artículo de la prensa francesa que hablaba del tema, escrito por la periodista Isabelle Sandy en 1939. La obra elegida para empatizar con la causa, esta vez fue el Langsamer Satz en mi bemol mayor de Anton Webern, de una armonía mucho más densa y romántica que la obra anterior, y que transmitía emociones como la melancolía, ansiedad o el desasosiego. En la interpretación de la obra no sólo las melodías en modo menor y las largas progresiones en crescendo y reflejaban todo esto, sino que incluso los pizzicato del acompañamiento estaban imbuidos por la atmósfera. Los trémolos impetuosos y los legatos vibrantes de todo el arco también contribuyeron a perpetuar el carácter.
Continuando con el orden de menor a mayor tensión, la tercera obra que tocaron fue el conocido cuarteto de cuerda de Shostakovich número 8 en do menor, interpretado a gran escala con la formación de camerata y dedicado en su tiempo por el mismo compositor a «Las víctimas de la guerra y el fascismo». La temática de la tercera parte del concierto fueron «Els passadors», personas que residían en las fronteras y se encargaban de pasar los refugiados de guerra desde un país al otro.
Se podía visualizar y empatizar fácilmente con todas aquellas personas que habían practicado este oficio – y el gran peligro que habían sufrido en el proceso- por el relato que nos mostraron a través de las imágenes y la ambientación de la orquesta con la música de Shostakovich: una fotografía mostraba una bandera nazi en la frontera mientras que la música, disonante y en tensión, repetía una y otra vez la firma del compositor –re, mib, do, si– como si de una sentencia amenazante de muerte se tratara y forzara a las víctimas de la guerra a emprender una aterradora huída por la supervivencia.
La interpretación de Vera Martínez y de la ONCA fue muy notable, especialmente incentivada por el gran liderazgo de la solista. Las entradas, realizadas con gran elocuencia, acompañaban e indicaban el carácter de las frases y se podía percibir una gran sincronía y entendimiento entre todos los músicos. En los momentos de más tensión utilizaba algunos recursos como el vibrato estrecho y presión en el arco -al estilo mesa di voce- o también con el arco muy lento a la punta podía obtener un sonido limpio, contínuo e intenso, como por ejemplo hizo en el tránsito del tercer al cuarto movimiento. El segundo movimiento, con su particular tema juguetón de una sátira oscura, lo expresó con una articulación saltada y muy precisa, utilizando poquísima cantidad de arco en el centro. La solista de violonchelo desempeñó también un gran papel como intérprete en sus diálogos con la orquesta.